Actualidad

La crisis de la Iglesia Católica, hoy.

Vaticano rayo

La historia dos veces milenaria de la Iglesia ha tenido que enfrentar tiempos muy duros tanto desde sus propias entrañas como de lo que provenía del exterior. Uno de los ejemplos más graves y representativos de la primera situación, fue la del problema teológico que tuvo que enfrentar en el siglo IV con la herejía arriana. Ejemplo del segundo caso, las invasiones de los pueblos bárbaros que llegaban a destruir lo que encontraban a su paso, incluyendo las edificaciones cristianas. Y es que esta ha sido la constante de la Iglesia: verse marcada en cada época por alguna situación que la ha puesto en peligro de extinción.

Cada período de la historia eclesiástica ha tenido sus propias características. Cada problema que ha tenido que enfrentar se diferencia por algún rasgo particular contra el que ha tenido que bregar. Hoy, sin embargo, parece que no todos están de acuerdo con lo que pasa en la Iglesia. Unos dicen que se encuentra sumida en una crisis. Otros, en cambio, sostienen que vivimos en una primavera eclesial, que nunca como hoy la Iglesia ha sido tan bien acogida por el mundo, gracias a que, en lugar de lanzar anatemas, ha tendido puentes. Por mi parte, yo me uno a los que sostienen la existencia de una Iglesia sumergida en una crisis.

Pero, ¿Cuál es la característica propia de la crisis de hoy? A mi modo de ver, y como tesis de este escrito, planteo lo siguiente: se ha dejado de ejercitar el remedio saludable contra los errores y en su lugar tenemos que, en la teoría, se ha admitido el error y en la práctica, se ha asumido. Una situación de esta envergadura, supondría una crisis profundamente grave y altamente peligrosa para la Iglesia Católica de hoy, pues como intentaré mostrar, en la actualidad, cada vez se es más condescendiente con lo que antes era impensable condescender. Así, pues, a lo largo de este «intento de ensayar un ensayo», como alguna vez dijera Chesterton; expondré cuáles han sido los remedios contra el error que se han dejado de ejercitar y luego presentaré evidencias que respalden la idea central de este artículo.

Conservar la doctrina revelada

Entrado el siglo IV, como después del sopor de una noche de mal sueño, el mundo cristiano se despertó sumido en la primera gran crisis teológica de su historia: el arrianismo. Arrio es uno de los primeros negadores de la Trinidad y de la divinidad de Jesucristo. En esencia, el pensamiento herético del presbítero puede resumirse en estos seis puntos:

  1. El Verbo no es eterno ya que hubo un tiempo en que no existía;
  2. El Verbo no existía antes de ser engendrado;
  3. Fue hecho de la nada;
  4. No es de la misma sustancia o esencia que el padre;
  5. Es una criatura;
  6. Posee una naturaleza mudable, y, en virtud del libre albedrío, es capaz del bien y del mal.

En aquellos tiempos, por supuesto, tampoco faltaron los reaccionarios fanáticos (como se les dice a los que tienen algo de sentido común), que defendieron la doctrina ortodoxa sostenida por el mundo en el que se abría paso el cristianismo. Uno de los grandes campeones de la rectitud doctrinal fue San Atanasio. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de hombres como el que acabamos de mencionar, la herejía arriana se expandió con gran fuerza y vigor no solo en las altas esferas eclesiásticas si no también, entre la gente de a pie; campesinos y artesanos cristianos se vieron contaminados por el pensamiento de aquel presbítero descarriado. En esas circunstancias ¿Qué es lo que la Iglesia tenía que hacer?

Dice Nuestro Señor Jesucristo en el evangelio según San Mateo: «id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del  Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado». Nuestro Señor delegó a sus Apóstoles la misión de conservar su enseñanza, y les dotó de la autoridad suficiente para aclarar, corregir y determinar qué es de origen divino revelado y qué cosas no lo son. Esta capacidad magisterial es lo que ha preservado la Verdad de las contaminaciones heterodoxas o abiertamente heréticas. En otras palabras, es lo que ha hecho que las malas ideas ni se propaguen ni se admitan ni se asuman en la Iglesia Católica.

El fruto de este esfuerzo por preservar la enseñanza verdadera y la práctica correcta de las doctrinas reveladas, lo encontramos en el desarrollo del primer concilio ecuménico de la historia: Nicea. Aquí no se inventa ninguna doctrina, solamente se afirma lo que ya estaba claro que era de origen divino y que había sido enseñado por Jesucristo, por sus Apóstoles y por los Obispos, sus legítimos sucesores en esa larga cadena indestructible de enseñanza llamada: Tradición Católica. Pero no solo se afirma la verdad, también se condena el error y se imponen medidas disciplinarias para enderezar al que anda torcido, pues la Iglesia no quiere la perdición de nadie si no, su eterna salvación. Ese siempre ha sido el remedio para curar la enfermedad producida por las ideas deformadas que trastocaban la Revelación y que ponían en peligro la vida del alma.

