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No hay nada más fuerte que la Iglesia

En una preciosa homilía, San Juan Crisóstomo hace un elogio rotundo a la Iglesia como realidad divina y sacramento universal de salvación: afirma que ella, en virtud de ser santa porque así lo quiso su Divino Fundador, no puede ni podrá ser vencida nunca, porque ser vencida equivaldría al fracaso de su arquitecto, que es el mismo Dios, y sabemos que en ningún caso Dios puede ser vencido, a no ser por la fuerza del amor y en sentido figurado. Dice Crisóstomo:

No hay nada que iguale el valor de la Iglesia. La Iglesia es más alta que el cielo, más vasta que la tierra, más luminosa que el sol. ¿Cuántos intentaron luchar contra ella, sin poder vencerla?

Todos los que trataron de luchar con la Iglesia perdieron, mientras que ella se elevó hasta el cielo. En verdad, la Iglesia tiene tanta fuerza, que cuando alguien lucha contra ella, siempre es ella quien vence; cuando es difamada, se fortalece y cuando es objeto de burlas, se torna más refulgente que antes. Es herida, pero no cae. La golpean las olas, pero no la abaten. Se enardecen las tormentas en contra suya, pero no la consiguen hacer naufragar. Lucha, y no es vencida.

Si luchas contra otro hombre, vencerás o serás vencido. Pero si luchas contra la Iglesia, es imposible que venzas, porque Dios es más fuerte que todo lo que existe. Si Dios mismo la fundó, ¿quién podría moverla de su lugar? [1]

Esta misma Iglesia ha sido noticia recientemente por la celebración del Sínodo de la sinodalidad, cuya primera parte finalizó en Roma.  Este acontecimiento eclesial, como muchos otros en la historia reciente de la Iglesia, suscita en los fieles y en las personas, reflexiones, debates y dudas.  En este caso, volvió a la palestra de la opinión general si habría cambios en la doctrina, en la disciplina, en la moral, en los sacramentos. Al terminarse, al menos por ahora, vemos que aparentemente nada ha cambiado, aunque cada vez hablen más duro las voces que quisieran cambios de sustancia en la Verdad revelada.

Ante este panorama, es bueno que los católicos hagamos el ejercicio de concientizarnos sobre la naturaleza de la Iglesia. Es santa, porque es el Cuerpo Místico de Cristo, en el que Él es cabeza.  Por eso afirmaba el entonces cardenal Ratzinger que decir, así a la ligera, una expresión como “la Iglesia es pecadora”, debería rayar en la herejía. Una cosa es que seamos pecadores los que la conformamos en la tierra, y otra muy distinta es afirmar que ella, como realidad divina, espiritual y sobrenatural, sea pecadora.

Y por eso mismo la Iglesia es fuerte. Si la voluntad de Dios fue fundar la Iglesia, nada ni nadie la podrá derrotar ni vencer jamás.  La fuerza de la Iglesia reside en su esencia divina y sobrenatural, no en el empeño, siempre pobre, que podamos poner sus miembros en defenderla.  Es decir, ella se defiende sola por su sola existencia. Hay momentos, como este, en que pareciera sucumbir. Ha habido otros momentos en su bimilenaria historia en que se ha visto menguada, herida, rebatida y puede que en algún momento hasta la veamos agonizar y aparentemente morir, porque el demonio no cesa en su intención de destruirla. Es posible. Pero del mismo modo que la muerte del Señor en el Calvario no fue definitiva, ni la zozobra de la barca de los Apóstoles tampoco, veremos siempre resurgir a la Iglesia, por el triunfo de la que es su figura y modelo, el Inmaculado Corazón de María, y en virtud de la preciosa Sangre de su Divino Salvador.

Frente a ello, algunas consideraciones: pensar que la Iglesia “es obsoleta” y tiene que ser más moderna, es peligroso. Al menos, hay que ver con cuidado qué queremos cuando decimos que la Iglesia tiene que modernizarse, pues no podemos pretender ni de lejos que un grupo temporal de personas (siempre somos temporales todos los que la conformamos porque estamos de paso) pueda hacer algo como volver a crear, o redirigir o cambiar la misión de la obra de Dios.  La Iglesia permanece en el tiempo y con el tiempo, precisamente porque como realidad espiritual, es atemporal.  Podrá buscar las formas de hacer comprender el mensaje de salvación a las sociedades, pero no caminar al ritmo de ellas ni asemejarse al orden temporal, aunque en él subsista y viva.

La Iglesia no requiere transformarse; ella es lo que es. Los que deberíamos trabajar por ser dignos de ser sus miembros somos nosotros, los bautizados; con la fidelidad, con el testimonio, con el ejemplo, con la santidad de vida y con la obediencia a la Verdad que subyace en ella.  No es posible modificar la Iglesia según los deseos de nadie que no sea su Salvador, ella siempre existirá como fue entregada por Jesucristo a los Apóstoles, solidificada por ellos y heredada por todos en estos veinte siglos; enriquecida por la sangre de tantos mártires, la luz de tantos sabios, la belleza de tantos santos.  Claro que también ha sido herida por el pecado de muchos de sus miembros, incluso de sus altas jerarquías, pero ninguna herida hecha a la Iglesia puede ser mortal.

Así que no podemos tampoco temer: el Señor prometió que las puertas del infierno no prevalecerán nunca contra ella[2], de tal modo que nadie tiene ni tendrá poder suficiente para cambiar su naturaleza, su esencia y su misión: salvar a las almas.  Pareciera que hay confusiones; siempre ha habido momentos así. Pero esos momentos son necesarios para que, luego de las pruebas, la Iglesia se reafirme en su tarea y se fortalezca y vuelva a ser valorada y enriquecida con la fidelidad de sus miembros.  A veces pareciera que solo la misericordia importa; y ahí es bueno que no olvidemos que la misericordia y la justicia son las dos caras de la moneda de la caridad, y la caridad es nuestro mayor imperativo, nuestra bandera, nuestra única norma y nuestra distinción: justicia sin misericordia es crueldad, misericordia sin justicia es causa de desintegración, nos decía Santo Tomás de Aquino[3].  A la Iglesia corresponde entregar a todos la moneda de verdad; si le faltase una de las dos caras, estaría entregando una moneda falsa y faltando terriblemente a su misión.  


[1] San Juan Crisóstomo, Hom. De capt. Eutropio , 6

[2] Cfr. Mt 16, 18

[3] «Quia iustitia sine misericordia crudelitas est, misericordia sine iustitia mater est dissolutionis». Tomás de Aquino. Super Evangelium S. Matthaei lectura. Capítulo V.


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