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Beatificación en México. Concepción Cabrera: Modelo de esposa, madre y apóstol.

“Podría decirse que “Conchita”, por lo que cuentan sus propias memorias, creció en lo que podría denominarse, apelando a la alegoría, un “humus católico”, muy propio del México tradicional y rural, en un periodo de la historia en el que la guerra de reforma y las medidas laicistas de Benito Juárez desafiaban la vida cristiana de tantísimas familias”.

Hoy, sábado 4 de mayo, fue beatificada, en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en México D.F, la Venerable Concepción Cabrera de Armida (1862-1937), reconocida por sus virtudes heroicas como mujer en las diferentes responsabilidades que le cupo desempeñar: hija, novia, esposa, madre consagrada, apóstol y fundadora de iniciativas apostólicas que existen hasta hoy.

La Venerable Concepción Cabrera se constituye en un modelo de mujer católica en tiempos que necesitan urgentemente de paradigmas que expresen en sus vidas concretas los valores de la Civilización Cristiana, cuyo ocaso se evidencia, particularmente, en el estilo de vida de la mujer contemporánea, infectada por criterios, nociones y prácticas anticristianos y profundamente revolucionarios como el igualitarismo, la sensualidad, la anticoncepción, el autonomismo y un amor desordenado y egoísta por los placeres del mundo y sus vanidades.

Un ambiente familiar cristiano, contrario a la desintegración actual

El Padre Marie-Michel Philipon O.P., renombrado teólogo francés, escribió una excelente semblanza sobre la vida de la Venerable Concepción Cabrera, a quienes sus más cercanos conocían como “Conchita”, bajo el título Diario Espiritual de una Madre de Familia, obra biográfica en la que traslucen los principios, las costumbres y las virtudes propias de una familia según el corazón de Dios, sin la cual es casi imposible llegar a la santidad, pues, quiérase o no, las personas suelen ser de por vida lo que recibieron de sus padres y hermanos en la más temprana infancia. Al respecto, comenta “Conchita”:

Mis padres fueron excelentes cristianos. En las haciendas siempre rezaba mi padre el rosario con la familia y los peones y la gente del campo, en la Capilla. Cuando por alguna ocupación urgente no lo hacía, quería que yo lo supliera. A veces llegaba antes de concluir y a la salida me regañaba por mi poca devoción. Decía que mis padrenuestros y avemarías andarían paseándose en el purgatorio y nadie los querría de lo mal rezados. Era mi padre muy caritativo con los pobres; no podía ver una necesidad sin aliviarla. Era de carácter alegre y franco. Le ayudé a bien morir y nos dio ejemplo de entereza. Él arregló el altar para su Viático, nos pidió perdón a cada uno de sus hijos de todo en lo que nos hubiera dado mal ejemplo o desedificado, agregando un abrazo, un beso y un consejo. Encargó por obediencia en su testamento que lo enterraran sin ponerle nunca lápida, ni piedra, ni su nombre, sólo una cruz. Así se ejecutó con la pena de todos. Mi madre era una santa: quedó huérfana de dos años y sufrió mucho. De diecisiete años se casó y fuimos doce hermanos, ocho varones y cuatro mujeres; yo fui el número siete, entre los hombres, Juan y Primitivo el jesuita” (14-15).

Si bien es cierto que la gracia de Dios todo lo puede, no es menos cierto que la gracia presupone la naturaleza, y que el ser humano requiere, por su propia esencia, ser conducido desde los primeros años por el camino de la fe y la virtud, los cuales son pilares fundamentales en la formación psicológica y espiritual y que, aunque pueden adquirirse tardíamente, no se logran en edades maduras sino con gran esfuerzo y con un trabajo de años, muchas veces tratando de corregir una vida desastrada, marcada por los errores que son consecuencia de una nula o carente instrucción por parte de los padres en las edades clave de la educación que son la niñez y la adolescencia.

Podría decirse que “Conchita”, por lo que cuentan sus propias memorias, creció en lo que podría denominarse, apelando a la alegoría, un “humus católico”, muy propio del México tradicional y rural, en un periodo de la historia en el que la guerra de reforma y las medidas laicistas de Benito Juárez desafiaban la vida cristiana de tantísimas familias. Su vida, pues, estuvo marcada por la cruz, lejos de un catolicismo burgués, acomodado y fácil, que muchos católicos hoy e, incluso, algunos movimientos eclesiales, promueven como forma de vida.

