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El proyecto de ley de suicidio asistido que se presentará ante la Cámara de los Comunes británica el viernes próximo, parece tener pocas posibilidades de ser aprobado, a pesar del apoyo del primer ministro y de los principales medios de comunicación.
No faltan quienes apoyen semejante iniciativa con argumentos falaces, como que se trata de «una rara oportunidad para enriquecer las libertades fundamentales de las personas» (The Economist) o de «el mayor cambio en materia de política social liberalizadora en una generación, a la altura de la abolición de la pena capital y la legalización del aborto» (la veterana laborista Harriet Harman).
Se prevé una votación reñida, y algunos observadores de Westminster predicen que la propuesta será rechazada en su primera lectura. El secretario de Salud y el secretario de Justicia, los dos ministros que tendrían que implementar el programa de suicidio asistido, han dicho que votarán en contra. Los dos parlamentarios con más años de servicio, un conservador de la derecha de su partido y un laborista de la izquierda del suyo, han escrito un artículo conjunto en contra del proyecto. El Partido Laborista está tan dividido sobre este tema que Morgan McSweeney, el estratega político estrella y jefe de gabinete en Downing Street, espera que el proyecto de ley fracase, para que el tema desaparezca.
Uno de los jueces más prominentes de Gran Bretaña, en un extenso y devastador análisis, declaró que las medidas de seguridad, las salvaguardas, «quedan lamentablemente cortas».
Pero la razón principal por la cual la votación probablemente será muy reñida es que muchos parlamentarios, incluso los más seculares y progresistas, temen lo que vendrá después. Cuando una nación adopta la eutanasia asistida, al principio se presenta como un procedimiento prolijo para resolver algunos casos tristes y desordenados. Más tarde descubren que no se trata de un simple procedimiento, sino de una criatura viva, un monstruo marino que devora a los náufragos: discapacitados, enfermos mentales, culpables, pobres…
Gran Bretaña, a pesar de «ser el mejor país del mundo», también se caracteriza por ambulancias y trenes que no llegan a tiempo, demoras judiciales de dos años, interminables listas de espera y proyectos de infraestructura cancelados. Así que la idea de pedirles a los hospitales y tribunales que administren de manera segura fármacos letales para los miserables suena, bueno, suicida.
Independientemente de si se aprueba o no, este proyecto de ley ya ha puesto de manifiesto algunas cosas, incluso paradójicas: en la extrema izquierda, los remanentes de la facción corbynista se inclinan en contra, citando las consecuencias no deseadas para los más vulnerables.
La otra revelación es que la política de la esperanza está de salida y la política del miedo es la próxima gran cosa. Al final, ambos bandos han apelado a terrores en competencia: el miedo a una muerte dolorosa (que los médicos expertos en cuidados paliativos dicen que se ha exagerado irresponsablemente) versus el miedo al asesinato masivo de los marginados (que los defensores del suicidio asistido dicen que no sucederá si realmente no lo deseas).
Es un trasfondo cristiano, que le da a la vida, incluida la vida política, un sentido de propósito, significado y noble ambición.
Imagen: ©House of Commons/Roger Harris, proporcionada por Wikimedia Commons, con licencia Creative Commons. Imagen recortada.
Fuente: Assisted Suicide and the Politics of Fear | Dan Hitchens | First Things
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