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La música sacra

Ésta existe, sí. O existió, como se prefiera. Contrario a lo que puedan pensar o creer millones de bautizados hoy en día, acostumbrados a que “canciones católicas” y a que “canciones cristianas” se usen en los templos en las “celebraciones eucarísticas” o en los “servicios religiosos”, hubo durante muchos siglos obras musicales compuestas exclusivamente para las celebraciones litúrgicas, de formas rítmicas, melódicas y tonales absolutamente distintas de la música de la calle —llamada profana por contraposición (no-sagrada)—, y esas formas nacían del esfuerzo de artistas de primer orden que, además de buscar el honor, la honra y la exaltación de Dios, intentaban imprimir en sus obras la profunda comprensión de la majestad, la distancia, el esplendor, la santidad y la pureza de Dios. De allí que esas obras estén impregnadas y transmitan indefectiblemente una sensación de no mundanidad totalmente característica, que muchos espíritus sienten y nombran como “celestial” o “angelical”. Escúchese, por ejemplo, el Judas, mercator pessimus* de Tomás Luis de Victoria.

El canto gregoriano, quizás el mayor tesoro artístico de la historia humana, fue la musicalización de la oración común de los bautizados en su forma litúrgica. Es la primera música representada en signos, lo que la hizo transmisible entre generaciones sin necesidad de que el intérprete conociera cada obra singular. (¿Cuántos pocos cientos de personas conocerían a los Beatles si no fuera por la posibilidad de la grabación y la reproducción de sus canciones, que nadie puede cantar como ellos si no las escuchan previamente?). Nació en los primeros siglos de la era cristiana, y esa antigüedad hace difícil conocer completamente su historia, y solo tenemos unos cuantos datos que nos dicen relaciones, inspiración, uso, compilaciones y, claro está, el hecho indiscutible que nació de la oración común y adorante de las comunidades cristianas.

El Papa San Gregorio (llamado Gregorio Magno, primero con ese nombre entre los papas, que vivió entre el 540 y el 604), nada menos que uno de los cuatro Padres latinos de la Iglesia, tuvo tanto que ver con este tipo de música orante, que es por él que el canto llano usado desde antiguo fue usado cada vez más ampliamente en la liturgia de la Iglesia, y que como “gregoriano” se le empezara a conocer no mucho tiempo después. Su vigencia, desde los albores de la vida cristiana hasta 1968, año en que fue ejecutado por verdugos ladinos, debería decir algo a los bautizados de buena voluntad: ¿cómo es que, como por arte de hechicería, se expulsó hasta la pérdida de su memoria semejante tesoro de oración común? Escúchese en su forma solemne esta Salve, oración antiquísima entre los cristianos,

o el Salmo LI (Miserere), en que se usan tanto el gregoriano como la polifonía vocal de la baja edad media, y quizás se comprenda de qué hablo.

¿Cómo es que al mundo desacralizado de hoy se le ha negado la posibilidad de adorar a Dios y enriquecer su vida de unión con Él con este invaluable e irremplazable tesoro, que sucesores de Pedro y miles y miles de obispos, sacerdotes, religiosos, canónigos y laicos ilustrados había custodiado, aprovechado, conservado y transmitido durante tantos siglos, para gloria de Dios y de Su Santa Iglesia?

Es bien patente, siendo este desprecio una señal más, que esta desacralización del mundo se debe a la apostasía de la Luz dejada por el Señor, a la pérdida del sabor de la Sal preparada por Él en la cruz. Es por ese odio satánico a la Iglesia de Cristo y a todas sus riquezas que los hombres de hoy solo pueden enriquecerse espiritualmente con algunas de esas maravillas gracias a la reproducción técnico-mecánica de una parte de la vasta y rica tradición musical sagrada. Su auténtico uso está prácticamente extinto, y se las comercializa y usa como a obras de arte religioso de todo tipo preservadas en museos, como a catedrales destinadas para -y profanadas por- el turismo, o como a pinturas de inigualable valor artístico conservadas por coleccionistas; todo esto gracias al reconocimiento, tanto de expertos como de legos, de su innegable valor artístico.

música sacra
música sacra

John Dunstable, Guillaume Dufay, Josquin Desprez, Johannes Ockeghem, Cristóbal de Morales, John Taverner, Thomas Tallis, Andrea Gabrieli, Pierluigi de Palestrina, Orlando di Lasso, Tomás Luis de Victoria, Giovanni Gabrieli, Francisco Guerrero, Gregorio Allegri… son algunos de los nombres que todo bautizado debería conocer y admirar, personas con las cuales sentirse agradecidas, y no ser tan solo conocidos por amantes de la música, o por conocedores de la liturgia y de la tradición religiosa cristiana.

Todos estos compusieron obras de polifonía vocal destinadas al uso sagrado, gran parte de las cuales solo pueden conocerse en grabaciones de buena calidad. ¡Qué triste cosa! Como si hubiera aviones para que todo hombre pudiera volar privadamente de un continente a otro pero se los escondiera para que unos pocos se enriquecieran con ese servicio, o como si comida para que todo hombre satisficiera con abundancia y buena calidad su necesidad de alimentación pero toda ella fuera destruída y solo se repartiera poca, cara y mala.

No hay nombres de autores, en cambio, para los miles de cantos gregorianos. Como gran parte del arte pictórico que da tributo a Dios, que ennoblece, embellece y transmite la fe gráficamente en miles y miles de templos por todo el orbe cristiano, son anónimos.

