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El verdadero Builes

Miguel Ángel Builes es un nombre sonoro en Colombia. De él se han ocupado representantes de todas las esferas de la vida pública de la patria: ciertamente la Iglesia, de la que fue obispo; y la política, por la que fue objeto de críticas y alabanzas.

Duramente cuestionado por sus convicciones conservadoras, Monseñor Builes se ganó entre sus coetáneos un recuerdo ya difícil de borrar. Se tildó de fanatismo extremo su forma de gobierno pastoral, pues en sus cartas afirmaba que las mujeres no podían montar a caballo, o usar pantalones; o predicaba que no se iba al cielo si se era liberal. Todo eso suena absurdo hoy. Claro, hoy, cuando no estamos ya ubicados en el contexto natural en el que vivió Monseñor Builes y por lo tanto nuestros juicios, rapaces, parecieran tener toda lógica y razón. Parecieran.

Si a un personaje se le desarraiga de su entorno, se corre el riesgo de desdibujar no solo al ser en cuestión, sino toda la realidad de una época.  Por eso, ¿no es más sensato, entonces, situarnos frente a un hombre que tomó partido según sus convicciones y que movido por un fuerte amor a sus principios, en su contexto histórico y real, hizo frente a las diversas y difíciles circunstancias de su propio presente? Si la respuesta es afirmativa, entonces se aceptará sin dificultades resaltar su figura con aciertos y también con desaciertos, valorando en justicia sus bondades, porque la historia y el recuerdo no son un patíbulo moral.

Monseñor Miguel Ángel Builes no se agota, pues, en las voces severas que contra él se alzan, pintándolo como un ser odioso y resentido, con calumnias del calibre de “mandaba a matar liberales”, y “lanzaba maldiciones desde el púlpito”. Si por sus obras se conocen las personas, hay que recordar la fecunda y apostólica labor pastoral del obispo de Santa Rosa: fundó cuatro comunidades religiosas, y con ellas y a través de ellas, el Siervo de Dios llevó a cabo una vasta labor pastoral a lo largo y ancho de su Diócesis, que conquista todo el norte antioqueño. Desarrolló una incisiva labor evangelizadora y formativa entre las tribus indígenas de los territorios de misión dentro y fuera de su jurisdicción episcopal, gracias a la acción incansable de sus misioneros javerianos y sus misioneras teresitas. Su celo pastoral alcanzó a miles de almas a través de sus hijos religiosos, para traerlas al rebaño de Cristo, y para formarlas y velar por sus necesidades.

Fue un padre verdaderamente abnegado y ejemplar: austero, pobre y penitente. Entregado a la oración, a la predicación, al amor y devoción a la Virgen María, y admirable en la generosidad con la que mantenía las puertas de su casa abiertas para los más necesitados: era el obispo de los pobres.

Dan razón de su celo no solo sus obras sino innumerables personas. El difunto Cardenal Darío Castrillón Hoyos, sacerdote de la Diócesis de Santa Rosa, ofrece su testimonio:

Muchas veces oí a mi obispo predicar sobre la fe y lo vi vivirla con la simplicidad de un niño, la profundidad de un teólogo, la contagiosa fecundidad de un santo.

Lo oí predicar sobre la esperanza, y lo vi vivir, anticipada, la alegría de la misericordia del Padre y de la certeza del cielo, como final de la carrera.

Lo oí predicar sobre el amor y lo vi compendiar en el amor toda su vida, en la intimidad con el Dios amado, y con la Madre de las Misericordias, por él amada con particular ternura.

Desde ese gran amor a Dios, predicado sin cansancio, lo vi absolviendo y consolando a los pecadores arrepentidos, visitando enfermos y ungiendo y fortaleciendo moribundos con la esperanza del Reino. Así mismo lo vimos compartiendo el sufrimiento con los pobres y desamparados y aliviando en lo posible sus necesidades; lo vimos quedarse en las malocas de los indígenas, en lo profundo de las selvas, durmiendo en el suelo y tocando con amor la miseria.

