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Las Sombras Éticas de la Fertilización In Vitro: El Testimonio de una Hija
En una reveladora conversación durante una fiesta en Cambridge, una estudiante de doctorado estadounidense que investigaba el impacto de la FIV se encontró con una perspectiva inesperada: la de alguien concebido mediante esta técnica que se opone firmemente a ella. Este encuentro puso de manifiesto el complejo debate ético que rodea a la fertilización in vitro, una tecnología que cumple apenas 45 años desde el nacimiento de Louise Joy Brown, la primera «bebé probeta», el 25 de julio de 1978.
«No existe un derecho a tener hijos«, argumenta la autora del testimonio; «el único derecho en torno a la concepción es el del niño: ser bien cuidado y priorizado por encima de los adultos que lo rodean«. Esta declaración confronta directamente la narrativa dominante que presenta la FIV como ‘una solución universal a la infertilidad y un derecho reproductivo fundamental’.
Las estadísticas del NHS británico revelan una realidad menos optimista: incluso en el mejor escenario, con mujeres menores de 35 años, la tasa de éxito apenas alcanza el 32%. El costo del tratamiento en Reino Unido oscila alrededor de £5,000 por ciclo, sin incluir evaluaciones de fertilidad, consultas iniciales o congelación de embriones, llegando a superar las £10,000 en paquetes multi ciclo.
La autora señala problemas de salud crónicos que atribuye a su concepción mediante FIV, respaldándose en estudios que han encontrado correlaciones entre las técnicas de reproducción asistida y enfermedades mentales. «Ser concebida en un tubo de ensayo, en lugar del útero de mi madre, es espiritualmente perturbador», confiesa, agregando que «claramente, no estaba destinada a nacer».
El aspecto económico revela otra dimensión problemática: la FIV permanece como un privilegio de las clases media-alta y alta, contradiciendo el argumento de accesibilidad universal. Esta realidad económica convierte la procreación en una “commodity” más del mercado capitalista, según argumenta la autora.
La falta de seguimiento a largo plazo de los «bebés FIV» representa otra preocupación significativa. Una vez que el nacimiento se considera exitoso, estas personas son incorporadas al sistema de salud general sin consideración a las posibles consecuencias específicas de su método de concepción.
El testimonio culmina con una reflexión sobre la compatibilidad biológica: «Mis padres eran incompatibles como personas, y hay cierta ironía oscura en el hecho de que sus cuerpos parecían saberlo mucho antes que ellos», reflexiona la autora, cuyos padres se divorciaron cuando ella tenía cinco años.
Todas estas consideraciones, de hondo calado ético y existencial, deberían acuciar a los científicos, a los médicos, a los tecnólogos reproductivos, a los genetistas y, en especial, a los políticos, quienes están obligados a ser responsables, es decir, a acoger la Verdad sobre la Persona Humana y sobre el valor y el sentido de la vida y de la auténtica Dignidad Humana en la sociedad, antes de erigirse en demiurgos de ella o en sucedáneos del Creador.
La posición de la Iglesia Católica sobre la FIV es clara y consistente: se opone a esta técnica por considerar que separa la procreación del acto conyugal, viola la dignidad del embrión humano, que es ya un bebé en gestación, y frecuentemente implica la destrucción de embriones, es decir, de niños. A través de la instrucción Donum Vitae (1987) y posteriores documentos, ha reiterado que la procreación humana debe ser fruto del acto conyugal específico entre los esposos.