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Traidora, prostituta, pecadora…

Por estos días (como en cada época) las noticias contra la Iglesia se roban titulares, portadas, o incluso libros. Hace unos días vio la luz un texto novelesco y fabuloso –en el sentido literal del término– que pretende afirmar que en la Iglesia sólo reinan el escándalo, el abuso y el poder, con un agregado: la homosexualidad. Pero esas noticias, por estos días y siempre, en cada era, en cada época, cada tantos días, no son nada nuevo.

Es verdad que recientemente una sucesión de serios líos y evidencias de ciertos pecados y ofensas a la verdad, a la moral y a la fe nos han sorprendido, sobre todo acusaciones de abusos sexuales o su encubrimiento a prelados y cardenales; líos judiciales de jerarcas, una aparente disociación al interior de la Iglesia con respecto al pontificado de Francisco, y muchas otras cosas que se nos presentan a diario en los medios. Así las cosas, ¿cómo no creer que la Iglesia es, como muchos la han llamado, «prostituta, traidora y pecadora»?

La Iglesia, traidora.

Este tipo de noticias (cuando lo son, porque en un considerable número de casos son calumnias, o tergiversaciones malintencionadas) no son nuevas, han acompañado siempre a la Iglesia.

El Evangelio nos muestra que la Iglesia, cuando sus miembros caen en pecado, no debe ocultar los escándalos que dan algunos de sus hijos, a fin de que todo el mundo comprenda la fragilidad de la naturaleza humana, que es capaz de traicionar hasta al mismo Dios y también para entender que ser fiel a Cristo no es tarea fácil. Pero ello no significa que deba andar divulgándolos. Para ello cuenta con el sigilo sacramental y con los medios enseñados por el mismo Señor para la corrección fraterna y la depuración a que haya lugar, como además lo demuestran los hechos narrados en el libro de los Hechos de los Apóstoles.

A lo mejor no es descabellado pensar que en esa misma línea los escritores sagrados que pusieron por escrito la palabra de Dios, pudieron haber evitado transcribir por ejemplo la traición de Judas y su suicidio, pero ahí están como un testimonio de que a quien Dios elige, puede caminar en contravía de la elección divina de la que ha sido objeto.

El episodio del suicidio de Judas, ciertamente, sigue produciendo entre nosotros, veinte siglos después, sensaciones negativas y hasta incomprensibles; pero lo que sucedió a continuación da cuenta de aquella sentencia de la misma Escritura que afirma que «allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia»; pues la Iglesia naciente eligió a Matías en lugar de Judas y la aventura de la evangelización se encendió como una llamarada fuerte impulsada por el Espíritu del resucitado, y empezaría luego a incendiar el mundo del mensaje nuevo del Evangelio.

El triste escándalo de la traición y posterior fin de Judas, uno de los elegidos directamente por el Señor, se disipó pronto, ya que el heroísmo de sus compañeros que dieron la vida –literalmente– por Jesús y su doctrina, caló más hondo en el alma de los neófitos que la derrota de uno de los Doce Apóstoles.

Así las cosas, ¿tiene lógica que nos extrañe que entre esos casi mil doscientos millones de bautizados católicos actuales existan almas ruines, espíritus cobardes, personas ‘religiosas’ miserables, más llenas de vicios que de virtudes? No. Si en cada una de nuestras familias hay una “oveja negra”, y cada vez las familias son más pequeñas, ¿cuántas no habrá en el inmenso rebaño de Cristo? Tantas, tantísimas personas, entre consagradas, elegidas, célibes, solteras, de a pie, usan su libertad para elegir y escogen el camino atractivo de los siete pecados capitales, son capaces de las mayores monstruosidades, aunque hayan luchado por años contra sus propias debilidades y pasiones para al fin hallarse sin fuerzas para una regeneración completa.

Una negra aventura más en la Iglesia, un Judas más que se aparta tras un escándalo tremebundo, pero la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, que ha encajado el golpe bajo, seguirá navegando serena –o en medio de las tempestades– capitaneada bajo la acción poderosa del Espíritu Santo.