Así, cada vez que la Fe Católica y las costumbres se encontraban siendo asechadas por aquellas ideas nocivas para las almas, en la historiografía eclesiástica se constata esta práctica y los frutos buenos que se derivaron de ella. 1. Se afirma la verdad, 2. Se condena el error y 3. Se imponen medidas para aliviar el malestar generado por la astucia de aquellos que pretendían minar el Depósito Sagrado de la Fe Católica. El último gran ejemplo de este procedimiento lo encontramos en el Concilio de Trento en contra de la Revolución protestante ocurrida allá por el siglo XVI. No digamos ya el Primer Concilio Vaticano donde se definen doctrinas muy importantes para el mantenimiento de la unidad de la Iglesia Católica en el mundo contemporáneo.

El núcleo de los problemas

Ahora bien, llegados al siglo XX, a pesar de que proliferaban ideas heterodoxas o heréticas, la Iglesia no las consentía y quizás, el último gran pronunciamiento magisterial en contra de las doctrinas falsas, lo encontramos en la encíclica de San Pío X; Pascendi. Este documento reafirma la doctrina católica, condena el error e impone medidas para impedir la propagación de la falsedad. También Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, y Juan XXIII hicieron lo propio para contener el error aunque no del modo en cómo San Pío X lo realizó. Estamos a mediados de siglo, próximos a lo que ocurriría unos años más: El Concilio Vaticano II.

Más que pretender un análisis de los documentos conciliares (que aquí no es el propósito), nos vamos a enfocar, particularmente, en la intención de Juan XXIII, el Pontífice que convocó el Concilio, intención que evidenció en el discurso de apertura del cual citaré los siguientes pasajes claves:

            El gesto del más reciente y humilde sucesor de San Pedro, que os habla, al convocar esta solemnísima asamblea, se ha propuesto afirmar, una vez más, la continuidad del Magisterio Eclesiástico, para presentarlo de forma excepcional a todos los hombres de nuestro tiempo, teniendo en cuenta las desviaciones, las exigencias y las circunstancias de la edad contemporánea.

El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz.

(…) todos los hombres, considerados tanto individual como socialmente, tienen el deber de tender sin tregua, durante toda su vida, a la consecución de los bienes celestiales; y el de usar, llevados por ese fin, de todos los bienes terrenales, sin que su empleo sirva de perjuicio a la felicidad eterna.

(…) para que tal doctrina alcance a las múltiples estructuras de la actividad humana, que atañen a los individuos, a las familias y a la vida social, ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico.

Después de esto, ya está claro lo que se espera del concilio, en todo cuanto a doctrina se refiere. Es decir, el Concilio Ecuménico XXI (…) quiere transmitir pura e íntegra, sin atenuaciones ni deformaciones, la doctrina que durante veinte siglos, a pesar de dificultades y de luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres (…).

(…) de la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y precisión, tal y como resplandecen principalmente en las actas conciliares de Trento y del Vaticano I, el espíritu cristiano y católico del mundo entero espera que se dé un paso adelante hacia la penetración doctrinal y a una formación de las consciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del depositum fidei, y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta (…) ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral.

Así, pues, la intención original del Papa era evidente: afirmar la Verdad Católica y exponerla al entendimiento del hombre moderno para que este se adhiriera a dicha enseñanza. Sin embargo y he aquí la paradoja, ya que al mismo tiempo que encontramos este buen deseo, en las mismas palabras de Juan XXIII encontraremos lo que creo, fue el germen de todo lo que vino después: no combatir el error. Sigamos escuchando (leyendo) al Pontífice:

            Vemos, en efecto, al pasar de un tiempo a otro, cómo las opiniones de los hombres se suceden excluyéndose mutuamente y cómo los errores, luego de nacer, se desvanecen como la niebla ante el sol.

Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar el remedio de la misericordia más que de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas. No es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos, singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y a su ley (…).

Si he de ponerle un adjetivo a estas palabras, no encuentro otro más que el de ingenuidad. No condenar el error es como prescribir analgésicos en un momento en lo que se necesita es de una operación quirúrgica para remover la causa de dolor. A mi modo de entender, esto es lo que abrió las puertas a todo lo que ha venido después del Concilio Vaticano II.

Los primeros errores

Los primeros frutos de esta ausencia de severidad contra los errores por parte del Magisterio, los vamos a encontrar en Holanda. El P. Edward Schillebeeckx, asesor del episcopado holandés durante el concilio, fue uno de los gestores del Catecismo de Holanda (1966), y del Concilio pastoral de Holanda, documento (el catecismo) que ya contenía, muchos de los grandes errores condenados por los Papas anteriores.  A este respecto Pablo VI estableció una comisión para que se investigara lo que muchos católicos holandeses habían denunciado como doctrina ajena a la enseñanza católica.

Como cita el P. José María Iraburu en un artículo aparecido en InfoCatólica,

            «Los errores y ambigüedades señalados por la Comisión versaban sobre: existencia de ángeles y demonios, creación inmediata del alma, pecado original, Adán y Eva, poligenismo, concepción virginal de Jesús, virginidad perpetua de María, satisfacción expiatoria ofrecida por Cristo en la cruz, perpetuación del sacrificio de la Eucaristía, real Presencia eucarística, transubstanciación, infalibilidad de la Iglesia, sacerdocio ministerial y sacerdocio común, autoridad de la Iglesia, Primado romano, conocimiento de la Trinidad, conciencia divina de Jesús, bautismo, sacramento de la penitencia, milagros, muerte y resurrección, juicio y purgatorio, universalidad de las leyes morales, indisolubilidad del matrimonio, regulación de los nacimientos, pecados graves y leves, estado matrimonial (…) estos mismos errores y ambigüedades continuaron afirmándose en el Concilio pastoral holandés». 