Novia y esposa casta en la era de la promiscuidad sexual

El pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila señalaba en su texto Notas que “el pudor es la incertidumbre de la mujer. La seguridad de su belleza, o la confianza en el amor que inspira, desatan su natural impudicia” (294). De acuerdo con esta perspectiva, inspirada en la moral católica tradicional, puede decirse que “Conchita” era una mujer pudorosa, pues en su testimonio acerca del primer y único novio que tuvo deja ver una notoria sencillez y humildad en lo que al autoconcepto se refiere, sorprendiéndose de ser digna del amor de un hombre, lejos de la rompecorazones actual, segura de sí misma, sus derechos, su belleza e inteligencia, que va de relación en relación según su capricho, alimentada por la idolatría que la música, la publicidad, el cine y hasta la literatura le profesan. Por otro lado, no hay en la historia de amor de “Conchita” con Pancho, su novio y futuro esposo, nada de la “love story” hollywoodense. La narración deja ver rasgos de concreción, seriedad, claridad y reciedumbre, en los que no existen ni el sentimentalismo, ni el romanticismo, ni las dudas y, mucho menos, la vanidad ni el engreimiento:

Yo no me creía capaz de inspirar cariño; se me conmovió el corazón y se me hizo tan raro que sufriera aquella persona porque yo no lo quisiera que le dije que sí lo querría, pero que no sufriera por tan poco. Volví a mi casa intranquila y con peso, ¡qué raro!…, tenía yo zozobra, pendiente, susto; por fin, habiéndole prohibido que me escribiera, lo hizo hasta mayo, y con las relaciones más o menos cortadas en temporadas exteriormente, porque a mi familia le parecía yo muy joven, y con razón, duramos nueve años de novios hasta que nos casamos. Tengo que agradecerle a Pancho que jamás abusó de mi sencillez; fue un novio muy correcto y respetuoso y yo, siempre, desde mi primera carta lo llevé a Dios. Me cabe la satisfacción de haberlo inclinado a la piedad siempre; le hablaba de sus deberes religiosos, del amor a la Sma. Virgen, etc. Él me regalaba oraciones y versos piadosos: el Kempis en un estuchito hermoso. Lo hacía frecuentar los sacramentos en lo posible, y desde aquel instante yo no dejé su alma” (18).

La fidelidad a un solo hombre, después de su fidelidad y amor a Dios, descuellan como perlas hermosas y de gran valor en “Conchita”, quien siempre rechazó los placeres del mundo e, incluso, cuando participaba de algún evento social, hacía dura penitencia, la misma que resulta hoy tan ausente en la vida del católico promedio:

A mí nunca me inquietó el noviazgo en el sentido de que me impidiera ser menos de Dios: ¡se me hacía tan fácil juntar las dos cosas! Al acostarme, ya cuando estaba sola, pensaba en Pancho y después en la Eucaristía, que era mi delicia. Todos los días iba a comulgar y después a verlo pasar: el recuerdo de Pancho no me impedía mis oraciones. Me adornaba y componía sólo para gustarle a él; iba a los teatros y a los bailes con el único fin de verlo; todo lo demás no me importaba. Y en medio de todo esto no me olvidaba de mi Dios, las más de las veces lo recordaba y me atraía de una manera indecible. Cuántas veces, debajo de la seda de mis vestidos, que me importaban igual que si fuera jerga, llevaba a los bailes y teatros un fuerte cilicio en la cintura, gozándome en su dolor por mi Jesús” (18).

La “manía pastoralista” de una considerable porción de la estructura eclesiástica actual ha difundido la nociva idea de que la fe católica no consiste en doctrinas, dogmas, ideas, sino de vida, de “experiencia de Cristo”, como vaga, abstracta y etéreamente la llaman algunos agentes pastorales; sin embargo, es un gravísimo y culpable error considerar que se puede llevar una vida buena, virtuosa y santa sin tener claro qué es, en sentido estricto, el bien, la virtud y la santidad, o sea, sin tener claros los distintos preceptos, normas y reglas de conducta que se derivan de los diez mandamientos de la ley de Dios. Es necesario precisar que la gran crisis moral del tiempo hodierno es una consecuencia directa de la pésima formación doctrinal y catequética que reciben los bautizados desde su más temprana infancia.

