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Las personas que sostienen al mundo

Estatua Romana de Atlas siglo II

“Y ahora emergen como nuestro más claro referente, aunque tal vez nadie las vea ni les reconozca en principio como tales. Pero ellas ofrecen consolación y esperanza, fe y seguridad, con su paciencia, con su “natural” equilibrio y ecuanimidad”.

Presentación

Intentamos responder inicialmente a la pregunta “¿Qué nos pasa?”. Partiendo de una mirada que incluye aspectos filosóficos, sociológicos, psicológicos y éticos, se examinan las distintas formas de respuesta que las personas dan y el comportamiento que asumen frente a los acontecimientos y ante las circunstancias que se les presentan. Nos detenemos especialmente en aquellas situaciones que nos abruman y sobrepasan, y sobre las cuales pareciera no haber forma de ejercer control.

Al observar tales respuestas y sus consecuencias, se puede hacer una apreciación sobre su funcionalidad o disfuncionalidad, y concluir si hay algunas que sean adecuadas, que constituyan un óptimo humano y social (un “plus”), y que se puedan ofrecer como un referente seguro a emular, tomando como base el aprendizaje sobre el que han sido asimiladas y el andamiaje sobre el que se han construido.

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¿Qué nos pasa?

¿Qué nos pasa? La pregunta parece tonta. El planteamiento podría parecerlo. Por ello quiero comenzar citando a Ortega y Gasset quien, al dictar unas lecciones en Buenos Aires, Argentina, en los años 30, se preguntó lo mismo y dijo –aventurando una respuesta que exponía la paradoja–:

«No sabemos lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa».

José Ortega y Gasset, filósofo y ensayista español (1883-1995).

Esta misma expresión la incluyó en su célebre «Lección VIII» del curso “En torno a Galileo”, impartido en la Universidad Central de Madrid, en 1933, el cual se publicó por entregas en “La Nación”, de Buenos Aires, entre 1933 y 1934, y que aparece en sus Obras Completas con el sugestivo título: “EN EL TRÁNSITO DEL CRISTIANISMO AL RACIONALISMO”.

De modo que también nosotros podemos cuestionarnos a partir de esa pregunta tan general para buscar una respuesta, al menos para empezar a dilucidar un esquema, una estructura, e intentar aproximarnos así a un fenómeno, y luego a las causas.

¿Qué pasa en el mundo?

¿Qué está pasando en el mundo? Aunque sólo han transcurrido unos pocos meses desde que la noticia del coronavirus en China se hizo oficial, de pronto éste se ve envuelto en una pandemia que se ha extendido y desarrollado en otros países en cuestión de días. Y así –también “de pronto”–, hemos asistido a una serie de eventos inéditos en nuestra historia.

Si bien en épocas anteriores ha habido pestes y dificultades, ahora la rapidez con la que se propagan los contagios es algo insólito, diríamos que una variable nueva. En principio, comparado con otras epidemias, la mortalidad no es tan alta; pero el argumento se cae ante los índices que estamos apreciando (a la fecha) sobre todo en Italia y en España, y ahora en la ciudad de Guayaquil, Ecuador, y en los Estados Unidos, tanto en contagios como en decesos.

Aunque lo prudente es esperar a ver cuál es el comportamiento, cómo evoluciona la situación en cada país y en el mundo, lo cierto es que asistimos ya a un “shock” inicial, por efecto de una pandemia que nunca nos había tocado con tal rigor y magnitud, por lo menos no a nuestra generación, y ahora –de repente– nos topamos de frente con ella y nos vemos abocados a sus consecuencias y efectos: uno de ellos, el que todos tememos, es la muerte, lo inevitable de la muerte. Pero no sólo ésta. En la vida cotidiana vienen una cantidad de cambios que nos adentran y nos obligan a todos a vivir una situación inédita, una realidad envuelta en circunstancias que nos sobrepasan y sobre las cuales no podemos ejercer el más mínimo control, salvo acatar las indicaciones y obedecer.