A ojo de buen cubero, fácilmente nos damos cuenta que lo intentado por  Schillebeeckx en el Catecismo holandés, es una destrucción de las doctrinas fundamentales de la Tradición Católica. Pero, a pesar de que la misma Congregación para la doctrina de la Fe se pronunció formalmente y el mismo Pablo VI condenó los errores (irónicamente), no hubo una imposición disciplinaria correctiva que fuese percibida como la asistencia de la Iglesia para salvaguardar la Verdad y prevenir a los católicos fieles del error que pone en riesgo la salvación de sus almas.

Aún en las primeras décadas después del Concilio, con la proliferación masiva de nuevos errores (“teología de la liberación, por ejemplo), el Magisterio de Pablo VI, Juan Pablo II y la Congregación para la Doctrina de la Fe, se pronunciaron para afirmar la verdad católica. Pero, nuevamente, estaremos en presencia de una contradicción. El 27 de octubre de 1986, el Papa Wojtyla, convocó la primera Jornada de oración por la paz; una reunión que congregaba a los líderes de las grandes religiones del mundo. Sin embargo, la pregunta que todo fiel católico con un poco de formación se haría es la siguiente: ¿Exactamente, a qué Dios le estaban rezando? Si, como ha enseñado el Magisterio y la Tradición; que la Iglesia Católica y el Cristianismo es la religión verdadera, por lógica, ¿No son falsas las demás religiones?

Un encuentro como este, estaba asumiendo en la práctica, que todas las religiones son iguales y como suponiendo que en la oración se estaban dirigiendo a un mismo Dios, cosa que no es posible ¿No es esto en sí mismo, un enorme problema? ¿Es el Cristianismo o no es la vera religio? Si lo es, entonces ¿Cómo se presta la Iglesia a compartir escenario con deidades paganas e ídolos? Si el cristianismo no es la religión verdadera ¿No hemos sido engañados durante dos siglos creyendo que militábamos la religión de nuestros padres, la religión verdadera? Las preguntas pueden ir en aumento, pero creo que ya nos podemos dar cuenta que dichos encuentros religiosos son la fuente de las polémicas y confusiones actuales ya que esos encuentros interreligiosos se siguen realizando hasta el día de hoy.

Admitir y asumir

El 12 de marzo del año 2000, en el Jubileo de la misericordia, convocado por Juan Pablo II, se llevó a cabo la «histórica» petición de perdón por las supuestas culpas de los cristianos que nos precedieron. A raíz de la iniciativa la Comisión teológica internacional, elaboró un documento titulado Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado. El objetivo de ese texto era reflexionar acerca de la validez histórica y la posibilidad teológica de la petición de perdón que estaba por realizar Juan Pablo II. El documento es largo y hasta cierto punto, tedioso en la búsqueda de argumentos que validaran histórica y teológicamente la pretensión del Papa. Después de mucho texto en lo que a la parte teológica se refiere, el documento dice literalmente en la conclusión:

 De todo lo dicho se puede concluir que la llamada dirigida por Juan Pablo II a la Iglesia para que caracterice el año jubilar con una admisión de culpa por todos los sufrimientos y las ofensas de que se han hecho responsables en el pasado sus hijos, así como la praxis unida a ello, no encuentra una verificación unívoca en el testimonio bíblico.

No obstante, el documento hace un considerable esfuerzo por invocar textos bíblicos que sugieran que es posible la petición de perdón. Pero a mi modo de ver, se retuercen las citas bíblicas para que digan lo que no pueden decir. Lo que el documento sí deja en claro son dos cosas de gran relevancia. Que los pecados son personales y que los cristianos deben perdonar al que los ofendió. No se dice que sea al revés. Aún con esto, el argumento fue decir que del mal proceder de los hijos de la Iglesia, la Iglesia se hacía cargo.

A mi parecer; aquí está el problema. ¿Se pretende usar el mal testimonio de los cristianos en particular, para decir con ello que la Iglesia como institución en general, tiene deudas históricas que saldar? No hay modo de que uno cosa conlleve a la otra. Esta idea de una Iglesia culpable es de la misma categoría que la de los revolucionarios protestantes: por dieciséis siglos la Iglesia se corrompió. Pero eso pone en entredicho la acción del Espíritu Santo ya que la Iglesia como institución divina es inmaculada y no es posible adjudicarle culpas, puesto que el mal testimonio de los cristianos no anula la santidad de la Iglesia como institución porque Jesucristo es su fundador y siendo Dios, no puede fallar.

Pero si lo anterior supone un problema serio, ahora veamos otros casos igual de escandalosos que el anterior. Comencemos con este. El 21 de junio del año 2021, el Papa Francisco envió una carta de felicitación a uno de los jesuitas estadounidenses más populares de la actualidad: James Martin. En una de las líneas de la carta de Francisco se lee: «(…) quiero agradecerte tu celo pastoral y tu capacidad de estar cercano a las personas, con esa cercanía que tenía Jesús y que refleja la cercanía de Dios».  Y más abajo se lee: «El “estilo” de Dios tiene tres rasgos: cercanía, compasión y ternura. Así se acerca a cada uno de nosotros».

