Reproducimos a continuación un artículo titulado En honor al fundador, escrito por Marcelo Terceros Banzer, pensador católico nacido en Santa Cruz de la Sierra. Fue redactado en 1968 y publicado el 26 de noviembre de 1990 en el diario El Deber. La fuente de la que lo obtuvimos fue el libro póstumo de Terceros titulado Desde mi umbral. Corresponde a las páginas 397-401 del mismo. Las negritas son nuestras.
Se considera probable que, a fines de octubre de 1568, ocurriera la muerte del Capitán D. Ñuflo de Chaves, desgracia que truncó sus geniales designios e, indudablemente, influyó en términos sobre el futuro de su fundación chiquitana. El texto que sigue contiene la mente de Terceros Banzer al respecto. (Introducción de El Deber)
Si honrar a los padres es mandato moral e ineludible, incorporado prácticamente a todas las culturas de la tierra y no sólo a la Ley mosaica, rendir honor y veneración al que puede ostentar con legitimidad irrebatible la paternidad de nuestro conglomerado social cruceño resulta igualmente obligatorio.
Y si nosotros aún no hemos cumplido en la medida de lo debido con la memoria del egregio fundador -porque los nombres de una provincia, de una calle, de una plaza, no son suficientes para su grandeza que está esperando el bronce y el artista- por lo menos avivamos hoy el fuego del recuerdo, al conmemorar los cuatro siglos de su trágica muerte.
¡Ñuflo de Chaves! Si su nombre rotundo engloba sonidos de suave caricia y de restallante latigazo, su figura histórica atrae lo mismo al investigador sereno que al agradecido vástago y a su alrededor se teje leyenda épica y la verdad no menos heroica.
Considerado por muchos como el más esforzado de los paladines de la corriente hispana del Río de la Plata; el incansable, la centella, el de la persuasión y el de la guerra, el consejero de Irala y el maestro de Garay, su obra es hasta ahora poco difundida. Pero entre aquellos que hurgan los viejos papeles y extraen las lógicas consecuencias modernas, nuestro fundador tiene amigos, admiradores y comentaristas, que mucho bien haría popularizar.
Nada es que procediese de vieja cuna hidalga, la de los Chaves de Escobar, de Trujillo, ni que en ella misma se mereciese el futuro confesor del Rey Felipe. Poco dice el que, apenas mozo veinteañero, figurase entre los capitanes de la hueste de Cabeza de Vaca, el veterano de la Florida, y fuese encomendado de tareas de responsabilidad que cumplió con pleno éxito. Su figura ya comienza a distinguirse en los afanes de Asunción, donde se pone al lado de Domingo Martínez de Irala, del que resulta uno de los más íntimos colaboradores. Río arriba hacia San Fernando y la Candelaria. Cruzando los altozanos para tejer de sendas y ciudades el Guayrá. Río abajo hasta el despoblado Puerto y Ciudad de Nuestra Señora del Buen Aire. Aracay hacia el noroeste hasta los payaguás asesinos de Ayolas. Y Asunción misma, en consejo y en juerga, en paliques de enamorado y en conversación de capitanes. Todos los vientos de la rosa le vieron gallardo, imponente, generoso, hidalgo, guerrero, navegante, jinete andarín, jefe, amigo, hogareño, político, leal.
Sin embargo, su destino no marcaba la capital paraguaya como el sitio de su gloria, sino como el trampolín de su fama. Y ya ésta pregonó el nombre de Chaves como el del primero de los conquistadores que hubiese atravesado el Continente Sudamericano, de mar a mar, por la inmensidad oceánica de la selva, midiendo paso a paso, jornada a jornada, las mil leguas que van desde Santa Catalina al Paraná, del Iguazú a los Jarayes, de los Jarayes a Charcas, de Potosí a Cuzco, del Altiplano a Lima. Pues si su paisano Orellana, en los meses en que Chaves cruzaba el Atlántico, ya hacía la navegación del Coca, del Napo y del Amazonas, cruzando el Continente en barcas; el nuestro, un lustro después, luego de secundar a Irala en la primera entrada a los llanos de su futura epopeya, mandado por éste, trepa las sierras llegando a Charcas por Tomina y sigue por Potosí al Cuzco hasta encontrarse con el Pacificador La Gasca y retratarse el afable rostro en las verdosas aguas del Callao.
Vuelto con gente nueva en cumplimiento de la promesa hecha a su Gobernador, no sólo cumple su encargo, sino que arrea las primeras vacas y cabras para el interior del continente y marca una vez más el punto culminante de una historia de colonización con sentido, como la que él soñaba hacer.
Pero he aquí que Irala se le muere, cuando quería seguir sus consejos de continuar con las entradas y de desencantar la tierra. Ya no hay lazo de jerarquía que lo ate a la vida cada vez más moliente de la casa Fuerte. Y sale de nuevo, bien provisto de gente y de intenciones, por febrero de 1558, otra vez río arriba hasta Jarayes y de ahí al Poniente clavado tras sus huellas y las de su gloria. En nada le arredra el cansancio de los más, las guazabaras de los indios ni los espantos del clima y de la selva. Deja retornar a los timoratos, que ya volverán tras de sus obras; convence, y cuando no puede, castiga a los infieles que terminan sometiéndose; siembra y cosecha, porque él no tiene apuros, pero sí experiencia; hurga el Chaco; se solaza en la sierra y en el cañón chiquitanos; se asoma a Moxos; tienta la llanura sabanera de Grigotá y se refresca en las aguas turbias del Guapay o en las cristalinas del Chunguri. Procede a una primera fundación a orillas de éste, que es el Parapetí de nuestros días y le sale a discutir derechos Andrés Manso, el «mal apellidado”. El destino le alcanza otra cuerda para que trepe más alto y helo aquí de nuevo en Lima, dialogando con su medio pariente el Virrey Hurtado de Mendoza, allegado de la esposa que dejó con tiernos retoños, cabe el Paraguay.