La Iglesia, «Casta prostituta».

Rahab

Impresiona, al menos entre nosotros los católicos, escuchar que la Iglesia es «una prostituta», una «iglesia pecadora».

El gran patriarca de Milán, San Ambrosio, empleó la expresión latina «casta meretrix», meretriz casta, pero en un contexto distinto al que se usa hoy para insultar a la Iglesia. Lo que San Ambrosio hace es una analogía de la Iglesia con la prostituta Rajab, que “hospedó y salvó en su propia casa a unos israelitas fugitivos”; y que ya antes de este Padre de la Iglesia, había sido vista como “prototipo” de la Iglesia. “La fórmula ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’, nació precisamente del símbolo de la casa salvadora de Rajab”.

Así comenta el cardenal Biffi, quien fue el predicador de los ejercicios espirituales de la Curia Romana en la cuaresma de 2007, en un ensayo sobre este tema escrito en 1996 (Giacomo Biffi: “Casta meretriz”. Saggio sull´ecclesiologia d´sant´Ambrogio, Piemme, Casale, 1996):

«La expresión “casta meretrix” lejos de aludir a algo pecaminoso y reprobable, quiere indicar –no sólo en el adjetivo sino también en el sustantivo– la santidad de la Iglesia. Santidad que consiste tanto en la adhesión sin titubeos y sin incoherencias a Cristo su esposo (“casta”) como en la voluntad de la Iglesia de alcanzar a todos para llevar a todos a la salvación (“meretrix”)».

«La Iglesia toma figura de la pecadora, porque también Cristo asumió el aspecto de pecador» (San Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas VI, 21).

Card. Giacomo Biffi
Libro del Cardenal Giacomo Biffi

Pablo afirma en su mensaje a Corinto, refiriéndose a los creyentes, es decir, a la Iglesia: «Porque mi celo por vosotros es celo de Dios, como que a un solo esposo os he desposado, para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2 Cor. 11, 2).

Esta bellísima expresión de fidelidad la hallamos también en boca del Bautista, cuando declara que él no es el Esposo, sino simple amigo de Éste (Jn. 3, 28-30).

El Papa emérito Benedicto XVI, en la homilía de la Epifanía 2008 afirmaba que por su origen histórico y por sus tendencias innatas, la Iglesia es santa y compuesta por pecadores. Procede del pecado del mundo, en cuanto está constituida por hombres, manchados todos por el pecado original, pero Cristo la lavó y la convirtió de ramera en esposa, por eso en la Iglesia, desde el Papa hasta el último cristiano estará siempre presente la tensión entre la debilidad humana y la fuerza de Dios.

Si bajamos estas reflexiones a un terreno un tanto más realista, es fácil demostrarlo ya: cada uno puede cerrar sus ojos, entrar dentro de sí y pensar en qué quedaron todos sus propósitos de santidad, todas sus promesas de cambio, de ser mejor cristiano, de ser mejor persona, de ofender menos a Dios, de ser más, y mejor…  Ah. Ya está. ¿Lo estamos cumpliendo? No hay vida humana sin debilidades, sin imperfecciones, sin traiciones a Dios –que son los pecados–.

No nos puede extrañar por tanto que a la Iglesia se le llame «prostituta», aunque suene duro y parezca irrespeto; lo que sí debemos hacer es tratar de evitar que lo sea, ya que cada uno de nosotros en su interior la prostituye en cuanto somos Iglesia y la manchamos con el pecado. Este es un extraño privilegio de participación que nos ha sido concedido y sobre el cual –como se ve– tenemos responsabilidad.

La Iglesia, consciente de esa verdad, ha buscado siempre y con honestidad su purificación permanente, y mientras la Iglesia esté constituida por personas humanas es inevitable que exista el pecado y si el pecado es traicionar al Señor, su divino esposo, es ahí donde surge la imagen o la idea de la prostitución.

Roma, «la ramera».

