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La Patria como elemento central de la identidad de todo hombre.

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Suena contradictorio decir, que la Patria la componen más los que ya no están que los que están. ¿Cómo? Por sentido común todo el mundo sabe que nadie viene a la existencia por sí mismo: es necesaria la unión de un hombre y de una mujer para que haya generación. Los primeros que se unieron fueron los primeros que comenzaron a rodar la rueda de la conservación de la especie. Antes de mí estuvieron mis padres, antes de ellos, mis abuelos; antes de ellos, mis bisabuelos… hay una larga e ininterrumpida sucesión de generaciones que me precedieron y que, probablemente, todas están enterradas bajo la tierra en la que actualmente camino.

Contra esto, los pensadores liberales modernos suelen considerarse ciudadanos del mundo; para ellos no hay fronteras pues cualquier individuo, haciendo uso de su libertad, puede elegir a qué lugar pertenecer. Se rompen las cadenas opresoras que sujetan a los hombres en un pequeño trozo de tierra. Una ingenuidad, por supuesto, dado que son los Estados los que tienen el poder suficiente como para negarle la entrada a un individuo, por ejemplo, que llegase de China a Inglaterra. Eso de que los hombres somos ciudadanos del mundo, ciudadanos cosmopolitas: no es más que una fantasía. Existe la Patria, existe una frontera que nos delimita, existe una porción de tierra que nos ha tocado, que no hemos pedido pero que es la que nos ha conformado el ser. Veamos.

Desde el punto de vista etimológico, con la palabra ‘patria’ queremos decir, ‘padre’, o bien, ‘patriarca’: cabeza de una familia. A su vez, la expresión Madre Patria nos encausa a la idea de nacer, algo que solamente ocurre cuando una mujer gesta en su vientre una nueva criatura y la trae al mundo. Dicho lo anterior, con la palabra Patria decimos, pues, una cosa: que tenemos padres. Y si hay padres, necesariamente hay hijos. Y si padres e hijos: una familia. En otras palabras, hay un tipo de vinculación genealógica expresado en el vocablo Patria con el cual queremos decir que los que se encuentran unidos por el vínculo del afecto son miembros de una familia de la que proceden y en la cual encuentran su origen e identidad. Por eso es que, cuando hablamos de la Patria, nos movemos en el ámbito de los afectos en donde encontramos el sentido de pertenencia y establecimiento de ciertos vínculos que unen a los padres con los hijos y a los hijos con los padres: lo que naturalmente constituye una familia.

Ahora bien, todos sabemos que cada familia es diferente o única a todas las demás, que en cada núcleo familiar se forja un modo de vida particular, que en ese hábitat existen ciertas conductas, hábitos, ritos, costumbres, vicios, creencias por las cuales se identifica a dicha familia: se forja una identidad común y reconocible. Este hecho es fundamental porque la Patria es la reunión de los hábitos, conductas, costumbres, vicios, ritos, creencias e ideas colectivos o comunes de esa ‘gran’ familia. De ahí que precisamente exista una identidad, por ejemplo, mexicana, colombiana, nicaragüense o norteamericana, pues al ser la Patria algo natural, tal y como sucede con cualquier familia humana, naturalmente se forja una manera de ser, de hacer, de tener y de vivir que es única y diferente a todas las demás. Donde sea que nos encontramos, no dejamos de reproducir con nuestras conductas, lo que aprendimos en el entorno que compartimos con nuestros compatriotas desde nuestra temprana edad. Por eso mismo, el ser de cada sujeto es, en pequeña escala, lo que es en grande eso que llamamos Patria, por mucho que haya quienes reniegan de su identidad.

Pero volvamos al enunciado que encabeza este artículo: la Patria la componen más los que ya no están que los que están. Dado que sería una profanación tener los restos físicos de nuestros antepasados en nuestras casas, lo que conservamos es la memoria de su paso por este mundo y por la tierra en la que hoy nos encontramos existiendo. La memoria de su paso se materializa en la lengua, la religión, las costumbres, los hábitos y hasta los vícios que nos dejaron como herencia. Sea para bien o para mal, no deja de ser un hecho irrefutable que nuestra vida actual e inmediata, es fruto de los hombres y mujeres que estuvieron de primero en nuestro lugar. Por eso es que los muertos viven todavía. Ellos, que pertenecen al pasado, se manifiestan  sin embargo en el presente por aquellos que hoy estamos agrupados en el suelo que anteriormente caminaron. Si se quiere, ellos están en nosotros y nosotros somos ellos. De ahí que el verdadero honor que la Patria se merece sea la veneración debida a nuestros mayores: a nuestros verdaderos Padres Fundadores. Aquellos que en el silencio de sus carpinterías o en la rudeza del campo con el sol de mediodia, tallaron la mesa o sembraron la semilla, pues ellos son los verdaderos arquitectos de nuestra Patria. Nosotros, en el presente disfrutamos de la herencia de su pasado que nos legaron en el oficio, en la costumbre, en la lengua o en la religión que profesamos. La Patria la mantienen viva los muertos que hoy yacen en la tierra que habitamos nosotros, los herederos de sus trabajos, de sus fatigas, de sus alegrías, de sus costumbres, de sus rezos o de sus cantos. Sin embargo, lo que es lamentable es el modo en que muchos políticos desfiguran la esencia del ser patriota con el afán de tender un puente a la discordia y a la enemistad entre los mismos hijos de la Patria. Los que traicionan a la Patria no son solamente los que entregan el país a los intereses políticos de las grandes potencias; son igualmente traidores aquellos que manipulan la memoria de los muertos que yacen en nuestros suelos para conquistar sus propios intereses mezquinos. De la calaña de estos últimos, nuestros países hispanoamericanos, tristemente, se encuentran invadidos: los políticos y burócratas encarnados en el Estado que desde sus puestos de privilegio hacen lo que sea por mantener su posición. Estos deberían estar desterrados por mancillar la memoria de aquellos que sí forjaron el país con el trabajo de sus propias manos…

San Agustín afirmaba con lúcido realismo lo siguiente: “La obligación de ayudarse mutuamente es igual para todos los hombres, pero como uno no puede servirlos a todos por igual, debe tratar de servir principalmente a aquellos que por lugar y tiempo están más unidos a nosotros.” Y como el deber más inmediato dispuesto por Dios en el Decálogo es la honra de los padres, para con la Patria, entonces, hay un deber análogo de justa veneración y respeto que contraen todos aquellos que se encuentran bajo el paraguas del mismo país, con los miembros actuales y pasados que conforman la familia mayor a la que todos estamos llamados a defender y hacerla progresar por medio del servicio que le podamos hacer a la Patria donde hemos nacido. También es justo que no sean los políticos los que se apoderen de la herencia que a nuestros antepasados les costó tanto trabajo acumular para nosotros. Hay que defender nuestra herencia de las garras de los políticos y burócratas rapaces: esa rapiña de carroñeros que se llenan la boca con discursos patriotas mientras que desbalijan las arcas del Estado para su propio beneficio.

En definitiva: “(…) la patria no se elige, se tiene por nacimiento (se pertenece), es la tradición, es lo que recibimos como herencia de nuestros antepasados, que lo labraron con grandes sacrificios y gozos y nos encomendaron dejarlo a nuestros sucesores para no cortar la cadena de la historia humana”.

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