Pero lo que viene a continuación es lo más significativo: «Pensando en tu trabajo pastoral veo que tú buscas continuamente imitar este estilo de Dios. Sos sacerdote para todos y todas, así como Dios es Padre de todos y todas. Rezo por vos para que sigas siendo cercano, compasivo y con mucha ternura ».

Todo bien, todo bonito, todo ameno, todo un poeta. Pero el problema es que James Martin tiene como objeto de su “trabajo pastoral” al movimiento LGBT. Y no es como para decirles que cambien su vida, que se arrepientan, que vivan de acuerdo a la enseñanza católica. Si fuera eso, creo que todos los felicitaríamos. El mentado sacerdote escribió un libro titulado Tender un puente. Cómo la Iglesia Católica y la comunidad LGBTI pueden entablar una relación de respeto, compasión y sensibilidad. En la introducción a la edición revisada y aumentada de su libro dice unas cosas poderosamente sugestivas y que, para ser francos, no hace falta la lectura del libro completo. Por favor, preste mucha atención el lector, a lo que ahora voy a transcribir. Leemos:

            Desde que se publicó la primera edición de Building a Bridge, he tenido la fortuna y la oportunidad de hablar  en numerosas parroquias, facultades, casas de retiro y congresos, así como con muchas personas LGBTI’, con sus padres y madres, con sus hermanos y hermanas, con sus amigos y vecinos. Muchos de estos encuentros han sido para mí profundamente emotivos, porque muchas personas han compartido conmigo sus historias personales: historias de sufrimiento y de lucha, de perseverancia y esperanza, de dudas y de fe.

En cada uno de esos encuentros he aprendido algo nuevo.

Al mismo tiempo, he hablado también con cardenales, obispos, sacerdotes y otros dirigentes eclesiásticos, incluidos agentes de pastoral y colaboradores parroquiales laicos, acerca de su reacción al leer el libro. Todas estas conversaciones, así como recensiones del libro, cartas de lectores y mensajes recibidos a través de las redes sociales, me han animado a ampliar el libro con las ideas que he ido incorporando a lo largo del camino. Permítaseme mencionar cinco ideas concretas que me han resultado de gran ayuda.

La primera-, poco después de la publicación del libro, constaté algo que tal vez no sorprenda a algunos lectores. Que el ministerio con las personas lgbti no es simplemente para un número relativamente pequeño de católicos que son lgbti, sino para un grupo mucho más numeroso.

En principio, el libro iba dirigido a dos clases de público: católicos LGBTI y funcionarios eclesiásticos. Pero después de casi todas las charlas, conferencias o retiros, había personas que me decían cosas como estas: «Mi hija es lesbiana y no ha pisado la iglesia en muchos años, y estoy deseando regalarle su libro». Eran especialmente padres y madres quienes se me acercaban para contarme sus respectivas historias, que casi siempre eran edificantes y sumamente instructivas. Además, he escuchado a abuelas y abuelos, tías y tíos, hermanas y hermanos, sobrinas y sobrinos, así como a vecinos, amigos, compañeros de vivienda o de trabajo, etcétera, etcétera.

Por consiguiente, muchas más personas de lo que yo había supuesto se ven afectadas por este asunto. Y el número de las mismas no para de crecer. Cuantos más católicos no se sienten incómodos hablando de su sexualidad e identidad, tanto mayor es el número de familias católicas que se sienten afectadas por temas de lgbti. Y cuantas más familias acuden esperanzadas a sus parroquias, tanto mayor es el número de sacerdotes y agentes de pastoral que se sienten igualmente afectados, al igual que el número de obispos y de responsables diocesanos. Así, poco a poco, la Iglesia entera se siente afectada por el asunto. Lo primero que constaté, pues, fue que el ministerio con los católicos lgbti es un ministerio no solo dirigido a esas personas, sino a toda la Iglesia. Y cada vez más. Así mismo, aunque este libro ha sido escrito ante todo para católicos, albergo la esperanza de que muestre ser  útil también para todos los cristianos que tratan de acoger a las personas lgbti en sus iglesias.

La segunda-, constaté también que debía ser más claro acerca de un tema muy concreto, a saber, en quién recae la responsabilidad de «tender el puente». La primera edición de este libro lo daba a entender indirectamente, aunque no de un modo directo, porque pensaba yo que era obvio. Permítaseme, pues, decirlo con mayor claridad: a la iglesia institucional le compete la principal responsabilidad del ministerio del diálogo y la reconciliación, porque es la iglesia institucional la que ha hecho sentirse marginados a los católicos lgbti, y no al revés. Es cierto que determinadas acciones públicas de algunos grupos lgbti han apuntado directamente a la iglesia institucional y han provocado fuertes reacciones; pero, si hablamos de marginación, es al clero y a otros eclesiásticos a quienes compete la responsabilidad.