Son muchos hoy los hombres y mujeres que contraen matrimonio sin tener claros los fines de este sacramento, ni los deberes que adquieren con respecto a Dios, a su cónyuge y a sus hijos. No es este un problema de “experiencia de Cristo” ni de vivencia, no es una situación que se presente por las difíciles circunstancias sociales, políticas, culturales o económicas. Es, fundamentalmente, y sin lugar a dudas, un problema de la doctrina y de su transmisión. A los veintidós años, “Conchita” manifiesta un santo temor y una prudente reverencia ante la sacralidad del matrimonio, además de una comprensible preocupación por los serios deberes que este comporta:

“El día 8 de noviembre, como digo, se efectuó mi matrimonio con el Sr. Don Francisco Armida; y de las doce de la noche del 7 a la una del 8 recé con todo mi corazón la hora de quince a la Sma. Virgen al entrar el día en que iba a contraer tantos deberes que casi no sabía. A las seis de la mañana comulgamos Pancho y yo en San Juan de Dios, luego a arreglarnos cada uno a su casa. Yo mucho le pedí a mi Jesús que me ayudara a ser una buena esposa que hiciera feliz al hombre que iba a darme por compañero. Me puse aquel vestido blanco lleno de azahares, (que después lo regalé a una Purísima y lo que sobró para adornar los reclinatorios de mis hijos en su primera comunión y las almohaditas de los pobres en Nochebuena). Me prendieron el velo, corona, etc., y ya vestida me arrodillé a pedir la bendición a mis padres, que me la dieron con toda voluntad, pero llorando, y partimos en los coches a la iglesia del Carmen que estaba preciosa toda adornada con flores blancas. A las ocho de la mañana fue la ceremonia, efectuándola mi tío el Sr. Canónigo D. Luis G. Arias, hermano de mi madre. Oí la misa con mucha devoción y después volví a casa de mis padres a las felicitaciones y ceremonia civil. Más tarde fuimos a la fotografía; después a la ‘Quinta de san José’ en donde fue la comida y baile hasta el obscurecer” (21).

La beatificación de “Conchita”, la promoción de su ejemplo y su intercesión pueden ser un excelente medio para que la nación mexicana se restaure después de los fieros ataques de la Revolución en campos como la ideología de género y el aborto, que han destruido muchas familias, corrompiendo a la mujer y al hombre, a semejanza precisa del pecado original. Como ya señalara el filósofo español José Ortega y Gasset, aun sin ser cristiano, el esplendor o la decadencia de una sociedad dependen de las mujeres, pues son ellas quienes marcan el tipo de hombre que se debe ser el hombre deseable y deseado, y “Conchita” exigía, con su modo de ser, la virtud de su esposo, Don Francisco Armida, a quien la beata describe con palabras más que elogiosas: “Mi marido fue siempre un modelo ejemplar de respeto y cariño; me han dicho varios sacerdotes que Dios me lo escogió excepcionalmente, pues fue un ejemplar de esposos y de virtudes” (21).

Madre amorosa y sufrida en los días del egoísmo, el hedonismo y la “realización personal”.

Los dos fines del matrimonio católico son, en su orden, el procreativo y el unitivo. Es lamentable descubrir que la mayoría de los matrimonios de hoy no tienen claros estos fines y contraen nupcias por sensualidad, conveniencia, miedo a la soledad, apego o convención social (“todo el mundo lo hace”), relegando el fin procreativo o ignorándolo por completo, poniendo en grave riesgo el compromiso adquirido al momento de celebrar el sacramento.

