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¿Tú vives como discípulo(a) del resucitado?

Cada domingo y solemnidad litúrgica, durante la misa, todos nosotros los cristianos, en el credo de Nicea-Constantinopla, afirmamos “la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. Estos dos temas: la resurrección de los muertos y la vida eterna, son la esencia y el fundamento del cristianismo, por esto son dogmas de fe. Y se cree en estos dogmas de fe a partir de Jesucristo resucitado; pero se debe creer en esto no solo de manera teórica o intelectual.

¿Qué significa creer en estos dogmas de fe? Creer en la resurrección es creer en el poder de Dios de dar vida, y darla también después de la muerte corporal tanto para esta vida mortal, tal como aconteció con los muertos resucitados por Jesús, como para la eterna. En el evangelio vemos que Jesús resucita a algunos difuntos (Lc 7, 11-17; Lc 8, 49-50; Jn 11, 38-44), aunque hayan sido resurrecciones temporales, porque ellos resucitaron para seguir en esta misma vida terrenal y, en consecuencia, para después volver a morir. Pero habrá una resurrección al final de los tiempos que será permanente, definitiva, eterna; una resurrección tanto para la vida eterna como para la ignominia eterna (Dn 12, 2).

Se resucita para la vida eterna si se ha tenido a lo largo de la vida terrenal la vida sobrenatural, la vida de gracia. ¿Y quien nos da esta vida? Jesucristo resucitado. Jesús resucitado resucitará a la gloria y vida eternas a sus discípulos. ¿Y quiénes son sus discípulos? Quienes a la hora del morir físico tenían la vida sobrenatural, la vida de gracia, la vida de Cristo que se nos da a través de los sacramentos. “En ese cuerpo (la Iglesia), la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real” (LG, 7).

Sí. Es Jesucristo, como Dios que es, quien da vida, y Él da vida porque Él mismo es la vida (Jn 14, 6). “Ellas (mis ovejas) me siguen y yo les doy vida eterna” (Jn 10, 27b-28a). Y el Hijo del Hombre ofrece un pan que da vida eterna, y ese pan es Él mismo (Jn 6, 27). Y creer en Jesús es fuente de vida eterna (Jn 6, 40).

Es decir, Jesús resucitado resucitará a la gloria y vida eternas a quienes vivieron terrenalmente resucitados y así murieron.

Creer en Jesús es creer en Él en su condición de resucitado, y esto implica, pues, estar resucitados y mantenernos así hasta la muerte. Se trata pues de pasar a la eternidad vivos, aunque los cuerpos a la hora de la muerte corporal sean llevados a una sepultura.

Un verdadero cristiano vive resucitado hoy, y siempre. Creer en Jesús resucitado es amar la vida, defender la vida y luchar por ella, tanto por la propia como por la ajena; pero aquí no se habla solo de la vida natural sino también y sobre todo de la vida sobrenatural.

Un verdadero discípulo de Jesús resucitado es, pues, quien vive como resucitado, quien tiene la vida eterna, tanto en esta realidad terrenal como en la eternidad. La muerte física es inevitable, pero la muerte segunda (Ap 2, 11; Ap 20, 14; Ap 21, 8), la muerte del alma, sí que es evitable.

Jesús dijo: “Quien quiera seguirme niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga” (Mt 16, 24). ¿Y quien sigue a Jesús resucitado? Pues quien está vivo, porque los muertos no caminan en pos de Jesús, y los muertos tampoco comen. Quien está vivo se alimenta del cuerpo y sangre de Cristo en la misa.

Jesús dijo: “Yo he venido para que tengan vida y vida eterna” (Jn 10, 10). ¿Qué clase de vida eterna? Se entiende que Jesús no está hablando de vivir eternamente en esta tierra. Pretender vivir eternamente en esta realidad terrenal es, obviamente, imposible e inviable, además de insensato.

Las palabras “vida eterna” hablan de la presencia de Dios mismo en el ser humano. Dios se da al ser humano, saciándole de plenitud con su infinita verdad, bondad, belleza. Es que Dios ha creado al ser humano para sí; Dios es su finalidad para hoy y siempre. Bien lo dice San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti” (Confesiones I, 1, 1).

Jesús da a entender que la vida eterna, o el cielo, es vivir en la compañía permanente de Dios, en un estado de comunión perfecta y duradera con Él, vivir en su Santa Presencia. Y esto es algo que no es exclusivo de la eternidad sino que también debe ser una realidad en nuestra temporalidad.

La Biblia emplea la palabra “cielo” para referirse al ámbito propio de Dios; por tanto éste término no debe entenderse en sentido físico o espacial (pensando que el cielo esté materialmente arriba de nosotros). Y si se dice que el cielo está arriba, como cuando se piensa, por ejemplo, en Jesús resucitado que “asciende” al cielo, se dice en sentido metafórico; en este sentido el cielo es algo que está por encima de esta realidad imperfecta, caduca, limitada y pobre; el cielo es algo que está a un nivel superior al presente en todo sentido. El cielo significa alcanzar al ser trascendente y participar de su ser.

Las palabras humanas se quedan cortas a la hora de describir la condición de resucitados en el cielo o, que es lo mismo, para describir la vida eterna. Las palabras humanas son insuficientes para expresar el misterio de comunión íntima entre el ser humano y Dios en virtud del amor: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman” (1 Co 2, 9).

Según la fe cristiana, con el retorno glorioso de Cristo al final de la historia, todos los muertos (los cuerpos), resurgirán para reunirse a su respectiva alma espiritual; pero no es para volver a esta realidad terrena. De modo que cuando resuciten los réprobos sufrirán eternamente en toda su identidad personal la misma falta de verdad, bondad y belleza que experimentaron terrenalmente, debidas al alejamiento de la fuente de vida, que es Dios. Quienes terrenalmente viven y mueren alejados de Dios seguirán experimentando en la eternidad la misma ausencia de Dios: la muerte espiritual. Y por el contrario, quienes terrenalmente viven en la presencia de Dios hasta la muerte, teniendo su gracia, seguirán experimentando en la eternidad lo mismo; es decir, experimentarán el gozo de una perfecta e inquebrantable unión con Dios. Por esto los santos contemplaran a Dios tal cual es (Mt 5, 8; 1 Jn 3, 2).

P. Henry Vargas Holguín.

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