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“Shekinah”, de El Valle de la Decisión a La Morada de Dios

“Pese a ser una mujer profesional, casada y madre de tres hijos, persistían en mí una inmadurez y una cerrazón que tenían secuestrado mi libre albedrío, bloqueaban mi voluntad, y me impedían tomar las decisiones adecuadas. La primera y más importante, consistiría en cerrar todas y cada una de las puertas de mi corazón a la curiosidad y al falso conocimiento, y mirar hacia arriba, hacia la escasa luz real que aún podía percibir”.

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En esta nota hago la reseña de dos libros –que he tenido el privilegio de revisar– de una misma autora, Marcela Cardona, cuya vida aparentemente estable y normal se hundió literalmente en la oscuridad, en el valle de las sombras, debido a una curiosidad malsana y desbordada, pero que luego transitó, por la Gracia de Dios, hacia El Valle de la Decisión, que es el que le da nombre a su primer libro.

Este camino le dio la fuerza y la determinación para avanzar hasta “La Cámara del Rey”, permitiéndole a Dios reconstruir y restablecer el vínculo (“re-ligare”) y adentrarse así en una relación confiada con Él. Entonces la Providencia Divina le lleva a peregrinar a la Tierra Santa, y a entender allí –como le ocurrió en el Cenáculo– que no es un sitio por sí mismo el que posibilita la acción de Dios en nuestras vidas, y que nadie accede al ámbito divino si no es Dios –cuando por fin encuentra a una persona realmente dispuesta– quien cumple en ella su promesa: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Juan 14, 23).

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Esta vivencia es la que le da el nombre a su segundo libro: “Shekinah”, la Morada de Dios. Y es la que integra el camino recorrido: lograr salir de la sombra del mal y verse cubierta por la sombra que procede de Dios. Al respecto, es bastante iluminadora una acotación del papa Benedicto XVI:

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1, 35).

Comencemos con esta última promesa. Por su lenguaje, pertenece a la teología del templo y de la presencia de Dios en el santuario. La nube sagrada –la shekiná– es un signo visible de la presencia de Dios. Muestra y a la vez oculta su morar en su casa. La nube que proyecta su sombra sobre los hombres retorna después en el relato de la transfiguración del Señor (cf. Lc 9, 34; Mc 9, 7). Es signo nuevamente de la presencia de Dios, del manifestarse de Dios en lo escondido. Así, con la palabra acerca de la sombra que desciende con el Espíritu Santo se reanuda la teología referente a Sión que se encuentra en el saludo. Una vez más, María aparece como la tienda viva de Dios, en la que Él quiere habitar de un modo nuevo en medio de los hombres.

Joseph Ratzinger, La Infancia de Jesús.
Editorial Planeta, 2012. Págs. 35 – 36.

Podríamos reflexionar con profusión sobre muchos aspectos a partir de dicho texto. Baste decir que esta experiencia es la que recorre el testimonio de Marcela, entendido como un auténtico camino de conversión y de compromiso, hasta el punto de que ella es hoy –aún en medio de sus obligaciones personales, familiares y profesionales propias de su estado– una seglar formalmente consagrada al Señor y –como corresponde– sujeta a su Director Espiritual. Pero más impactantes son los testimonios de conversión y cambio de vida de quienes han leído los libros.

Quienes estén interesados en adquirirlos, pueden hacer contacto en:

A continuación incluyo el video con su testimonio, y sendos extractos de los dos libros reseñados, que invito a leer.

 El Valle de la Decisión y mi Camino hacia la Luz

«Hay un santuario interior, un lugar real, escondido en la vida de cada persona, y muchas difícilmente lo atisbamos. Suelen ser las personas dóciles las que, sin necesidad de haber pasado por la oscuridad, primero se lo topan y, de paso, se encuentran a sí mismas; entonces aprenden a disfrutar de sus bendiciones y beneficios, y ya no quieren vivir en ninguna otra parte. Otras, sin embargo, jamás dan con él, no se encuentran a sí mismas, y se pierden.

Los que sin ser dóciles hemos podido llegar hasta él, lo hemos logrado únicamente después de un interminable y penoso recorrido por caminos inciertos que, indefectiblemente, nos han llevado a atravesar el Valle de las Sombras. Y esa es mi experiencia. En mi obstinación, debí recorrer un largo y tortuoso camino adentrándome cada vez más por los vericuetos de la oscuridad, sin encontrar la manera de salir.

Pese a ser una mujer profesional, casada y madre de tres hijos, persistían en mí una inmadurez y una cerrazón que tenían secuestrado mi libre albedrío, bloqueaban mi voluntad, y me impedían tomar las decisiones adecuadas. La primera y más importante, consistiría en cerrar todas y cada una de las puertas de mi corazón a la curiosidad y al falso conocimiento, y mirar hacia arriba, hacia la escasa luz real que aún podía percibir.

El camino de salida, pues, pasaba a través de mí misma. Pero para ello debía captar primero lo que desde el siglo IV ya había asimilado San Agustín, cuando refiriéndose a la Luz de Dios, confesó: «Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí». Como el hijo pródigo quien, “entrando en sí mismo”, descubrió que su única tabla de salvación era el camino de regreso a la casa del Padre.