La tercera-, algunos lectores se preguntaban por qué había dejado de tratar dos cosas en el libro, a saber: a) la doctrina de la iglesia sobre las relaciones y el matrimonio entre personas del mismo sexo; y b) la crisis padecida en la iglesia en relación con los abusos sexuales. A este último tema -los abusos sexuales- me referí únicamente de soslayo en la primera edición. Algunos me han preguntado por qué no abordé el tema en profundidad, dado que era una importante razón por la que muchas personas lgbti habían abandonado la iglesia, sobre todo porque tenían la sensación de que algunos de sus dirigentes mostraban su hipocresía al criticar la actividad sexual lgbti a la vez que se mostraban más comprensivos con los abusos sexuales por parte del clero. (En la primera edición, al igual que en esta, cito a un hombre gay que manifiesta este sentimiento). Tal sensación, naturalmente, es compartida también por muchas personas heterosexuales. Pero no traté intencionadamente sobre la crisis de los abusos del clero y los delitos de abusos sexuales, y no porque tuviera miedo de abordar el tema (he escrito sobre él en otros lugares), sino porque un tema tan fundamental merecía un tratamiento más amplio que el que permite un pequeño libro. No quise abordarlo porque merece un tratamiento exhaustivo que excede la finalidad de este libro.

El no haber tratado extensamente sobre las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo fue también algo pretendido, porque la postura de la Iglesia Católica al respecto está muy clara: tales relaciones no pueden permitirse. Al mismo tiempo, la postura de la comunidad católica LGBTI es igualmente clara: las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo forman parte de sus vidas. (Me refiero a la mayoría de los católicos lgbti, no al número relativamente escaso de los mismos que piensan de otra manera). Teológicamente hablando, pude decirse que esta doctrina no ha sido «recibida» por la comunidad católica LGBTI, a la que iba fundamentalmente dirigida. Por eso decidí a propósito no tratar el asunto en absoluto, dado que se trata de un terreno en el que ambas partes están, simplemente, excesivamente distanciadas.  Lo mismo puede decirse del matrimonio entre personas del mismo sexo: es un tema en el que la iglesia institucional y la mayoría de la comunidad lgbti se muestran demasiado distantes. En la presente edición, me atengo expresamente a la doctrina del Catecismo sobre la sexualidad lgbti (y, más concretamente, sobre la homosexualidad); pero, una vez más, no entro en un estudio a fondo, porque prefiero hacerlo en aquellas áreas en las que es más posible que exista una cierta coincidencia. Igualmente, tampoco es este libro un tratado de teología moral ni una reflexión sobre la moralidad sexual de las personas lgbti. Yo no soy un teólogo moral. Además, no todo tiene que ver con el sexo. Este es, ante todo, un libro acerca del diálogo y la oración.

La cuarta: me gustaría abordar la cuestión del odio. Mientras que la inmensa mayoría de los lectores -en especial personas lgbti y sus familiares- han expresado, a veces con profunda emoción, su agradecimiento por el libro, este desencadenó en algunos sectores de la iglesia un verdadero torrente de odio. La mayoría de las expresiones de intolerancia aparecieron en medios de comunicación, pero también en otros ámbitos pude comprobar cómo la mera idea de acoger a personas lgbti daba origen a los comentarios más homófobos y rebosantes de odio que pueda imaginarse. Naturalmente, yo ya me esperaba que el libro iba a suscitar críticas, pero la intensidad del odio me pilló por sorpresa. En general, pude anticipar cuáles serían las reacciones críticas más razonadas; algunos católicos lgbti dirían que me había quedado demasiado corto; algunos obispos y otros eclesiásticos dirían que había ido demasiado lejos. Tal es la naturaleza del diálogo y de la invitación a la gente a conversar… encima del puente, si se quiere. Gran parte de las críticas y del debate ha sido útil, constructiva y desafiante en el mejor de los sentidos. Y, personalmente, he aprendido mucho de quienes se han mostrado críticos conmigo. Muchas de sus preguntas me han orientado a la hora de redactar esta nueva edición.

Algunas de las críticas, sin embargo, no han sido ni útiles ni constructivas: en ocasiones, como ya he dicho, han rezumado odio. Lo cual sirve de vivido recordatorio de hasta qué punto la homofobia sigue campando a sus anchas en la iglesia y en la sociedad, así como de lo traicioneras que pueden ser las aguas que fluyen bajo el puente. A veces resultaba difícil estar al tanto de los ataques que se producen online’, pero los comentarios rebosantes de odio y los ataques personales quedaban en su debida perspectiva después de unos cuantos minutos con personas lgbti y sus familiares. Tan solo unas pocas lágrimas de un católico lgbti compensaban con creces todo un océano de furibundos ataques.

¿De dónde proviene tanta ira? De diversos orígenes.

Yo sugeriría los siguientes:

a). Miedo a la persona lgbti como el «otro», el que es visto como diferente y cuya diferencia se considera una amenaza. Esto es auténtica «homofobia», es decir, miedo real a la persona lgbti.

b). Odio a la persona lgbti como el «otro». Lo cual ilustra la manera más coloquial de emplear el término «homofobia»: no como miedo, sino como odio. Un odio que a veces se convierte en búsqueda del chivo expiatorio, donde la persona lgbti es vista, ante todo y exclusivamente, a través de la lente del pecado, siendo así que, de hecho, todos somos pecadores.

C. Asco o aversión a la mera idea de las relaciones o incluso la atracción entre personas del mismo sexo, lo cual lleva en ocasiones a odiar a la persona LGBTI.