Arreglando a medida su enojoso pleito, retorna en funciones de Gobernador de una nueva provincia, independiente de derecho -que de facto ya lo era desde años atrás- de los amigos asuncenos y superior en todo a don Andrés, de quien aprovecha no sólo el mal talante sino los buenos capitanes.
Ya está Chaves en la cúspide de su obra. En la memorable mañana del 26 de febrero de 1561 nos funda y nos bautiza, y si había nacido cruceño de Extremadura, en el cortijo aledaño Trujillo, se nos hace cruceño de América, padre de nuestra historia y ejemplo de nuestras ansias.
Tres años más tarde retorna a Asunción donde fue declarado traidor, separatista y alzado; pero sus éxitos «que la fama pregona» echan tierra a las viejas disputas y es recibido con honores de su rango y con esperanzas en su generosidad. Él sólo va, lo dice, a recoger a su familia; pero resulta despoblando Asunción, casi como lo hiciera Irala en su tiempo con Buenos Aires. Gobernador, Obispo, Oficiales Reales, capitanes y soldados, criollos, indios de compañía, frailes y aventureros, todos quieren seguir al capitán del éxito; y el capitán quiere también -no lo dice- que lo sigan. Para él, la gloria no estaba sólo en fundar ciudades o en someter naciones, sino en desvelar el misterio de la tierra. Si era necesario aguijonear el entusiasmo con fábulas de plata y consejos de cacique, usa del medio disculpándose en conciencia, pues así desencanta la tierra y no perecerán otros en la demanda, como lo afirma en memorial célebre.
Porque éste era el temple de los capitanes íberos y no el de la leyenda feroz de ambición de oro, de que tanto se nos atosiga. Había que conquistar la tierra para el Rey y para Cristo. Y había que abrirla para todos, conociéndola, poblándola, encordándola de caminos y anudándola de ciudades.
Don Ñuflo hizo escuela. De su saga -uno de los diez factores que componen la biografía de Sud América, según el moderno historiador Sambaber– brotó el impulso juvenil de don Diego de Mendoza, su sucesor en el gobierno, que quiso que Santa Cruz, y con ella América, se diese sus propios gobernadores, sin quebrantar su lealtad al Rey. De su espíritu y su concepción geopolítica de la conquista, alumno aventajado resultó Juan de Garay, co-fundador de Santa Cruz y repoblador de Buenos Aires junto a sus hijos, criollos y cruceños. De su estirpe -de la espiritual, que no quedaron de la otra, segada prontamente por un viento de tragedia- son todos aquellos que en el Virreinato o en la República expandieron la civilización y la fe hacia todos lados, desde esta ciudad capitana, que tiene en su haber y en el de Chaves la siembra de cultura en todo el interior más íntimo de América.
Porque es de ellos, de Chaves y de Garay, el concepto con el que quiero concluir esta disertación. El interior se debe poblar, develar, desencantar y desde allí debe irradiarse hasta llegar al mar, para abrirle las puertas a la tierra. Dijo Chaves al informar al Rey de lo que le había sucedido en su labor de América: «Aunque no se siguiese otro interés más que poblar y desencantar la tierra, era gran servicio a Su Majestad porque de este bien resultaría que otros no se perdiesen». Y dijo el de Garay al abandonar Santa Cruz en el mismo año y por la misma época en que se cortaría la vida de su jefe: «Hay que fundar puertos para abrirle puertas a la tierra».
Cuando Chaves acompañaba de vuelta a los colonos paraguayos, entre los que ya se contaba Garay, le llegó el final que a todos nos espera. Descansando en su hamaca junto a los itatines, unos indios que él trasladó como amigo de la otra orilla del Paraguay al lado Occidental, tal vez por la altura de Santo Corazón, confió demasiado en sus promesas de lealtad y se quitó el yelmo de combate. Un palazo dado con furia no sólo le privó la vida, sino que casi cortó su esfuerzo, su ideal y su empeño. Desde su muerte, no se volvió a transitar el camino al Paraguay, de donde puede bien inferirse no sólo lo desierto que quedó el Chaco y Chiquitos, sino hasta nuestro cruento y disparatado conflicto de hace 35 años. Abandonada la frontera hispano-portuguesa en la región central, se hizo posible el avance bandeirante hasta el Mato Grosso y el río, ampliado después, un siglo atrás hasta el límite actual. Trescientos años debieron pasar para que sus hijos, los cruceños, acometiesen de nuevo su obra. Y ahora a los cuatrocientos, queremos ser dignos de su fama y enfilar hacia su ruta, la de la grandeza del interior de América.
Sea esta ocasión en la que revivimos su memoria, la de nuestra promesa. Levantémosle en el sitio de honor su monumento y arraiguémosle en nuestros actos y en muestra conducta, para hacer de Santa Cruz de la Sierra, la de sus sueños, la capital de América por el trabajo, por la concordia y por la honra.