Entonces me dirigí al recinto interior, a la cámara secreta, y allí descubrí ya no uno, sino dos lugares maravillosos: el Valle de la Decisión y la Cámara del Rey.

En “El Valle de la Decisión”, aprendí a asumir la responsabilidad de mis propias decisiones y de sus consecuencias, para convertirme así en una persona realmente dueña de sí misma, en una persona auténticamente libre, como lo dice con claridad el libro de los Proverbios: sólo “Quien se gobierna a sí mismo, es capaz de gobernar una ciudad”; no antes (Proverbios 16, 32).

Y en “La Cámara del Rey”, que es donde uno realmente encuentra sus delicias, nunca se acaba de aprender. Por ahora, sólo diré que allí aprendí el valor de la docilidad, de asentir libremente a la Voluntad Divina, y que a partir de entonces, por fin, mi vida encontró su fundamento, su piedra angular.

De todo este proceso es de lo que hablo en este libro. E invito al lector a superar cualquier prejuicio: a no desechar la lectura porque aquí “se habla de Dios”, sino a asumir, como lo hice yo, su propia responsabilidad. La historia de mis errores y de la oscuridad en la que anduve sumida es prueba fehaciente de que cada uno puede, si realmente lo quiere, encontrar la luz; pero de nada le sirve si no se deja guiar por ella».

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“Shekinah”, La Morada de Dios

“…pues ahora he escogido y consagrado esta casa para que Mi nombre esté allí para siempre, y Mis ojos y Mi corazón estarán allí todos los días” (2 Crón. 7, 16).

«Jerusalén es la ciudad de Dios, ¡Su monte santo! La escogió como Su lugar de habitación en la tierra. Todos los que aman a Dios son atraídos a Su hogar. Los que conspiran contra Dios, también conspiran contra ese lugar.

Dios dijo que pondría Su nombre allí para siempre. En nuestra época de imágenes por satélite, hemos podido ver que Dios puso Su propia estampa sobre los montes de Jerusalén. La letra hebrea shin (ש) es abreviación para el nombre “El Shaddai”. Desde arriba, se puede observar la letra shin, formada por los tres valles principales de Cedrón, Hinom y Turopeón. ¡Dios literalmente estableció allí Su nombre!

Y también nos ha hecho a nosotros su morada: “En quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2, 22). Una morada es un lugar donde se habita. La palabra en griego para morada, empleada en este verso, significa “una residencia permanente”.

Pero además de esta palabra griega, existe una figura básica de la exégesis judía, la “Shekinah”, que designa a la Presencia divina que habita entre los hombres como ‘la que habita’ o ‘la que reside’. La “Shekinah” representa el don que Dios dio al género humano después de la destrucción del primer Templo: su Presencia, su Santa Presencia, que a partir de entonces residió con el pueblo de Israel en el exilio. Gracias a la Shekinah, la relación entre el Cielo y la tierra es posible y con ella la regeneración y la vuelta al Paraíso original…

Más allá de la explicación, esta figura exegética nos permite adentrarnos en la razón de ser de este libro: entender que Dios, Creador nuestro y de la tierra que habitamos, escogió un lugar en la tierra para habitar, y a nosotros como tierra santa para morar en nosotros de la misma manera, permanentemente. “Shekinah” es, pues, morada, presencia, compañía, comunión y paz.

De ahí el título con el que presento este libro: “Shekinah”, La morada de Dios.

«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Juan 14, 23).

Esta puntualización al respecto del Evangelio de San Juan es clave para captar en su integridad el propósito y el sentido de esta obra, fruto de mi peregrinación a la tierra en la que el Altísimo se hizo “Emanuel”, Dios con nosotros, morando entre nosotros y en nosotros a través de sus Promesas, de sus Leyes, de sus Intervenciones en favor de su Pueblo; luego, a través de la Encarnación en el Vientre Inmaculado de María, del nacimiento en la Gruta de Belén, de su Santo Espíritu en Pentecostés y, ahora, de su Amor, que me pide que acepte y reciba, porque así lo recibo a Él, me dejo amar por Él, como Él desea hacerlo, para que yo lo pueda amar, tanto, que no quiera más que guardar su Palabra y hacer Su Voluntad, para que Él pueda hacer morada en mí.

Fue San Agustín quien lo dijo de un modo bello, profundo y excepcional:

“Dos amores fundaron dos ciudades:
el amor a sí hasta el olvido de Dios, la ciudad del hombre;
el amor a Dios hasta el olvido de sí, la ciudad de Dios”.

La morada de Dios, gracias a la plenitud de Dios que nos trajo Jesús: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Él testifica: “Yo estoy en mi Padre… El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y vendremos a él, y haremos con él morada” (Juan 14, 20-23).

En el recorrido de los lugares santos en Israel, experimenté –como lo he narrado–, muchos sentimientos, emociones y mociones interiores; pero desde el momento que entramos a la ciudad de Jerusalén por la puerta de Damasco, un aroma a rosas penetró mis sentidos, y me invadió completamente hasta el momento que salí de allí, dejando mi corazón prendado en ese lugar, que hasta el día de hoy, siento que palpita allí, fuera de mi cuerpo, anhelando ser la morada de Dios en esta tierra y que sea mi corazón su lugar de reposo».

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