Estas tres razones precedentes (miedo, odio y asco) frecuentemente conducen no solo a la ira, sino a un tipo de bullying de patio de colegio (insultos, denigración personal e incluso amenazas de emplear la violencia).

d) Temor a que cualquier intento de «tender un puente», de escuchar las experiencias de personas anteriormente consideradas como «otros», o de animar a la gente a reflexionar sobre un nuevo modo de praxis eclesial equivalga a propugnar un cambio radical en la doctrina de la iglesia. No se trata, por supuesto, sino de desacuerdo con la idea de tender puentes, que a veces se solidifica en abierta oposición y, en ocasiones, se transforma en auténtica furia. A tal fin, es importante que los lectores católicos sepan que este libro cuenta con la aprobación eclesiástica de mi superior jesuita. Es decir, como ocurre con todos los libros publicados por jesuitas, el manuscrito fue revisado por el Censor Librorum (el censor de libros) de mi provincia jesuítica y, posteriormente, recibió la aprobación oficial para su publicación por parte de mi Superior Provincial jesuita. También ha sido respaldado por varios cardenales, arzobispos y obispos. De modo que todo en este libro arranca de los Evangelios, se basa en el Catecismo de la Iglesia Católica y entra perfectamente dentro de la doctrina de la iglesia

e) Temor a que acoger a esas personas marginadas es lo que Jesús habría querido. En este caso, el temor -habitualmente propio de personas que conocen bien los evangelios- no es que acoger a esas personas consideradas como «otros» sea malo, sino, más bien, que es precisamente lo que hizo Jesús. Aunque es fácil oponerse, por ejemplo, al matrimonio entre personas del mismo sexo porque va en contra de la visión tradicional del matrimonio, es más difícil argüir que Jesús no acogió a las personas marginadas. La frustración proviene del reconocimiento de que la inclusión de las personas lgbti es totalmente coherente con la práctica de Jesús de incluir a los marginados. Esta discordancia cognitiva entre oponerse a las personas marginadas y saber que Jesús las acogía puede causar irritación a algunos, que a la vez se debaten con una virulenta tensión interior.

f) Incomodidad con la propia sexualidad. Desde que se publicó el libro por primera vez, he podido hablar con numerosos amigos psicólogos y psiquiatras, y todos ellos apuntan a este como uno de los más importantes factores a la hora de explicar esa intensa indignación. La sexualidad humana es compleja, y todos nosotros, según los psiquiatras y los psicólogos, nos encontramos dentro de una especie de abanico en lo referente al sexo hacia el que nos sentimos atraídos. Algunos de entre nosotros se sienten incómodos a este respecto, y por eso temas como el de la homosexualidad les aterra, porque les obliga a hacer frente a una serie de sentimientos un tanto complicados. Lo más fácil es dirigir dicho terror hacia fuera, pudiendo adoptar la forma de indignación.

Por lo general, sin embargo, no me he sentido excesivamente molesto por el enfurecimiento, las invectivase incluso los ataques personales de que he sido objeto, porque el libro fue pensado con la idea de entablar un diálogo, no con la pretensión de ser la última palabra sobre el asunto. Los ataques han servido, además, a una importante finalidad: recordarme a mí mismo por qué era importante abogar en favor de los católicos lgbti que anhelan encontrar un lugar en su iglesia.

La quinta nota -y, con mucho, la más importante-: yo mismo había subestimado el deseo de diálogo en tomo a los católicos lgbti en el interior mismo de la iglesia. Una de las primeras charlas que pronuncié después de la publicación del libro tuvo lugar en la iglesia de Santa Cecilia, en Boston -una parroquia muy conocida por acoger a personas lgbti-, ante unas setecientas personas que llenaban la iglesia en una noche de diario.

El número de asistentes me impresionó. Por entonces, transcurridos tan solo unos meses desde que había escrito el libro, yo estaba, como era de esperar, tan metido de lleno en el asunto que el libro me parecía bastante moderado. Pero ver la iglesia abarrotada me hizo caer en la cuenta de que para muchas personas se trataba de algo totalmente nuevo. A muchos católicos, ver y escuchar a un sacerdote hablando de estos temas les suscitaba profundas reacciones emocionales. Los jóvenes LGBTI me abrazaban; los padres y abuelos de niños lgbti lloraban; y la gente en general me decía -en términos muy convincentes que incluso yo podría haber previsto- lo agradecida que se sentía.

Un amigo gay lo reflejaba en un correo electrónico que me envió después de una de estas charlas: «Sospecho que una de las razones por las que este tema tiene tanto eco entre muchos católicos es porque un sacerdote habla de él. Habitualmente, la mayoría de ellos solo escuchan a los curas los domingos. Por eso, cuando se trata de temas LGBTI y del clero, la mayoría de los católicos únicamente escuchan las voces negativas, que se hacen oír mucho más o que son destacadas por los medios de comunicación. Ver a un cura diciendo las cosas que tú dices constituye una especie de elocuente contra-relato. Tener a un miembro del clero que habla positivamente acerca de las personas lgbti es algo nuevo e impactante a la vez». Lo cual, probablemente, es cierto. Pero es igualmente probable que esas reacciones no tengan simplemente que ver con el hecho de escuchar a un sacerdote decir tales cosas, ni tampoco con el libro (porque muchos de ellos todavía no lo han leído), sino que tienen que ver con algo aún más profundo; con el simple deseo de debatir abiertamente acerca de este asunto, sobre el que durante mucho tiempo únicamente se había cuchicheado. Yo he recordado muchas veces las palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a plena luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados» (10,27). Esto se vio confirmado una y otra vez. Unas semanas más tarde, en la iglesia de San Juan Apóstol, en Nueva York, pronuncié una charla a última hora de la tarde.