El Catecismo del Santo Concilio de Trento, cuya validez, legitimidad y actualidad prevalecen y tienen vigencia, y que en la vida terrena de “Conchita” fue mucho más que un documento histórico, como lo quieren hacer ver hoy muchos progresistas, señala claramente sobre el apetito de procreación como causa del matrimonio sacramental:

“Este era el fin que señaladamente se proponían aquellos Santos Patriarcas quando se casaban: como se dexa ver en las Sagradas Letras. Y así avisando el Angel a Tobías en qué manera podría rechazar la fuerza del demonio, le dixo: Yo te mostraré quiénes son aquellos, contra los quales puede prevalecer el demonio. Aquellos que toman el matrimonio de suerte que excluyan de sí y de su alma a Dios, y se entregan a la liviandad como el caballo y el mulo que no tienen entendimiento, sobre estos tiene potestad el demonio. Y Luego añadió: Recibirás la doncella con temor de Dios por amor de los hijos, mas que llevado de liviandad: para que en el linaje de Abrahan consigas la bendición en los hijos. Y esta fue también la causa porque Dios instituyó en el principio del mundo el matrimonio. Por tanto es gravísima la maldad de aquellos casados, que o impiden con medicinas la concepción, ó procuran aborto. Porque esto se debe tener por una cruel conspiración de homicidas” (Parte II. Capítulo VIII. Parágrafo 13).

Días funestos en los que un alto jerarca de la Iglesia dice que “para ser buen católico no hay que tener hijos como conejos” tienen en el testimonio de “Conchita” un signo radical de contradicción. Madre de nueve hijos, nacidos entre 1885 y 1899, nunca vio en las vicisitudes económicas ni en la muerte de su esposo, fallecido en 1901, cuando “Conchita” tenía treinta y nueve años, una razón para rechazar la fecundidad ni la maternidad, pues si bien es cierto que el número de hijos que debe tener un matrimonio debe ser discernido por los cónyuges en oración, atendiendo a la Voluntad de Dios y a las condiciones morales y económicas en que se encuentran, no es menos cierto que en la actualidad, como parte de la agenda antinatalista que promueven instituciones como la ONU, UNICEF o Planned Parenthood, hay un rechazo a las familias numerosas, incluso entre muchos católicos, que las consideran asunto del pasado y cruz insoportable, imposible de cargar.

Las memorias de “Conchita” hablan de una mujer que vivió la dinámica del dolor-alegría en su responsabilidad de madre, y que, además de las dificultades naturales de la crianza y la muerte de cuatro de sus nueve hijos, mantuvo la certeza de la necesaria penitencia y la obligación de dar gracias a Dios y bendecirlo por todo lo que ocurre en este valle de lágrimas, también lo trágico y lo doloroso, de lo que nadie escapa:

“Mi marido tenía horas fijas de irse a su trabajo y de volver, las cuales yo aprovechaba en hablar con mi Jesús, en leer cosas espirituales (después de cumplir con mis obligaciones) y en hacer mis penitencias, quitándome los cilicios cuando él iba a llegar, porque una vez me tocó uno y mucho se enojó. Me decía que bastantes penas tenía con los niños, sus enfermedades, crianza; pero yo sentía que no era suficiente aquello, sino que yo debía procurarme dolor. Después diré cómo me cuidaba el Señor de ser vista. Mi confesor me quitó me parece que por tres años las penitencias; yo lo obedecí. En el año de 1887, el día 28 de marzo, lunes, a las doce de la noche nació mi hijo Carlos. Yo lo crié en toda su lactancia; era un niño muy vivo, inteligente y precoz; vivió sólo seis años y murió el día 10 de marzo de 1893 de una tifoidea terrible. En sus dolores decía: ‘hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo’; sufrió mucho y murió sin confirmación; esa pena me quedó. Fue su muerte para mi corazón un golpe terrible, desgarrador, un dolor jamás sentido hasta entonces. No quería arrancarme de su lado, pero habló la voz de la obediencia y en el acto hice el sacrificio de abandonarlo. En esos días hubo un alza de la plata y mi marido se puso mal en sus negocios, al grado que para el entierro de este niño tuvo que pedir prestado el dinero que se necesitó. En esta época me regaló el Señor con vergüenzas y penas pecuniarias. ¡Bendito sea Dios por todo!” (23).