Nuevas circunstancias, y reacciones ante ellas

La primera de ellas es la cuarentena obligada, el “encierro” y –con éste– la adaptación y la necesaria modificación de los hábitos de vida, ya sea porque debamos compartir el espacio, modos, usos y costumbres con otros, o porque nos encontremos solos y debamos hallar nuestro propio tono y ritmo, no “de”, sino ante la vida. Una situación en la que de pronto, de un día para otro, nos vemos confinados –no necesariamente en un sentido negativo– y nos sentimos así, porque es un cambio dramático en las costumbres, en nuestro estilo de vida y en la forma como hemos vivido hasta el momento.

A partir de este hecho, hay gente –más de la que uno supone– que escribe poemas y empieza a expresar en ellos el contraste tan tremendo que están experimentando: para unos, el cambio de hábitos, lo que ello supuso y lo que ha implicado; para otros, el trastorno que esto ha traído a las vidas de todos… Añadido a esto, el hecho de que se nos está repitiendo, desde diversas fuentes y por distintos medios, que ya nada, nada absolutamente, será igual en adelante… Y es muy factible que realmente así lo sea.

Se nos venía advirtiendo sobre el ritmo frenético del “cambio” desde hace años –no tantos en realidad–, pero en la vida corta que todos tenemos, 30 ó 40 años parecen ser muchos, aunque en la historia humana son tan sólo un instante, pero quizá suficiente para cambiarlo todo de un modo definitivo y, por ello mismo, dramático para la vida de una generación. Nos decían de una manera incluso imperativa y un poco chocante: “El que no cambia al ritmo con el que cambia el cambio, lo cambia el cambio”. Y la gente de mercadeo apostillaba: “Y ya sabemos cómo: sacándolo del mercado”.

Además del traumatismo propio de la situación en el aspecto personal por los cambios de hábitos y de costumbres, aceptado a regañadientes para evitar un problema mayor de salud pública y consecuencias indeseadas como la afectación de familiares y la muerte, hay unos efectos sociales que ahora dejan de ser variables abstractas y lejanas y se convierten, también de pronto, en realidades crudamente concretas y demasiado –incluso peligrosamente– cercanas: por ejemplo, la relación entre el trabajo y la economía, la estabilidad y los ingresos, la producción y la utilidad…

Aspectos humanos

En el aspecto ético y moral –en el que muy poco se piensa y al que no sólo no se le presta atención ordinariamente sino que se lo menosprecia aceptándolo apenas como algo “accesorio” y, finalmente, rechazándolo como una cuestión “inútil”–, sobreviene necesaria, inevitable e indispensablemente, un replanteamiento, una reconsideración de nuestras prioridades. De un momento a otro nos percatamos de lo importantes que son y ahora pasan a ser nuestros familiares, parientes, allegados y amigos cuando las interacciones se han reducido y los contactos se han roto.

Aunque disponemos de sofisticados medios digitales para comunicarnos, comienza una fase de aislamiento y de distanciamiento personal, a partir de la cual emergen distintas formas de reacción –que no decimos que sean extrañas o estén mal en cuanto expresión de afecto–, pero que resultan las más de las veces de un tono, de un volumen y de una forma de expresión, de una tesitura, exageradas, hasta extravagantes: de pronto, lo que estaba a la vista pero no valorábamos, ahora no sólo aflora sino que lo hace y “salta” con una fuerza inusitada. ¿Acaso por efecto de alguna forma de sentimiento de culpabilidad?

La primera de ellas, una exaltación de ciertos valores, una especie de romanticismo verbal, todo “de boca”, de palabras que se sienten emotivas pero superficiales, como dichas “de dientes para afuera” –no porque las personas no sean sinceras al hacerlo, sino porque lo hacen movidas por una espontaneidad emotiva y no tienen una conciencia ponderada de lo que están hablando–. Entonces, como en una velada y por efecto de los tragos, se empiezan a “romantizar” la amistad, las relaciones familiares…

La fuerza de la costumbre…

Pero, con seguridad, si se retomara el ritmo habitual con el que se hacen las cosas, si éstas volvieran a la normalidad en ese instante, todo sería diferente o, mejor dicho, volvería a ser como antes: las relaciones estarían marcadas por la premura, por la rutina y por los choques inevitables, sin contemplaciones ni idealizaciones, y mediadas por el juicio inmediato sobre los actos, los pensamientos o el valor supuesto que les atribuimos a las acciones o intenciones de los demás. El romanticismo cedería ante la tensión propia de las circunstancias, y se volvería al trato “normal” de la vida ordinaria.