No solo había hablado sobre el mismo tema poco antes en la misma iglesia, sino que, además, la parroquia era bien conocida por su dinámico programa de compromiso con los LGBTI. Consiguientemente, pensaba que no acudiría mucha gente. Pero, una vez más, asistieron tantas personas que muchas tuvieron que permanecer de pie, y la charla excedió con mucho el tiempo previsto, porque había muchas preguntas que responder. No mucho después, hablé en la Universidad Villanova, en las afueras de Filadelfia. Una vez más, di por supuesto que, en una universidad católica ubicada en una zona privilegiada del país, el debate sería superfino. Pero, de nuevo, más de setecientas personas -alumnos, padres y gente de la zona- llenaron el recinto hasta los topes. Después de ambos eventos, hubo asistentes que esperaron hasta dos horas para compartir conmigo sus respectivas historias, a veces profundamente emocionados. Todas aquellas ocasiones fueron para mí otros tantos recordatorios de la necesidad del debate, incluso allí donde el tema parece ser de sobra «conocido». Una de las últimas preguntas que me hicieron en la iglesia de San Pablo fue: « ¿Qué podemos hacer ahora?». Hay un profundo y evidente deseo de que se tiendan puentes en nuestra iglesia.

Finalmente, este libro no pretende dar lugar a una discusión, a una polémica o a un debate, sino que es una invitación al diálogo y a la oración, y luego a un ministerio que hunde sus raíces en Jesucristo. Todo ministro cristiano esta enraizado en Jesús; pero llegar a quienes se sienten marginados significa seguir a Jesús más de cerca. Porque esta fue una de sus principales tareas, y por eso mismo debe serlo también para la iglesia. Por eso mismo, me siento dichoso de poder proseguir mi ministerio con esta nueva edición revisada y ampliada. Ojalá lleve a que se prolongue el diálogo, se tiendan puentes y crezca el espíritu de respeto, compasión y sensibilidad.

Sepa disculpar el lector haber puesto toda la introducción. Pero ciertamente, consideré que por sí misma, representa a pies juntillas lo que he tratado de argumentar en este artículo. Si un sujeto como James Martin es bien recibido en parroquias, universidades, centros de retiro y oración para llevar todo el arsenal de “argumentos” a favor de los que él llama “católicos lgbti”, y que ni su propio obispo le haya dicho absolutamente nada, y que su superior jesuita le haya dado el visto bueno y que hasta el Papa lo felicite, definitivamente no veo mejor ejemplo para sostener cómo la Iglesia contemporánea y desde las esferas más altas ha admitido todos los errores de este sacerdote jesuita y poco a poco va “abriéndose” a su recepción, es decir, admitir en la práctica los dislates de James Martin y toda la ideología progresista que este pretende implantar en la Iglesia y con el visto bueno del Vaticano. 

Vale la pena sintetizar lo que, institucionalmente, a este jesuita se le ha justificado sin que haya por ello, pena que sirva de correctivo, ni por su obispo ni mucho menos por Roma:

(…) es importante que los lectores católicos sepan que este libro cuenta con la aprobación eclesiástica de mi superior jesuita. Es decir, como ocurre con todos los libros publicados por jesuitas, el manuscrito fue revisado por el Censor Librorum (el censor de libros) de mi provincia jesuítica y, posteriormente, recibió la aprobación oficial para su publicación por parte de mi Superior Provincial jesuita. También ha sido respaldado por varios cardenales, arzobispos y obispos. De modo que todo en este libro arranca de los Evangelios, se basa en el Catecismo de la Iglesia Católica y entra perfectamente dentro de la doctrina de la iglesia.

Sigamos. El Papa Francisco visitó Bolivia en el año 2015. En el discurso emitido en el II Encuentro mundial de los Movimientos Populares, dijo muchas, pero muchas cosas que dan para varios ensayos y artículos. He aquí lo que quiero citar:

Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados. Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a privar a los países pobres del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de justicia (…).

Y aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que, cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la Iglesia. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal Latinoamericano, y también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II, pido que la Iglesia –y cito lo que dijo él– «se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos» (Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium, 11).

Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue san Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América. Y junto a este pedido de perdón y para ser justos, también quiero que recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se opusieron fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la cruz. Hubo pecado, hubo pecado y abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos perdón, y pido perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde hubo abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres que defendieron la justicia de los pueblos originarios.