Como consecuencia del pecado original, la mujer sufre por los miedos, inseguridades, celos y temores en relación al amor de su esposo y sus hijos. Es su deber luchar, por medio del esfuerzo natural y la gracia sobrenatural, con sus propias inclinaciones desordenadas, para saber confiar en el amor de Dios y de los suyos y para saber afrontar con resignación y abnegación los dolores de la vida. “Conchita”, aun quebrantado su corazón por el dolor de la muerte y las contradicciones, supo decir como María Santísima, en todos los momentos de su vida: “Fiat”.

Apóstol y fundadora en contraste con el catolicismo burgués

Fuera de sus trabajos continuos como madre y esposa, “Conchita” obtuvo, como fruto de su intensa vida espiritual, varias obras de apostolado que se han extendido por diversos lugares del mundo, uniendo a sacerdotes y laicos en una genuina labor pastoral, que ahora cuentan con el patrocinio de una beata que entendió su misión de laica, viviéndola de un modo particular, sobre todo, después de la muerte de su marido. Estas obras son el Apostolado de la Cruz, la cual impulsa a los que quieren santificar todos los actos de su vida, la Congregación de las Religiosas de la Cruz del Sagrado Corazón de Jesús, cuyo principal propósito es la adoración al Santísimo Sacramento día y noche y expiar las injurias inferidas al Corazón de Jesús, la Alianza de Amor con el Sagrado Corazón de Jesús, para laicos que se esfuerzan en cultivar en el mundo el espíritu de las Religiosas de la Cruz, la Fraternidad de Cristo Sacerdote, que trata de reunir a los sacerdotes diocesanos que participan de las Obras de la Cruz y la Congregación Sacerdotal de los Misioneros del Espíritu Santo, con presencia en México, Estados Unidos, ColombiaCosta RicaChileEspaña e Italia.

El P. Marie-Michel Philipon O.P. comenta al final del diario espiritual de “Conchita” la importancia que tiene en su espiritualidad la cruz de Cristo, en la que siempre se vio crucificada con Él y en cuyo sentido espiritual encontró el fundamento teológico y moral para vivir santamente todas las circunstancias

La Iglesia peregrina en el tiempo existe ante todo para continuar la obra de la Redención que Cristo realizó en la Cruz una vez por todas. He aquí el gran misterio de la Corredención. La Iglesia, a imitación de María, continuará la pasión de su Señor en sus mártires, en sus santos, en sus miembros todos aún en los más imperfectos cuando aman a Cristo de verdad. La Corredención es algo capital en la vivencia cristiana. No se puede amar a Jesús sin desear participar en la salvación del mundo. La ‘Soledad’ de la Madre de Dios muestra el valor salvífico del sufrimiento humano cuando se une al sufrimiento de Cristo. El dolor en sí no tiene valor alguno, es consecuencia y fruto amargo del pecado, pero el amor realiza el prodigio de convertirlo en valor de redención, el apostolado más fecundo es el ‘Apostolado de la Cruz’. Más aún: la participación en la Cruz de Cristo no es sólo purificación y expiación personal, es ante todo llamamiento a colaborar en la salvación del mundo. A medida que el sufrimiento es más inocente y más puro es más salvador para los hombres y más glorificador de Dios. Sólo los santos que han pasado por las Noches Oscuras de la purificación y que han llegado a la unión transformante participan plenamente, a semejanza de María en su Soledad corredentora y apostólica, en el misterio de la Cruz” (134).

Hoy, México sufre indeciblemente bajo el gobierno de un presidente que representa lo más radical de la Revolución gnóstica e igualitaria: el socialismo, el indigenismo, el igualitarismo y el odio a las élites. Ciertamente, el plan del demonio sobre un país predilecto de Dios y de Su Santísima Madre, Nuestra Señora de Guadalupe, es arrancar lo que queda en él de catolicismo por medio de la acción ordenada de fuerzas a su servicio trabajando en los múltiples campos de la vida social. La beatificación de Concepción Cabrera de Armida o “Conchita” ha sido una respuesta del cielo que tendrá innumerables consecuencias sobrenaturales y efectos maravillosos en el plano natural, pues un ejemplo de vida santa siempre mueve al cristiano a pedir perdón por sus miserias y seguir adelante en el camino hacia la patria celestial, hacia la Jerusalén Sagrada, meta final del peregrinaje terrestre.

Bibliografía

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