Bastó un día –entre la fase de aislamiento preventivo y el inicio del obligatorio– en el que la gente asumió que había una especie de tregua o que no comenzaba del todo la cuarentena, para volcarse a las calles, y que todo volviera “a la normalidad”, entendiendo por esta una cierta forma de comportamiento social, porque aquel día nada era realmente normal: se veían filas para todo, muy lentas debido a los controles para entrar y acceder a distintos servicios como cajeros electrónicos y a los supermercados, que obligaban a las personas a permanecer más tiempo del previsto en la calle, expuestos a la contaminación y al contagio. Entonces el afán, la ansiedad, el miedo, ese “instinto” primario de supervivencia, hicieron su parte determinando una manera de pensar y de actuar, antepuesta y contrapuesta a ese romanticismo, a esa idea bucólica de la amistad, de la familiaridad, de la vida compartida. En aquel momento, por fuera de la familia, cualquiera era “nadie”.

Héroes y villanos

Otra forma de reaccionar, también muy romántica, idealista y aparentemente extraña –pero que está debidamente documentada por la psicología social y por la sociología– es la búsqueda de villanos o de héroes. Se empieza a culpar de algo a todo el mundo, al gobierno, y quién sabe a quiénes, de lo que está ocurriendo: que no tomaron las precauciones debidas ni dictaron las medidas adecuadas, etc. Pero, a su vez, se empieza a focalizar a los héroes, a aquellas personas que prestan uno u otro servicio, como los médicos y el personal de salud, que incluso puede –como ocurre con cualquier persona normal– que no lo hagan de manera altruista sino porque “les toca”, porque ese es su trabajo. Pero ahora hay una nueva óptica de la realidad, y pareciera que esas personas fueran las que nos inspiran, las que nos dan el ejemplo, y a las que nosotros de alguna manera les estaríamos retribuyendo –al menos reconociendo– si las empezamos a destacar, a enaltecer, a idealizar…

Es un fenómeno similar al enamoramiento en el que se idealiza a la otra persona, pero esta vez a escala social; una especie de sugestión colectiva en la que pronto empiezan a aparecer como seres “amados”, sin defectos, amables, gentiles y bondadosos quienes de ordinario prestan un servicio, el mismo que vienen haciendo cotidianamente, pero del cual no nos percatábamos porque era habitual y rutinario.

Al respecto, recuerdo la anécdota de una vecina que discutía con los trabajadores del aseo, porque el camión recolector de la basura –que pasa entre las 6 y 7 de la mañana, y obviamente es un carro que al compactarla, y además por el potente motor y por la cantidad de peso que transporta y debe procesar– hace un fuerte ruido, y a esta señora le molestaba y salía a reñirles a los operarios. Ahora ya no importa el ruido. Todos los vecinos los ven con “otros ojos”, los tratan con mayor consideración y benevolencia, y hasta los aplauden. Pareciera que en medio del silencio reinante al que nos vemos obligados, el rugir y la vibración de aquel motor se erigieran como el toque marcial de un batallón que anuncia y trae un mensaje de esperanza, como el tic-tac de un reloj que nos dijera, a ciertas horas: “mira, esta es la hora en que las cosas se echan a andar y continúan”. Como si nos recordara que la vida debe seguir funcionando, a pesar de todo, y que si no lo aceptamos, ahí están su fragor, su potencia, su peso y su ruido ineludible para mantenérnoslo presente.

Ahora adquiere ese nuevo significado, y lo agradecemos: eso que era rutinario y habitual, que molestaba, se ha vuelto extraordinario: ya no es sólo “un” servicio, sino un “gran” servicio, algo fuera de lo normal y digno de encomio, algo que obedece a una especie de orden superior, a un designio de bienestar para nosotros, y que merece todo nuestro respeto, consideración y expresión de cariño. Entonces empezamos a consagrar a las personas que hacen dicho trabajo. Indiscutiblemente, ellos están casi en una línea frontal, en la calle, expuestos. Pero en la línea del frente, los más expuestos son el personal médico y de urgencias que están en contacto directo con personas contagiadas, con distintos niveles de gravedad…

Responsabilidad: ¿inmadurez o elusión?

