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La crisis actual de la democracia occidental, particularmente en Estados Unidos, tiene raíces profundas que van más allá de las turbulencias políticas superficiales. Así lo sugiere un análisis detallado de las advertencias que Alexis de Tocqueville realizó hace casi dos siglos, cuando visitó América en 1830, y que hoy cobran renovada vigencia.
«El despotismo puede prescindir de la fe, pero la libertad no«, escribió Tocqueville, anticipando que el amor desmedido por la igualdad, sin el contrapeso de valores religiosos, conduciría inevitablemente a la servidumbre, el barbarismo y la miseria. Esta predicción resuena con particular fuerza en la actualidad, cuando la razón se ha sometido a la ideología y la religión ha sido marginada de la vida pública.
El Papa Benedicto XVI abordó esta problemática en su histórico discurso en Westminster Hall en 2010, cuando planteó la pregunta fundamental: «¿Dónde se encuentra el fundamento ético para las decisiones políticas?«. El pontífice enfatizó que la democracia, al igual que la razón, necesita cimientos sólidos y una conciencia que la guíe. «La religión ayuda a purificar e iluminar la aplicación de la razón en el descubrimiento de principios morales objetivos«, señaló.
La sociedad tradicional, caracterizada por vínculos metafísicos de amor, honor, lealtad y obligación, está siendo reemplazada por un individualismo extremo que Tocqueville distinguió cuidadosamente del mero egoísmo. Mientras el egoísmo es un vicio moral presente en todas las sociedades, el individualismo representa un error de razonamiento característico de las democracias modernas.
En las sociedades tradicionales, las personas están conectadas por lazos que no eligen: familia, comunidad, país. Estos vínculos generan obligaciones y lealtades que trascienden el interés personal. Como ejemplo contemporáneo, el vicepresidente J.D. Vance ha destacado cómo estos lazos familiares y comunitarios han dado forma a generaciones enteras en la región de Appalachia.
La democracia moderna, sin embargo, tiende a romper estas cadenas de conexión social. Como advirtió Tocqueville, «en medio del movimiento continuo que reina en el corazón de una sociedad democrática, el vínculo que une a las generaciones se relaja o se rompe; cada hombre pierde fácilmente el rastro de las ideas de sus antepasados o apenas se preocupa por ellas».
El individualismo democrático, cuando no está moderado por la religión, hace que cada persona se convierta en la única fuente de autoridad moral y verdad. Este desarraigo de valores trascendentes deja a la sociedad vulnerable ante influencias totalitarias, precisamente porque elimina las barreras tradicionales contra el poder centralizado.
La Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos ha enfatizado que esto no implica que todos los ciudadanos deban convertirse al cristianismo ni que deba establecerse una religión estatal. Lo que se necesita es que la antropología cristiana y su ethos informen las decisiones sociales, proporcionando un marco ético para el bien común.
La advertencia de Tocqueville sobre los peligros de la igualdad extrema y el individualismo, combinados con el espíritu inquieto de América y su búsqueda de bienestar material, parece más relevante que nunca. Sin el contrapeso de la religión y los valores tradicionales, la democracia corre el riesgo de degenerar en nuevas formas de despotismo.