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El escudo de la dignidad


Por estos días –y con «estos días» puede aludirse perfectamente a los últimos decenios– basta sentarse frente a un televisor o situarse frente a una pantalla para ver la actualidad noticiosa, los sucesos relevantes, el cambio dramático del mundo, para percatarse de su lucha implacable contra la auténtica dignidad de las personas que, como sabemos, nos viene de ser hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza.

Ese mundo al que aludo no es este universo maravilloso que Dios trajo a la existencia para que los hombres lo administráramos sino el mundo enemigo de las almas, el hermano de la carne y del demonio, el que pareciera ganar terreno entre nosotros haciendo la guerra a los hijos de Dios que luchan sin descanso por el orden y la armonía queridos por Dios en su plan sobre los hombres.

Uno de esos bastiones en el que se fragua la guerra es la sexualidad, tan sagrada, tan sublime según los planes del Creador, y tan banalizada por las corrientes relativistas, hedonistas y pragmatistas que pretenden resignificar, erráticamente, la visión de la persona humana en su ser integral para cosificarla y convertirla en mero objeto de placer.

Para la muestra, baste recordar que hoy la sola mención de la palabra modestia o pudor, trae a la mente de la mayoría de las personas imágenes de mujeres en horrorosos y aparatosos vestidos como los del siglo XVI. Eso, cuando alguien conoce o ha oído tales términos.

Modestia es un término que hoy incomoda; se ha vuelto una noción fuera de moda, en vez de una actitud deseable. Sería bueno recordar que la modestia es una actitud, una convicción, una disposición interior. No se trata exclusivamente de taparse con tela; comienza en el corazón y se refleja en el exterior.

Hoy observamos, y ya con naturalidad, que cuando las mujeres del mundo salen en la mañana, no están preocupadas por lucir modestas. Más bien, la mayoría de las mujeres salen con la esperanza de haberse vestido a la moda, con estilo moderno y no usando algo que parezca “anticuado”. Muchas se jactan de estar al tono con lo que Hollywood esté promoviendo.  Y no es que la modestia riña necesariamente con la moda, pero la moda sí puede reñir con la modestia, y eso hay que tenerlo en cuenta.

El pudor es un sentimiento natural de preservación de nuestra integridad, que con el trabajo y la convicción interna, se puede convertir en virtud, es decir, en poder, fuerza que perfecciona, protege y libera todo lo noble de nuestro ser personas. No es un lujo ni una manía, ni asunto de monjas, de abuelitas, ni una enfermedad del pasado. Es más, el menosprecio del pudor en una sociedad es señal clara de corrupción profunda. Hay una relación inadvertida entre el desprecio del pudor y la ruina de muchas generaciones. Se hace urgente entonces –para nosotros, ahora– una reflexión sobre el significado del pudor como defensa de los valores más personales del ser humano y de la entera sociedad.

Es explicable que cuando el hombre se materializa y cifra toda su filosofía en el «comamos y bebamos que mañana moriremos» (negación de la espiritualidad del alma, de la existencia de un Dios personal, etcétera) entonces pierdan interés para él esas virtudes que se oponen a las apetencias de la carne. Es lo que sucede en el ambiente en que hoy nos movemos. El pudor se combate como si se tratara de una represión patológica del impulso sexual. El pudor sería algo de lo que habría que liberarse para obtener una salud psíquica normal. Las ideas de represión, tabú, liberación, etc., han hecho impopular cualquier defensa del pudor, como si fuese, sin más, una inequívoca retracción de la carne. Siendo el pudor algo innato en buena parte, consustancial a la naturaleza humana y presente –aunque con manifestaciones hasta cierto punto diversas– en los humanos de todo tiempo y lugar, no puede en modo alguno considerarse un mero fruto de condicionamientos sociales, ni puede pensarse que sería un triunfo eliminarlo, como tampoco lo sería eliminar las ganas de comer. Comer puede resultar a veces una tarea fatigosa, pero esto es claro síntoma de enfermedad. Cierto que el hombre es el único animal que puede decidir no comer. Pero esa decisión, llevada al extremo, causaría la muerte.

