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¿Cómo puede existir una posibilidad de condenación en el infierno si Dios es amor? ¿O cómo puede Dios, que es amor, mandar a alguien al infierno? Se preguntan algunos. Hay que creer en la verdad del evangelio para no tener ideas personales sobre lo que es justo o correcto. El creer que lo que pensamos es lo que debe ser, o lo que quisiéramos es lo justo y correcto nos pone en el lugar de Dios, lo desplazamos. Él es quien determina lo que es verdadero, justo y correcto.
Los textos de partida para nuestra reflexión son la parábola del juicio final según San Mateo (Mt 25, 31-46), y la parábola del rico epulón según San Lucas (Lc 16, 19-31). El primer texto nos dice que los justos irán a la vida eterna y los que no lo son, los réprobos o los condenados, irán al castigo eterno. Y el segundo texto nos dice que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de mitigación del dolor o de salida. Existe pues la realidad de la condenación eterna.
¿Quiénes son los réprobos? Son las personas que optaron por vivir en situación constante de pecado grave o mortal, aunque sea uno solo el pecado; pero ya sabemos que un pecado no viene solo. Ahora bien, nadie niega la existencia del pecado; y sus nefastas consecuencias son indiscutibles. La realidad del infierno expresa, pues, no de manera simbólica, la total frustración de una persona y/o la definitiva vaciedad de una vida sin Dios; lo uno y lo otro son consecuencias del pecado.
El infierno indica la situación en que llega a encontrarse quien, definitiva y libremente, se aleja de Dios. El infierno es el “lugar” preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25, 41), pero también para las almas de las personas que mueren prescindiendo del amor Dios y de la salvación que Él ofrece, para las almas de las personas que se prefirieron a sí mismas erigiéndose como dios de sí mismas negando a Dios (Mt 13, 41-42), y negando una eternidad gloriosa con Él.
¿Si el infierno no existiera y si, en consecuencia, todas las personas inexorablemente se salvaran qué sentido habría tenido la obra de la redención de Jesucristo sacrificándose en la cruz? Si el infierno no fuera un destino para ciertas almas, no habría de qué redimir o salvar a alguien.
¿Si el infierno no existiera para las almas, y que solo esté ocupado por Satanás y sus ángeles cuál sería entonces la preocupación de Jesús por evitarnos llegar allá (Mt 10, 28; Mt 19, 17)? ¿O cuál sería la insistencia de Jesús en mencionar el tema del infierno? A propósito del infierno, ¿sabías que Jesús, en toda la biblia, es quien más menciona al infierno e, incluso, habla más veces del infierno que del mismo cielo?
¿Si el infierno estuviera totalmente vacío de almas o si el llegar allá no fuera una posibilidad real qué sentido tendría la misión evangelizadora de Jesús y de la Iglesia; o para qué empeñarse en difundir la fe (Mt 28, 19-20; Jn 3, 15)? Difundir la fe sería algo inútil porque nadie la necesitaría para salvarse.
¿Si el infierno no existiera o nadie tendría que ir allí qué sentido tendrían los sacramentos, sobre todo, en el momento previo a la muerte? El momento de la muerte es un tema no menor, ya que siempre se ha dicho que es el momento cuando Satanás ataca con más ensañamiento para obtener su presa. “Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” (Catecismo, 1033). Este estado de autoexclusión, la condenación, consiste precisamente en que el hombre de manera autónoma toma la decisión de alejarse definitivamente de Dios. Y normalmente esa elección personal se mantiene hasta la hora de la muerte. La muerte sella o confirma para siempre esa opción; y la sentencia del juez supremo simplemente la ratificará.
¿De no haber un infierno para ciertas almas y de no haber condenación o si todo el mundo entrara a la vida eterna, así sin más, habría necesidad de algún juicio? No. Pero sí habrá un juicio (de las 38 parábolas de Jesús, 21 hablan de un juicio). Es dogma de fe creer en un juicio personal después de la muerte del cuerpo y un juicio universal en la parusía. En el primer juicio el alma espiritual de la persona ya tendrá su destino; en el segundo juicio Jesús vendrá a juzgar a vivos y muertos, para resucitar los cuerpos.
¿Quiénes son los vivos? Los que habrán pasado resucitados a la eternidad (Mt 22, 32; Lc 20, 38), los que pertenecen al país de los vivos (Sal 26, 13; Sal 115, 9; Jb 28, 13) y han sido considerados dignos de la salvación; estos resucitarán a un vida de gloria en el cielo. ¿Quiénes son los muertos? Los que pasan a la eternidad muertos; quienes al morir no tenían la vida sobrenatural o la vida de gracia; estos resucitaran a una ignominia eterna, son los que están en el infierno y llegarán a él (Dn 12, 2; Jn 5, 29; Hch 24, 15; 1 Ts 4, 16-17; Ap 20, 4).
“Y el juicio está en que la luz vino al mundo y los hombres amaron mas las tinieblas que la luz” (Jn 3, 19)”. En el momento de nuestra muerte física termina el tiempo de elección entre la luz y las tinieblas; y lo que habremos elegido es algo definitivo e irrevocable. Con la muerte se acaba el tiempo de merecer (Catecismo, 1021), se acaba la oportunidad para lograr la salvación.