De modo, pues, que si bien es loable toda esta labor, sigue llamando la atención el hecho de la forma en que reaccionamos… ¿Por qué respondemos así? Una premisa importante podría ser que ese afán de buscar héroes o villanos, culpables y chivos expiatorios, obedece también en alguna medida al hecho de que nos resistimos a asumir responsabilidades. Es más fácil felicitar a alguien por un triunfo –aunque todos querríamos ir en el bus de la Victoria– o culpar a otro por un fracaso, que asumir cada quien la parte de responsabilidad que le corresponde; de tal manera que si algo no sale bien, simplemente no lo asumimos, porque “no estábamos en ello”.

Esto tiene todo qué ver con nuestra personalidad, con nuestra psicología, en el ambiente reinante actual. No somos maduros y, al parecer, ¡no queremos serlo! Es más, puede que seamos plenamente conscientes de la situación y de “lo que nos corre pierna arriba”, también en el caso de que las cosas salgan bien, pero ocurre que en algún momento anterior de nuestra vida ya hemos tomado la decisión de que “yo viviré a mi manera”, como me plazca; que yo determino quién soy; que soy dueño de mí mismo, absolutamente; y, en consecuencia, que yo determino que la felicidad consiste en esto o en aquello, y que yo voy a buscarla en eso que me gratifica, nada más, prescindiendo de todo lo demás que me traiga la vida, especialmente si se trata de alguna forma de privación o de sufrimiento.

Capacidad de afrontar y de asumir la realidad

Porque con el sufrimiento vienen, de manera inevitable, el replanteamiento y el “religamiento” a los que nos llevan estas crisis. Porque si la cuestión se agrava y nos vemos abocados a la muerte, ya no solo personal sino de alguien cercano, de un ser querido, de algún conocido, y vemos horrorizados cómo este fenómeno se expande de manera exponencial, obviamente vamos a tener mucho miedo, proporcional al vacío tan grande que dejamos anidar en nuestras almas. Y quienes no hayan estado preparados interiormente, espiritualmente, para asumirlo, van a entrar en una crisis existencial severa, supremamente profunda y grave.

Ante esta situación, hay un tipo de personas, aquellas de las que nos reíamos porque sostenían medianamente una forma de vida centrada en la oración; aquellas que se vieron abocadas durante los tiempos normales y rutinarios a muchos sacrificios, a muchas renuncias, a muchas privaciones y dificultades, que de pronto emergen pareciendo tener ahora la fortaleza que suponíamos les faltaba, y que les permite hoy asumir y afrontar esto, por lo menos sobrellevarlo, y tener un poco más de serenidad ante la situación, ante el desastre y la catástrofe.

Ansiedad, emotividad y paganismo

Paradójicamente, y en contraste con ellas, hay personas que ostentaban visiblemente una vida piadosa, de las que esperábamos al menos la entereza e imperturbabilidad de las anteriores, pero que reaccionan erráticamente: unos más aquietados, otros más ansiosos, y otros francamente angustiados. Conocedores de todas las profecías y “mensajes del cielo”, ante la situación, comparten con un alarmismo de trompetas y con un dramatismo exorbitante, mensajes de este tenor: “Hermanitos, el cielo clama, el cielo nos llama…”.

No necesariamente se trata de personas fanáticas o que no sean conscientes o ecuánimes, pero muestran estar pasando por un estado en el que son altamente sugestionables e influenciables y, por lo tanto, psicológicamente vulnerables. Al actuar así, condicionadas como están por una emotividad inestable –que desborda los límites dentro del rango de perturbación que es de esperarse ante estos hechos–, transmiten un mensaje que desfigura la realidad en dos sentidos: primero, el emocional, con el que están de algún modo queriendo envolver a los demás y llevarlos a su mismo nivel de exaltación, a hacerlos partícipes y reforzadores de su perturbación; y, segundo, el contenido de lo que dicen, que definitivamente se basa en una percepción y en una apreciación distorsionada de la realidad.