Respecto del por qué pedir perdón por las culpas de la Iglesia es un enorme problema, más arriba expuse la cuestión. Pero respecto del tópico colonialismo y pueblos originarios se condensan dos cosas: por una parte la idea de que los indígenas  han sido las víctimas y los conquistadores los victimarios. Por otra parte, la idea de que por ser las víctimas se tiene una duda histórica que resarcir. El problema con esto es que ningún indígena estaba sometido a nadie, puesto que todo indígena era súbdito del rey. Eso, en un lenguaje contemporáneo significa que todo indígena era ciudadano de la nación española en América, con todos sus derechos y obligaciones. Los indígenas eran españoles americanos. Por ello es que no hay ninguna razón para sostener lo que el Papa sostuvo en ese encuentro. Simple y sencillamente, admitió la mentira indigenista, anticatólica y anti hispana que campa en sus anchas dentro y fuera de la Iglesia Católica, América y España. Si eso fuera poco, en su visita a Canadá en el año 2022, después de haberse tragado toda la mentira sobre las supuestas víctimas en las escuelas residenciales, que por cierto, un grupo de furibundos indigenistas quemaron varias parroquias católicas (cosa que el Papa no mencionó para nada), Francisco, nuevamente con la estulticia expresada en Bolivia, vuelve a pedir perdón por los supuestos pecados de los hijos de la Iglesia.

Pero si de rebajar y humillar a la Iglesia Católica se trata, hace cuatro años atrás, el Papa Francisco hizo su mejor esfuerzo. Durante su viaje apostólico a los Emiratos Árabes Unidos entre el 3 y el 5 de febrero del 2019, el Papa firmó con el musulmán Ahmad Al-Tayyeb, el documento sobre la Fraternidad Humana por la Paz y la Convivencia Común, en Abu Dabi. Aparte de sus muchas afirmaciones políticas y económicas, hay unas palabras que son realmente escandalosas y abiertamente heréticas, leámoslas.

            El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza, y lengua son expresión de un sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente.

Estampando su firma, el Papa Francisco admitió que lo dicho en ese apartado es cierto. Esto, sin exagerar, representa el fin de la Iglesia Católica, porque, si todas las religiones son queridas por Dios, la enseñanza de que la Verdadera Religión es la Católica ya no tendría ninguna validez y por lo tanto, el cristianismo es solamente una entre otras religiones humanas de las que existen en el mundo. Lo más delirante del asunto es que con la admisión del enunciado viene su consecuente asunción pues dice el mismo documento:

            (…) la Iglesia Católica y al-Azhar, a través de la cooperación conjunta, anuncian y prometen llevar este Documento a las Autoridades, a los líderes influyentes, a los hombres de religión de todo el mundo, a las organizaciones regionales e internacionales competentes, a las organizaciones de la sociedad civil, a las instituciones religiosas y a los exponentes del pensamiento; y participar en la difusión de los principios de esta Declaración a todos los niveles regionales e internacionales, instándolos a convertirlos en políticas, decisiones, textos legislativos, planes de estudio y materiales de comunicación.

¡Así anda la cosa con la Iglesia Católica! Hay dos casos de los que no se necesita decir mucho debido a su popularidad: el Sínodo de la Amazonía y el actual Sínodo de los Obispos alemanes. Del primero supimos la entronización en el Vaticano del ídolo de la Pachamama al que llevaron en procesión. Del segundo basta con decir que es la expresión más clara de lo que significa conjugarse con el error. En otros tiempos en donde se ejercitaba la autoridad en Roma, el Papa le habría puesto fin a semejante espectáculo que está poniendo en riesgo la unidad y la credibilidad de la Iglesia Católica. Pero como hemos visto, el Papa anda por el mundo buscando a quién pedirle perdón y con quién firmar acuerdos para impulsar herejías, no tiene tiempo de bregar con este tipo de problemas; importa más el indígena, la paz, la pluralidad de religiones… en fin; parece que es más importante dejar que la Iglesia se mundanice que expulsar de la Iglesia la mundanidad que la corrompe.

Conclusión

Intenté probar que lo propio de la crisis de la Iglesia Católica de hoy, es que al dejar de condenar el error, ahora no solamente los admite sino que también los asume. Pudimos ver los primeros frutos de este cese de la condena y la corrección en el P. Edward Schillebeeckx, El Catecismo holandés y en el Sínodo pastoral de Holanda: muy poca beligerancia disciplinaria para corregir al herético que había impulsado semejantes doctrinas nada católicas.

Por otra parte, el Papa Juan Pablo II inauguró los encuentros interreligiosos y empezó a promover las peticiones de perdón. Lo primero nos arroja el problema de la religión verdadera y lo segundo, el problema de la perfección de la Iglesia Católica. ¿Es el cristianismo la vera religio? ¿La Iglesia Católica como institución es culpable del mal comportamiento de los cristianos y por lo tanto, tiene que pedir perdón?

James Martin difunde sus ideas en universidades y parroquias sin que su obispo diga nada. Su obra escrita tiene el visto bueno del Superior de los jesuitas. Cardenales y arzobispos lo apoyan y el Vaticano lo felicita. Si se ejercitaran los remedios en contra de la herejía tendría que haber sido corregido por medio de un acto explícito de excomunión.

En otro tiempo, el Papa le habría puesto fin al Sínodo de los obispos alemanes heréticos, y no hubiera consentido la adoración en Roma del ídolo de la Pachamama. Pero Francisco viaja por el mundo buscando etnias para pedirles perdón.

 ¡Que Dios nos agarre confesados!

Leave a Comment

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.