Es verdad que Dios es misericordia y en virtud de esto es que Jesucristo se encarnó, “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él NO PEREZCA, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Y es evidente que la voluntad divina es sólo salvífica; Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2, 4). Pero una cosa es el deseo de Dios y su objetivo, y otra cosa es la realidad de los condenados. Dios sí es amor, y ejerce su misericordia pero a favor de quien la valora y la pide. Quien no la pide blasfema contra el Espíritu Santo, quién es el Espíritu de la verdad (1 Jn 5, 6), y este pecado no tiene perdón de Dios (Mt 12, 31; Mc 3, 29).
Dios no obliga a nadie a la salvación (Mt 16, 24); Él no va a llevar al cielo a nadie en contra de su voluntad. Dios respeta la voluntad humana, incluso, cuando ésta sea de rechazo hacia Él. Habiendo rechazado la persona a Dios, Él deja que ella se precipite en las profundidades del abismo, que en el evangelio llama “gehena” (Mt 5, 22).
No dudemos de la existencia del infierno ni de la condenación de las almas. A Jesús “uno le dijo: ‘Señor, ¿son pocos los que se salvan?’ Él les dijo: ‘Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y NO PODRAN’” (Lc 13, 23-24). Jesús es contundente en afirmar que muchos sí se condenaran. Hay que atenernos a lo que nos dice Jesucristo, y que es confirmado por los santos. Ninguno de los santos que haya tenido alguna visión del infierno lo ha visto vacío, como tampoco ha habido santo alguno que haya declarado haber tenido una experiencia mística o aparición del Señor, la Virgen, ángeles afirmando que el infierno esté vacío.
Dios en su Palabra ha dejado bien en claro que el infierno existe, y las almas que terminan su vida en constante rebelión contra Él irán al infierno. Cuando Jesús habla de las consecuencias del pecado, es decir, de las consecuencias de no creerle, de no aceptarlo o de no dejarse salvar, cuando, en definitiva, habla del infierno, no es para amenazar o para asustar; es para advertirnos, para avisarnos, para llamarnos a la conversión y vivamos (Sal 68, 33; Ez 18, 23; Ez 18, 32; Ez 33, 11; Jn 5, 24; Jn 10, 27-28).
Dios, en su perfecta sabiduría y en su sabia justicia, no considera a las personas como discapacitadas mentales o como niños (personas –las unas y las otras- que no saben lo que hacen o dicen), es decir, como personas inimputables; Dios las considera y trata como personas sanas mentalmente, adultas, responsables de su propio destino. Por eso, la condenación no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. Una vez que la persona hizo un uso erróneo de su libre albedrío optando así, aunque sea de manera inconsciente, por el infierno, a Dios no le queda más remedio que respetar la decisión humana. Cada quien recibirá lo que habrá querido (Sal 61, 12; Pr 11, 31; Pr 24, 12; Rm 2, 6; Rm 2, 16; 1 Co 3, 8; 1 Co 4, 5; 2 Co 5, 10; Col 3, 25; 1 P 1, 17; Ap 20, 12).
No es que Dios rechace a alguien o lo deje de amar; simplemente Él, muy a su pesar, deja que la persona opte por su perdición, aunque dicha persona ignore que va para allá. De manera, pues, que ni Dios es vengativo, ni es injusto ni manda a nadie al infierno, como tampoco sea Él quien condene. La persona se auto condena (Mt 18, 14; 2 P 3, 9) porque ha elegido, en fin de cuentas, estar en el infierno.
Dios tampoco es un manipulador de destinos que, al final, lo arregla todo para que un final feliz sea en la eternidad una realidad para todos los seres humanos; la gran mayoría de los cuales no lo habrán pedido o querido, como tampoco lo habrán trabajado; e, incluso, lo habrán rechazado o destruido.
El que vive habitualmente en pecado grave o mortal es fácil que se condene, y se puede condenar por tres razones:
1.- Porque es posible que a la hora decisiva de la muerte a la persona le falte la voluntad o la intención de confesarse como le ha faltado hasta ahora.
2.- Porque aunque en este momento o en el día de hoy la persona diga que ya se confesará después u otro día o a la hora de la muerte, cuando ésta llegue dicha persona no se podrá confesar. Y aquí son posibles cinco escenarios:
a.- La persona muera ipso facto por, p.e., un accidente.
b.- La persona no pueda pedir aunque quiera la presencia del sacerdote.
c.- Aunque pida la presencia del sacerdote éste no pueda ir.
d.- Aunque el sacerdote esté en camino, la persona ya no tenga tiempo de confesarse.
e.- Aunque el sacerdote esté al lado de la persona en agonía ésta no tenga la lucidez para pedir perdón ni para confesar los pecados desde la última confesión bien hecha.
3.- Porque la persona que descuida la confesión va acumulando pecados. Y después, para arrepentirse y para hacer una confesión bien hecha, va a necesitar un golpe de gracia sobreabundante que Dios no suele conceder a quien ha vivido obstinado en el pecado.
De manera que en esta vida hay dos clases de personas: aquellas que día a día le dicen a Dios: “Hágase, Señor, tu voluntad”, y aquellas a quienes Dios al final les dirá: “Hágase tu voluntad».
P. Henry Vargas Holguín.
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