Quizás esa característica sea la marca que indica que nació en más bella y mejor época que la del final del renacimiento, en que el hombre empezó a mirarse a sí mismo (hasta el odiosísimo espectáculo que las llamadas fotos selfies ofrece hoy, para deshonra y deshonor de este final de la historia).

El enorme conjunto de compositores de himnos, antífonas, secuencias, graduales, salmos, misas, introitos, etc., buscaba la gloria de Dios sin pensar en su propia gloria, en su reconocimiento o en su memoria. De allí que no haya nombres asociados, que yo sepa, a ninguna de las miles de composiciones de ese tipo, por lo menos que puedan conocerse en los libros litúrgicos en los que están recogidos para su destino natural: dirigirse a nuestro Creador, a nuestro Padre, a Su Hijo Santísimo, al Espíritu Santo, o a aquellos en quienes Su presencia brilla de modo especial.

Quizás alguno encuentre extraño que no mencione a algunos de los otros grandes compositores que dedicaron obras a la música religiosa: Bach, Händel, Beethoven, Mozart, Dvorak, Saint-Säens, Berlioz, Fauré, etc. Todos ellos compusieron música religiosa muy bella, sin duda de primer nivel artístico, pero muy lastimosamente la mayor parte de lo que hicieron no fue pensado como música sacra, música de ciertas características que hacen posible su uso en la liturgia. Todas ellas son obras para grandes coros acompañados por orquesta sinfónica, con características vocales propias de la música dramática, operática, del bel canto; todo esto tiene como efecto que esa música no solo sea inapropiada para el uso litúrgico, ya que no es “oración vocalizada”, por decirlo de algún modo, sino que además es de casi imposible ejecución: ¿cuántas iglesias cuentan con espacio suficiente en su coro** para albergar una orquesta sinfónica y un conjunto vocal de más de treinta personas?

Véase la Misa de Réquiem de Mozart, ejecutada en el bicentenario de su muerte, esta Misa Solemne de Beethoven, o este Te Deum de Héctor Berlioz, grabaciones en las cuales puede verse o comprenderse el aspecto del espacio al que me refiero y que esa música no se hizo propiamente para la liturgia que interpreta. Podrá ser música con contenido religioso, incluso que interpreta una liturgia específica, pero no es música sacra***.

Algunas de las composiciones más bellas y especiales dentro de la música sacra son los oficios de Semana Santa compuestos por Tomás Luis de Victoria, que pueden ser escuchados aquí y aquí,

y sus Tenebrae responsories (de los cuales hace parte el Judas, mercator… ya referido).

A todo el que desee empaparse interior y casi exteriormente del espíritu de oración y adoración a los que el verdadero espíritu cristiano conduce, que es el propio de la liturgia tradicional, y conocer hasta sentir la sacralidad propia de la liturgia católica, de la belleza que la unión con Dios produce en las almas y en sus obras, le recomiendo escuchar —ojalá en medio de la liturgia misma, pero cuando no sea posible valiéndose de los recursos hoy disponibles— cuantas Misae, Oficcium, Salve, Stabat Mater, Dies Irae, o Ave María que encuentre, en sus versiones gregorianas o de polifonía vocal de los autores mencionados.

He aquí una buena compilación que puede ser orientadora de la historia musical desde el momento en que los autores son conocidos.

* Notará el lector de estas líneas que cuantos ejemplos presento tienen algo en común: las obras referidas son interpretadas por fuera de la liturgia para las que fueron compuestas (excepción hecha del Requiem de Mozart). Además, son interpretadas en templos: los intérpretes saben que ése es el mejor sitio para ellas. Y justamente por reunir esas dos características constituyen un uso indebido de la obra, un modo de ejecución no querido por su creador. Y en el marco de la fe cristiana, constituyen un horrible sacrilegio, pues convierten la casa de Dios en sala de espectáculos, en teatro: hacen uso no sagrado de algo dedicado a Dios, por muy religiosa, bella e incluso sacra que sea la música.

** La palabra “Coro” refiere tanto al conjunto vocal como al espacio en que éste se ubica para cumplir con su ministerio. Es muy diciente y debería ayudarnos a comprender cómo Dios educó a Su pueblo en relación a ese aspecto del culto que le es debido: el espacio, no muy amplio, en que se canta a Dios, es humilde, oculto a los hombres, pero elevado para que lo que allí se hace realice debidamente la misión que tiene. Los músicos están en la parte de atrás del templo y así todos los fieles pueden escuchar el canto, siendo ésta una de las razones por las cuales está arriba, pero no la única: el director del coro debe poder seguir el desarrollo de la liturgia de tal modo que sabe cuándo debe cantar, etc. De este modo ni el director del coro, ni los cantantes, son vistos, y por eso no pueden buscar agradar sino a Dios; no se hacen a sí mismos protagonistas y no llaman la atención de ningún modo, evitando captarla para que todos la tengan en lo que deben: las acciones de honor a Dios.

*** Se podrá decir que es innegable que Bach, Mozart o Beethoven pensaban en que sus obras se acomodarían a la liturgia a la que ponían música, pero en ellos ya había operado una distorsión a la que no escaparon -a pesar de su grandiosa capacidad intelectual-: la que se operó tras la reforma protestante. Su música no es oración. Su música es bella, pero ya es protagonista, ya acapara la atención, ya no busca ser esclava de una letra, sino adornarla al modo en que se hace en las demás obras musicales. No quiero decir con esto que la intención de todos ellos no fuera buena, incluso santa: no lo sé. Lo que se quiere decir es que todos ellos ya carecían de algo: del espíritu católico.

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