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Laicismo y laicidad

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La influencia del racionalismo ilustrado, transformó a la civilización occidental. Pero su influjo no fue, para menos, algo estrictamente positivo. De entre los cambios impulsados por dichas ideas, está la famosa separación entre Estado e Iglesia. A este movimiento lo podemos denominar, laicismo. No tanto como doctrina sino más bien, como una actitud frente a la influencia de las creencias religiosas. Esta actitud es clara: desterrar del espacio público, de la cultura, de la educación y de los medios de difusión a gran escala, todo aquello que huela a doctrinas religiosas. Esto con el fin de establecer un estado ideal de cosas que los militantes laicistas han denominado laicidad. Profundicemos un poco en esto.

Los pensadores ilustrados franceses como Rousseau o Voltaire, sostenían que la religión era símbolo de oscuridad y superstición. A su parecer, el florecimiento humano sería posible si se desterraba de la mente humana, la idea de Dios y de todo lo que ello conllevaba. En consecuencia, la felicidad del hombre habría de residir en su racionalidad, en su vitalidad; en nada que fuese trascendental. El gran ideal de los ilustrados era el progreso científico y la razón, como sustitutos de la revelación y el mito.

La Revolución francesa llevó a la práctica este ideario. Los autores intelectuales no fueron testigos de los acontecimientos. Pero bien sabían que estaban arando la tierra e implantando la semilla para que años más tarde, la dicha revolución se hiciera una realidad. Es de conocimiento general la liturgia de introducción de la diosa Razón en el catedral de Notre Dame para el tiempo del Terror revolucionario como símbolo de una nueva era donde la razón tendría el primer lugar ya alejada de los dogmas de la religión.

Por la fuerza la Iglesia fue despojada de sus bienes y subyugados al poder civil y a su deliberación racionalista, todo el espacio de la cultura y la educación que estuviera custodiada por la Iglesia Católica. Ahora todo pasaba a manos de los revolucionarios mientras que la influencia y las instituciones católicas eran desplazadas por instituciones seglares que tomaban el relevo. Francia como tal, se convertiría en la primera nación laicista de la historia moderna.

Esta influencia, si bien, en otros países no llegó con la violencia con que se inició en Francia, entró con fuerza en el mundo de las ideas y desde entonces, todo país occidental se ha dado la tarea de resolver el problema de ¿Cuál es el lugar que debería ocupar la religión? La propuesta laicista parte de la separación entre lo público y lo privado, en donde el espacio público debe quedar libre de la injerencia de las creencias religiosas por ser un espacio común en donde (según se sostiene) debe regir el principio de laicidad que se postula como un principio de convivencia entre ciudadanos iguales, donde se debe respetar la libertad de conciencia de cada uno y por lo tanto, no se puede imponer ninguna visión religiosa sobre la colectividad.

En el ámbito de lo privado cada quien si quiere, puede militar o no un sistema religioso, porque eso es ya la libertad de cada cual para la profesión de creencias. Esta separación ha sido aceptada por muchos intelectuales sin ponerse a reflexionar que esta separación entre lo público y lo privado es absurda, que carece de sustento real. ¿Por qué? La razón es muy sencilla y si se gusta, obvia: porque ninguna creencia, del tipo que sea, se vive privadamente. El mormón vive su credo en una comunidad de mormones. Lo mismo pasa con el adventista, con el evangélico, con el católico, con el musulmán. Incluso, el ateo es ateo en relación a otros individuos que se declaran libres de creencias religiosas.

Las creencias religiosas impulsan a los que las militan a vivir lo que creen en comunidad; la religión es social y pública por definición. Por ello es que no tiene sentido establecer una separación entre dos ámbitos que por su misma naturaleza se manifiestan conjuntamente. La laicidad de acuerdo a los laicistas es un principio de convivencia entre iguales. Pero en una comunidad política, el hecho mismo de que existan concepciones religiosas tan dispares se convierte en fuente de conflicto, pues por pura necesidad, de concepciones distintas se siguen diferentes actitudes y distintas cosmologías o interpretaciones sobre el hombre, su origen o su destino.

Ahora bien, de esta consideración real del hecho de que la religión es pública y de que las muchas creencias religiosas generan (al menos) tensiones entre los que las profesan, se sigue una consecuencia política: es posible que haya doctrinas que pudieran poner en peligro la estabilidad del Estado y de la nación. Y como es propio del Estado preservar el orden en su territorio, necesariamente debería prestarle atención a las doctrinas que profesan los ciudadanos en su espacio de influencia, autoridad, control y gobierno. Porque, para poner un ejemplo, no es lo mismo ni es igual que un ciudadano se declare musulmán a que se declare católico o ateo. Doctrinas distintas, conductas distintas, consecuencias distintas; efectos distintos.

Desde la mera prudencia política el Estado debería considerar que algunas creencias religiosas no son aptas para la salud del Estado. Si no confesara alguna religión en particular, definitivamente no las debería consentir todas. Para un liberal, una afirmación como esta supone un peligro, pues de acuerdo a su doctrina, el Estado es más un enemigo que un aliado de la libertad liberal (y hay que establecer la diferencia pues el concepto libertad no es patrimonio de los liberales). Pero resulta que la existencia del Estado es incluso, un hecho querido por Dios, dado que, como enseña la doctrina católica, el origen de la autoridad reside en la voluntad de Dios, que quiso que existiera gobierno civil.

Como bien enseña la doctrina tradicional católica, las autoridades políticas están ahí para que la justicia y el derecho rijan las sociedades y haya paz entre los ciudadanos. En ese sentido, la propuesta laicista de una situación de laicidad no hace otra cosa que generar disputas inevitables en el seno de las sociedades mismas, toda vez que existiendo múltiples credos, es más bien una fuente de disputa (si somos objetivos y concedemos que las creencias religiosas generan conductas particulares) que de armonía. Pero al sostener que el Estado debe, por lo menos, vigilar qué tan peligrosas podrían ser las creencias religiosas de los ciudadanos, no queremos decir que el Estado mismo deba imponer la fe católica. Sin embargo, en su poder reside la capacidad de prohibir algunos cultos que podrían poner en peligro al Estado mismo y en consecuencia, el equilibrio de la sociedad.  

El laicismo es una actitud en aquellos que desean establecer un estado ideal de laicidad donde la injerencia de las creencias religiosas quede recluida al espacio de lo privado. Pero desde su propia raíz, este movimiento no contempló el hecho mismo, de que todo sistema religioso nunca se vive en solitario, sino, por definición es un asunto público. En ese sentido, el Estado tiene la capacidad de prohibir aquellos cultos que podrían suponer un peligro para la estabilidad del Estado y de la sociedad. Por prudencia política, la observación de los credos que los ciudadanos viven públicamente se vuelve un asunto de importancia no menor, si consideramos que uno de los fines del Estado es la preservación de la paz social. Como de cosmovisiones religiosas se siguen distintas conductas, y muchas veces, algunas creencias no parecen ser razonables, es menester que haya limitaciones de cultos dentro de las sociedades.

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