Este artículo de Olavo de Carvalho fue publicada originalmente en portugués en el Jornal da Tarde, de Brasil, en junio de 2002.
La visión que el público tiene de la realidad del mundo depende de lo que llegue a través de los medios de comunicación. Conforme a la selección de las noticias, tal será el criterio popular para distinguir lo real de lo ilusorio, lo probable de lo improbable, lo verosímil del inverosímil.
Goethe fue uno de los primeros en señalar uno de los efectos más característicos de la ascensión de los medios de comunicación modernos. Él decía: «Así como en Roma, además de los romanos, hay otra población de estatuas, así también existe, al lado del mundo real, otro mundo hecho de alucinaciones, casi más poderoso, en el cual está viviendo la mayoría de las personas«.
No hay duda de que el propio progreso de los medios de comunicación, estimulando la variedad de puntos de vista, neutraliza en parte ese efecto, pero de nuevo vuelve a aparecer, en las periódicas retomadas de los medios de comunicación por grupos ideológicamente orientados, que imponen su propia fantasía gremial como la única realidad públicamente admitida.
El control de los medios por una clase ideológicamente homogénea conduce inevitablemente a la opinión popular a vivir en un mundo falso y a rechazar como locura cualquier información que no concuerde con el estrecho patrón de semejanza aprobado por los titulares del micrófono.
¿Quiénes hacen estos titulares?
Los periodistas de izquierda continúan haciéndose de pobrecitos oprimidos por las empresas periodísticas. Pero el hecho es que hoy ninguna empresa periodística, de Brasil, de los Estados Unidos o de Europa, se aventura a intentar controlar el izquierdismo desatado que impera en las redacciones. La «ocupación de espacios» por la militancia izquierdista creció junto con el poder de la clase periodística, y hoy ambas, fusionadas en una unidad indisoluble, ejercen sobre la opinión pública una tiranía mental que sólo media docena de inconformes se atreven a desafiar. Cuando ese estado de cosas dura por tiempo suficiente, incluso aquellos que lo crearon ya no recuerdan más de que es un producto artificial: viven en el mundo ficticio que concibieron y se adaptan a las dimensiones de él todas las distinciones entre realidad y fantasía, hecho convertidas a su vez pura fantasía.
Así, pues, todos se olvidaron de que el PT (izquiera) y el PSDB (centro-derecha) fueron esencialmente creaciones de un mismo grupo de intelectuales izquierdistas empeñados en aplicar en Brasil lo que Lenin llamaba de «estrategia de las tijeras«: el compartir el espacio político entre dos partidos de izquierda, uno moderado, otro radical, para eliminar toda resistencia conservadora al avance de la hegemonía izquierdista y desviar a la izquierda el cuadro entero de las posibilidades en disputa. Habiéndose olvidado de eso, interpretan el predominio temporal de la izquierda moderada, que ellos mismos instauraron para fines transitorios, como un efectivo imperio del «conservadurismo», y entonces se sienten — sinceramente — oprimidos y lanzados para escalar en el mismo momento en el que su estrategia triunfa por completo.
Ahora, llamar de derechista un gobierno que disemina la predicación marxista en las escuelas, que premia como héroes nacionales a los terroristas Pro-cubanos de la década 1970 y que respalda con fondos millonarios la agitación armada del MST es, evidentemente, alucinación, más esa alucinación se convirtió en el único criterio vigente de la realidad, imposibilitando la percepción de todo lo demás. La única cosa que podría efectivamente distinguir entre la izquierda moderada en el gobierno y la izquierda radical en la oposición sería, teóricamente, su ligera diferencia en lo que concierne a la política económica. Pero incluso esta diferencia ya está virtualmente anulada por la promesa del candidato Lula de cumplir los compromisos de la nación para con los acreedores extranjeros. La negación obstinada de la identidad esencial entre el gobierno tucano y la oposición petista sólo tiene por lo tanto un fundamento: el deseo de ampliar aún más la hegemonía izquierdista, el deseo que determinó, en el origen, la creación de una y de la otra. El crecimiento global de la izquierda se alimenta así de su propia negación histérica por el ala radical, complementada dialécticamente por su camuflaje «neoliberal» tucana momentáneamente en el poder.
De ahí la farsa grotesca de la presente elección, en la cual todos los competidores son de izquierda y todos hablan contra un inexistente conservadurismo que, al no tener ni siquiera fuerzas para lanzar un candidato, debe, por otro lado, representar nominalmente el papel de poderoso establishment dominante, que será destruido por cualquiera de los cuatro héroes que vaya a ser elegido. ¿Qué cordura, qué instinto de realidad puede sobrevivir a un tan completo y perfecto imperio del fingimiento? En su carrera por el poder ilimitado, la voracidad izquierdista no se inhibe de destruir, de paso, el alma y la conciencia de todo un pueblo.
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