Hay otros que hacen lo mismo, pero con una actitud estoica, sin histerias ni alharacas: difunden mensajes ya no “proféticos”, sino “espirituales”, supuestamente centrados en la extraña “lógica” de que “el planeta” nos está ‘devolviendo’ lo que le hemos hecho. Estos no sólo se ven tranquilos, sino aún impasibles ante los hechos. Parecen resignados ya a los designios de un fatalismo determinista, y simplemente aceptan que las cosas “sean así”, y que “pase lo que tenga qué pasar”. Esa es la indiferencia propia del pagano.

Acrisolados por el sufrimiento…

Como vemos, es muy distinto el caso de quien, de la Mano de Dios, ha sobrellevado su sufrimiento, de quien ha padecido y ha podido soportar todas estas situaciones: el que las ha vivido, las soporta con un poco más de serenidad, ha aprendido a recogerse y a hacer silencio, a hablar sólo cuando es necesario o edificante, es más ponderado y equilibrado. Pareciera que la curva de resistencia, el umbral de dolor, les fuera más favorable y estuvieran más preparados para aceptar la realidad tal como viene, para afrontarla y para asumirla. También pueden entrar en “shock” y experimentar ansiedad… Pero en ellos prevalece un rasgo, una cierta serenidad que no los abandona.

Esas son las personas que sostienen el mundo, son las personas que sostienen al resto de la humanidad en estos instantes: que oran, piden e interceden con serenidad y con fe. Aunque en ellos haya miedo, angustia, dolor… Pero como ya han experimentado y vivido con anterioridad la soledad y el abandono, el sufrimiento, la enfermedad, la pobreza, la vergüenza, y una cantidad de situaciones en las que se han fortalecido, y ya han pasado por el crisol, estas personas parecen tener un sustrato firme, una base sólida, dados por el mismo Dios para vivir su fe y su religiosidad de una manera más ecuánime, más equilibrada y, por lo tanto –me atrevo a decirlo–, más eficaz.

En estas personas no sólo parece cumplirse, sino que se realiza lo que dice la Sagrada Escritura en el capítulo 2 del libro del Eclesiástico, versículos 1 al 5 –y algunos de los siguientes–, que literalmente dice:

1 Hijo mío, si tratas de servir al Señor,
prepárate para la prueba.
Fortalece tu voluntad y sé valiente,
para no acobardarte cuando llegue la calamidad.
Aférrate al Señor, y no te apartes de él;
así, al final tendrás prosperidad.
Acepta todo lo que te venga,
y sé paciente si la vida te trae sufrimientos.
Porque el valor del oro se prueba en el fuego,
y el valor de los hombres en el horno del sufrimiento.

Eclesiástico 2, 1-5

Las personas que sostienen al mundo

Estas personas llevan años –y no son pocos: 20, 25, 30 años, tal vez más, algunos quizás un poco menos–, pero han pasado pruebas tan duras que se han acrisolado en ellas. Y ahora emergen como nuestro más claro referente, aunque tal vez nadie las vea ni les reconozca en principio como tales. Pero ellas ofrecen consolación y esperanza, fe y seguridad, con su paciencia, con su “natural” equilibrio y ecuanimidad.

Porque una cosa es segura: sus respuestas no son espontáneas, sino depuradas y tamizadas en el crisol. Y quienes las llevan, es decir, quienes han aprendido a ejercerlas, se las han ganado, las han merecido por derecho propio, les pertenecen, y éstas son, realmente, quienes nos están sosteniendo, las personas que sostienen al mundo.


Imagen del Título: Estatua romana de Atlas (siglo II).

Atlas (mitología)

En la mitología griegaAtlanteAtlas o Atlantis (en griego antiguo Ἄτλας, ‘el portador’, de τλάω tláô, ‘portar’, ‘soportar’) era un joven titán al que Zeus condenó a cargar sobre sus hombros el cielo (Fuente de este dato: Wikipedia).


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