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El cristiano en la política

Escrito por Alejandro Usma

“Una práctica política no es moralmente verdadera cuando promueve discursos que anulan al hombre, que pretenden mostrarlo como dueño absoluto de la vida, o cuando prescinde de la faceta naturalmente espiritual presente en nuestra existencia”.

La profesión de la fe cristiana abarca no solo la vida espiritual interior sino una irradiación de la misma que ilumine todas las otras facetas del hombre. En cuanto a la política, no podemos separar en la vida cotidiana nuestra convicción de fe, de nuestra participación activa en la sociedad, en la que además, debemos ser fermento.

Nuestra relación con la política, incluso con la economía y la religión tiene un modelo: la práctica histórica de Jesucristo. Si vemos su vida, concluimos que toda relación interpersonal debe tener en el centro como primordial tarea la legítima humanización; es decir, poner a la persona al centro, con sus facultades y potencias, libre e inteligente, capaz de transformar en el bien su entorno. Esa visión cristiana del hombre busca hacernos conscientes de nuestra realidad de sujetos, y no objetos o esclavos.

Cuando desconocemos esa praxis histórica de Jesús, entonces tenemos en frente dos grandes tentaciones:

Por una parte, creer en un cristianismo apolítico, es decir, tener una fe que no se relaciona con la cuestión social; una fe que se limita a la devoción, la observancia fría de los Mandamientos y al culto. Por otro lado está la tentación de vivir una especie de cristianismo político pero identificado, o más bien confundido con algún sistema de gobierno que se propone como la respuesta a todas las aspiraciones del hombre, pretendiendo sustituir la presencia del Reino de Dios en el mundo. Ambos casos son una negación de nuestra verdadera identidad cristiana.

Los cristianos siempre corremos el peligro de estar viviendo una fe vacía, “fe de carbonero”, que no pasa de las meras formas del culto ritual –privado o público– y que nos cierra a la relación personal con Dios y con el hermano (St 2,15-17). O podemos caer en la tentación de la idolatría, poniendo en primera línea la adhesión absoluta a sujetos o sistemas políticos, económicos, que se proclaman salvadores y que incluso exigen culto. Nos hemos acostumbrado a ceder el espacio de Dios a otros (Dt 6, 4-6).

La condición política del cristiano no puede ser pues idolátrica, como tampoco ideológica: se afinca en el modelo de acción de Jesús, que proclamó con su predicación y sus obras una realidad diferente, una sociedad movida por ideales más nobles que las meras aspiraciones de poder y que tiene por característica el perdón y la ayuda mutua.

Teniendo este modelo claro, los cristianos estamos llamados a participar en nuestras estructuras inclinándonos hacia la búsqueda auténtica del bien del hombre, el reconocimiento de su importancia como imagen de Dios, y la verdadera promoción humana que tiene claro que el don de la vida es sagrado desde su origen hasta su término natural, y que busca atender las necesidades de todos procurando para todos unas condiciones básicas de vida que le faciliten llegar a realizar cada uno el plan de vida, la misión que le ha sido encomendada por el Creador. Para ello hay que discernir, a la luz de las enseñanzas de la Iglesia, la validez ética y la verdad moral de las propuestas políticas.

Una práctica política no es moralmente verdadera cuando promueve discursos que anulan al hombre, que pretenden mostrarlo como dueño absoluto de la vida, o cuando prescinde de la faceta naturalmente espiritual presente en nuestra existencia, generando cultos idolátricos a sus líderes, o incluso a las ideas que otrora se propusieron como salvación universal y que hoy vemos ciertamente hundidas en el fracaso, y que además arrastraron tras sí la ruina moral, y hasta material de muchas sociedades. El criterio para nosotros es la dignidad del hombre dada por Dios.

No se puede servir a dos señores. Ese es nuestro reto: se nos presenta como una oportunidad para que a través de nuestra participación en la política, con la fuerza prudente de nuestra fe, podamos ser constructores de la tan anhelada civilización del amor, cuya fuerza derriba fronteras y como el fuego, hace todo nuevo.

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