El hombre puede sentir deseos de tirarse por la ventana, pero reprimir ese deseo no es represión nociva sino libertad, señorío sobre las pasiones; y no reprimirlo, sería suicidio. Por razones semejantes, resulta un desatino llamar represión, en sentido negativo, al cumplimiento de las normas internas que desde la conciencia dicta el pudor. La represión letal viene dada por esas campañas que lo ridiculizan, tratando de acomplejar así a quienes todavía creen en su dignidad de hombres o mujeres que están en posesión de un cuerpo personal creado al servicio de la persona entera, o por la opinión de la aplastante mayoría, que suele no estar ajustada a la verdad. “El consenso de las mayorías, no hace la verdad”, dijo el Papa emérito Benedicto XVI.

El pudor no se reduce a cosas que se refieren a la sexualidad, ni mucho menos. En sentido amplio, entendemos por pudor la reserva peculiar de lo íntimo, la tendencia natural a ocultar a la curiosidad de los extraños lo que pertenece a la intimidad de la persona o familia, para defenderlo de intromisiones inoportunas que desvirtuarían su valiosa esencia. Allí donde hay intimidad surge el pudor, pues, de por sí, la intimidad se recata, se reserva, se oculta en su propio misterio que al pasar a ser cosa de “dominio público” se desvanecería, quizá de modo irreparable.

“El consenso de las mayorías, no hace la verdad”.

Papa emérito Benedicto XVI

Íntimo equivale a personal. Por ello, en los ambientes íntimos es donde las personas se encuentran normalmente más a gusto, y se manifiestan libremente sin temor a perderse o a ser interpretadas como ellas no son. Hay cosas que sólo pueden manifestarse en la intimidad, precisamente porque están muy estrechamente vinculadas a lo más hondo –íntimo– de la persona, hasta el punto de identificarse de algún modo con ella. Al hacerse público, lo íntimo deja de serlo, se desvanece, se pierde como tal, y la persona si tiene consciencia de su propia dignidad, se siente violentada, como si algo precioso de sí misma se hubiera desgarrado y perdido.

Desvelar la intimidad, si no es en un ámbito precisamente íntimo, es como perderse a sí mismo. Se entiende así que, cuanto más rica es una personalidad, más intimidad posee (más amplitud y valor tiene para ella lo íntimo), y por eso, el sentido del pudor es más fuerte. En cambio, las personas frívolas, carentes de calidad interior, son más fácilmente proclives a descubrir su intimidad, justo por ser algo muy pobre, o de escaso valor a sus propios ojos.

Ciertamente cabe una patología –una actitud enfermiza– de la intimidad, si ésta se encierra obsesivamente y se convierte en exclusión. Pero el pudor es lo contrario: una señal de vigor espiritual. En parte es innato y en parte –como todas las cosas propiamente humanas– es fruto de una educación deliberada, que enseña el porqué del pudor y a seleccionar lo que de verdad debe reservarse. Como casi todas las virtudes, también es una conquista.

El pudor es necesario hoy como nunca para defender la propia dignidad. Evidentemente sería un desacierto afirmar, para el caso de las mujeres, que ellas son culpables de los atentados a su dignidad por la forma en que se vistan, definitivamente no. Pero al lado de eso también hay que afirmar que es un deber moral para con uno mismo protegerse, y protegerse no siempre quiere decir atacar: las disposiciones internas de la mente, del alma o de la esencia, pueden y deben materializarse incluso en nuestra apariencia, en la forma en que nos presentamos ante los demás. Y el pudor tampoco es asunto de mujeres, como no lo es netamente de lo sexual: también los hombres manifestamos autoestima y amor propio estando siempre pulcros, bien vestidos, a la altura del respeto que debemos a nuestro ser. Decir “bien vestido” no se refiere aquí, como se dijo al inicio, a andar con modas de siglos anteriores. No. Más bien, qué bonito sería pensar que las familias eduquen a sus hijos en el respeto a los demás, pero también en que deben vestir con recato y moderación. Es cuidarse, es no permitir que otro piense mal de mí.

Todos tendemos a abrigar lo que queremos: guardamos en cajas las cartas más preciadas, tapamos con velos los objetos que no queremos que se dañen; cubrimos con estuches y protectores lo que más queremos cuidar ¿por qué no hacer lo mismo con el cuerpo, templo de Dios y de su Espíritu Santo?

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