A los protestantes les encanta usar esta expresión de la Escritura para referirse, pensando insultarla, a la Iglesia de Cristo. San Juan en el Apocalipsis (Ap. cap. 17) se refiere a la gran ramera.

«Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas y habló conmigo diciendo: “Ven acá; te mostraré el juicio de la ramera grande, la que está sentada sobre muchas aguas; con la que han fornicado los reyes de la tierra, embriagándose los moradores de la tierra con el vino de su prostitución”».

Apocalipsis 17

Babilonia, «la gran ramera», es representante del mundo anticristiano (San Agustín), en particular de la ciudad de Roma (San Jerónimo). No representante de la Iglesia. Aquí se alude no al centro de la cristiandad, que es la Roma cristiana, sino a la Roma pagana, es decir, a todo el que vive de espaldas a la verdad.

En el Antiguo Testamento, los judíos consideraban a Babilonia como la encarnación de todos los males. Babilonia estaba arraigada en el mal, porque la Torre de Babel era el símbolo de la arrogancia humana, la soberbia y la rebelión contra Dios. En el año 586 A. C., los babilonios destruyeron Jerusalén y esclavizaron a sus hijos, llevándolos al exilio en Babilonia.

La nueva Babilonia es la Roma pagana –la bestia con siete cabezas y diez cuernos–. Es llamada la gran Babilonia, porque superó con mucho los males cometidos por la Babilonia antigua y todas las demás babilonias (símbolo de todo lo que es malo).

Los diez cuernos de la Bestia representan a gobernantes paganos que piensan como la Bestia en lo que se refiere a la idolatría y el culto al emperador, y por tanto comparten la autoridad de la Bestia. Ellos también perseguirán a la Iglesia, pero en vano –los fieles y los elegidos de Dios y el Cordero los vencerán–. Por tanto, la Iglesia esposa de Cristo, como institución divina querida y fundada por Él, no puede tener el apelativo de Ramera; el texto del apocalipsis aquí citado, tan usado por los enemigos de la Iglesia, sobre todo en boca del protestantismo atrevido, se refiere justamente con esa expresión a los gobernantes que no someten su voluntad a la voluntad de Dios, a los enemigos de Dios y de su Iglesia.

La purificación de la Iglesia

Para todo creyente que conozca un poco su fe, es claro que la Iglesia ha tenido que replegarse sobre sí misma muchas veces y entrar en un proceso de purificación para deshacerse de todo lo que se le va pegando proveniente del mundo. No es secreto para nadie que, en estos últimos tiempos, la Iglesia se está acercando a un nuevo período de purificación. En ella, como el Siervo de Dios arzobispo Fulton Sheen previó, tenemos todos una gran responsabilidad, nada fácil por cierto, considerando el estado del mundo y de las muchas tormentas que sacuden a la Iglesia.

Nuestra actitud como hijos de esta madre que es la Iglesia debe ser de edificación, de servicio, de amor. No podemos esperar a que la institucionalidad de la Iglesia, su aparato externo, lo haga todo, o haga algo: la Iglesia se santifica en cada uno de sus miembros. No es el colegio episcopal, el papado, el inmenso clero, el que tiene que hacer que la Iglesia sea santa: ellos, cada uno, debe trabajar por ser santo, y cada bautizado también.

La práctica cotidiana del bien, el esfuerzo sincero por cumplir la voluntad de Dios en nuestras vidas, la participación activa y consciente en la vida sacramental, el testimonio de fe y caridad, las buenas obras acompañadas de un sincero amor a Dios, son fórmulas infalibles para poner ladrillos limpios al amplio edificio espiritual de la Iglesia.

Dada la fuerza de nuestras inclinaciones hacia el pecado, la lucha ha de ser permanente y es una lucha dura, a fin de que nos mantengamos a flote en nuestra dignidad y, si hemos sido derrotados, consigamos inmediatamente la regeneración que nos libra de nuestra prostitución para convertirnos de nuevo en imágenes de Dios.

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