Lo vi sacrificando intereses personales en su propia Diócesis para servir con sus sacerdotes y religiosas misioneras a comunidades necesitadas y a hermanos obispos, no solamente de Colombia sino de otros países, que acudían a él para solicitar su ayuda en la tarea evangelizadora y en la vida pastoral.

Lo oí predicar el perdón y la misericordia y lo vi perdonando con generosidad a sus detractores y enemigos, y muchas veces lo acompañé en su férvida oración por ellos”.

Cardenal Darío Castrillón Hoyos. Prólogo del texto Monseñor Miguel Ángel Builes G. ¿Por qué el obispo misionero de Colombia?.  Ochoa Ospina Sigifredo, Edición Martha Laiton C., 2013.

No sería justo tener la atención fija solo en las sentencias aisladas de sus bellísimas cartas pastorales, en las que condenaba los bailes o las fiestas, o regañaba a las mujeres que montaran a caballo, sin tener en cuenta sus múltiples acciones bondadosas: ordenó casi ciento setenta sacerdotes, consagró tres obispos, fundó cuatro comunidades religiosas, creo veintitrés parroquias, visionó una basílica para la Virgen, hizo construir el edificio de la curia diocesana, intervino y procuró apoyar la construcción de escuelas, colegios, puestos de salud, capillas, conventos y vías terrestres en su diócesis. Buscó ayudar a los suyos con la construcción de puentes, y caminos. Vivió entre los indígenas de su territorio para entender su idiosincrasia y poderlos así ayudar espiritual y materialmente. Fue, realmente, el obispo misionero de Colombia, porque no escatimó nunca un solo esfuerzo por hacer el bien del modo que debía hacerlo: predicando el evangelio, ayudando a los pobres, defendiendo a la Iglesia, velando por la moral y las buenas costumbres, en un momento en el que Colombia se hallaba –como hoy día también, en mucho– herida y dividida.

Monseñor Builes había nacido en Donmatías, Antioquia, el 9 de septiembre de 1888 y murió en Medellín el 29 de septiembre de 1971. Fue ordenado sacerdote en 1914 y, consagrado obispo en agosto de 1924, destinado a regir la Diócesis de Santa Rosa de Osos de la que tomó posesión en octubre de ese mismo año. Gobernó su Diócesis como un padre, maestro y pastor durante 42 años, hasta el 8 de junio de 1967, día en que entregó el gobierno pastoral a su sucesor. Murió en Medellín el 29 de septiembre de 1971, conservando todavía, por concesión papal, el título de Obispo de Santa Rosa de Osos, aunque era otro quien ya la gobernaba.

En el centenario de su nacimiento, el 9 de septiembre de 1988, se abrió en Santa Rosa su causa de canonización. La Congregación para las Causas de los Santos concedió a Miguel Ángel Builes el título de Siervo de Dios en 1993. El Papa Francisco firmó el decreto que reconoce sus virtudes heroicas en mayo del año pasado, con lo que Monseñor Builes emprende de nuevo el camino hacia su beatificación.

Los tiempos actuales no solo en Colombia, sino en el panorama universal del mundo, reclaman figuras de este talante. La realidad circundante nos lleva al letargo y al hastío de un espectáculo en el que ya no hay varones valientes que alcen su voz en defensa de los principios fundamentales del humanismo cristiano, que dan piso a la visión correcta del hombre. La voz de Monseñor Builes debe resonar de nuevo hoy, cuando imperan el relativismo moral y la transigencia con el mal en todas partes. Su vida y su palabra fueron y son incómodas, justamente por eso: fue un profeta que denunció el mal y anunció el bien, sin temores, sin medias tintas, sin considerar “lo políticamente correcto” en sus cartas, homilías, mensajes, pronunciamientos, acciones y decisiones. Ello le merece que la historia hoy esté reclamando un lugar más elevado para este pastor solícito y fiel en quien se cumplen al pie de la letra las palabras de Jesucristo:

“A vosotros os envío como ovejas en medio de lobos”.

Mt 10, 16

“Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros”.

Jn 15, 18

“Os perseguirán, y seréis odiados de todas las naciones por causa de mi nombre”.

Mt 24, 9

Quiera Dios que pronto, en justicia, veamos a Monseñor Builes canonizado y venerado en los altares.

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