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Preámbulo de la fe ¿Por qué es importante filosofar?

El Papa Juan Pablo II, en su Carta Encíclica Fides et Ratio, hace una afirmación atrevida, a primera vista, y, quizá, algo molesta para el estudioso especializado de la Filosofía: “Cada hombre, es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las cuales orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visión global y una respuesta sobre el sentido de la propia existencia” (No. 30).

Con esta interesante apreciación, el reconocido pontífice de nacionalidad polaca, también connotado por su trabajo filosófico y teológico, incluso en el contexto secular, señala, implícitamente, la necesidad y sempiterna importancia del quehacer filosófico, ya que la existencia, el rumbo vital que cada uno toma depende de la respuesta que dé a preguntas fundamentales, paradójicamente, cada vez más ignoradas y olvidadas como ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué me corresponde hacer? ¿Qué es lo bueno? y filosofar, en esencia, no es otra cosa que eso, dejarse maravillar, seducir e interpelar por ciertos asuntos que se transforman en interrogaciones que el hombre se autoformula.

Un mundo globalizado en el que todo está al alcance de un click y sobreabunda la información (que no necesariamente es buena información) parece haber generado, paulatinamente, en el hombre, una pérdida del asombro, de esa maravilla ante las cosas que, antiguamente, despertó en los presocráticos la inquietud por conocer el principio (arjé) de la naturaleza.

Es a raíz de esta situación que la Filosofía parece cada vez más un ejercicio inútil con el que se desperdicia preciado tiempo, el mismo que podría utilizarse en cuestiones de tipo práctico, las cuales generan un resultado visible, material, evidente; sin embargo, estos mismos procedimientos utilitarios remiten a las preguntas fundamentales antes mencionadas pues, ¿para qué se esfuerza el hombre? ¿qué sentido tiene esa carrera loca hacia el “progreso” si no sabemos a dónde vamos y cuál es nuestra meta última?

Avances científicos, técnica y desarrollo sin reflexión y, más aun, sin pasión, dejan al hombre frente al tedio en el que hoy se encuentra, al borde del sinsentido y la desesperación; fenómenos como el stress, la depresión y el suicidio (sobre todo entre jóvenes) demuestran que un esfuerzo desmedido en el “hacer” sin la pregunta previa por el “ser” desemboca necesariamente en la “náusea” ante la existencia que ya Sartre describió con maestría en su obra.

No obstante, y con esta claridad, sería absurdo tener una serie de preguntas y no emprender el camino hacia sus respuestas, por arduo que este sea. Se dice con frecuencia que las preguntas valen por sí mismas y que no hay que encontrar contestaciones para ellas, necesariamente, pero dicha idea no tiene fundamento alguno y contradice el sentido común y práctico que se puede verificar en la vida de tantos hombres y mujeres contemporáneos.

Quien se interroga con sinceridad, valentía y audacia no escatima esfuerzo alguno en hallar soluciones ciertas, sólidas, satisfactorias, no se conforma con una primera e imperfecta contestación (opinión-doxa) para irse a dormir la siesta bajo la sombra de la mediocridad; prefiere entonces indagar y soportar los rayos del inclemente sol con tal de conseguir el fruto esperado, al cual el pensamiento griego llamó sofía (sabiduría) y que mantiene estrecha relación con el concepto griego de aletheia, traducido al latín por veritas (verdad).

El escritor inglés Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) afirmaba que el hombre de hoy no aspira a los ideales de antes más por miedo y aprensión que por aquel “progresismo” con el cual disfraza su pusilánime actitud. Así, si los filósofos de antes buscaban la sabiduría y la verdad, el hombre contemporáneo prefiere dimitir de tan noble ideal para decir con rostro cándido y total desfachatez que no hay que buscar una verdad que no existe sino permanecer impávidos e instalados en el reino de la opinión, aparentemente más sano y tranquilo. Es aquí donde la Filosofía como amor por el saber y el conocimiento cierto se presenta para darnos su mano y recorrer como nuestro lazarillo el camino oscurecido por un relativismo cada vez más arraigado en la actual sociedad.

Se habla hoy de tolerancia, pluralismo, diversidad y respeto por el otro. Nunca ha estado el hombre más sensible a estas problemáticas como hoy, cuando los mass media, en su vertiginoso avance “abren” (o dicen abrir) mentes y horizontes a pasos agigantados. Válido es, entonces, reconocer que nadie puede cerrarse en sus prejuicios y, mucho menos, tratar de imponer sus puntos de vista a otros, eso nadie lo discute. Sin embargo, el error está en pensar que solo el relativismo o el escepticismo como pretendida inexistencia de la verdad pueden protegernos del totalitarismo, el fanatismo y los excesos de quienes creen ser dueños de esa misma verdad.

Si es cierto que todo es opinión no hay diálogo ni encuentro posible, no hay convivencia y cada quien puede permanecer en su prejuicio y su perspectiva sin considerar al otro, incluso pasando por encima de él. Por el contrario, la búsqueda de la verdad y la sabiduría exige que cada uno salga de su caverna hacia la luz donde están los demás, donde las posiciones individuales son revaluadas y sometidas a juicio, donde la paciencia, la mansedumbre, el respeto, pero, sobre todo, la caridad son posibles. Relativismo es igual a egoísmo, mientras que búsqueda apasionada de la verdad equivale a solidaridad y comprensión.

Es posible verificar que la negación de la existencia de la verdad ha llevado a la irresponsabilidad moral, pues nadie tiene que justificar su conducta ni asumir las consecuencias de sus actos, ya que, al más mínimo reclamo, se puede amparar en la cacareada libertad de expresión, cuya doctrina se fundamenta en el relativismo gnoseológico y moral. Es pertinente darle la palabra al filósofo alemán Robert Spaemann (1927-2018), recientemente fallecido, quien, de manera bastante acertada, sintetiza este mismo asunto, refiriéndolo a la esclavitud, tema que despierta una altísima sensibilidad en la cultura occidental a la cual pertenecemos, hija orgullosa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano:

“Ahora bien, si los cristianos conviven en un contexto esclavista o racista, y dicen que ese régimen es injusto, según eso podrían recibir la siguiente contestación: ‘Pues bien, por mi parte eso puede valer para vosotros los cristianos, y podéis entonces dejar en libertad a vuestros esclavos, pero, por favor, dejad en paz a los demás con vuestras ideas’. Los cristianos tendrían que responder entonces: ‘No, no hablamos aquí en nombre de la Revelación; nuestra idea de los derechos humanos es válida para todos. Nosotros lucharemos contra los negreros, aunque los negreros no sean cristianos y su conciencia les permita tener esclavos. Nosotros afirmamos que, en este sentido, el negrero debe abandonar su convicción, su falsa conciencia, y dejar libres a sus esclavos'” (123)

La existencia de la Filosofía, sensu stricto, y no de la sofística que hoy se hace pasar por Filosofía, es demostración suficiente de la existencia de la realidad objetiva, de la verdad, de criterios y principios inmutables que no son construidos ni diseñados, sino descubiertos por el hombre, y a los cuales la inteligencia tiende por su misma naturaleza, pues como dijera también el genial Chesterton: “El fin de tener una mente abierta, como el de una boca abierta, es llenarla con algo valioso”.

Esta búsqueda de los cimientos sólidos de lo real llevará al hombre a encontrar que más allá de su razón se encuentran realidades que lo superan y que es, entonces, el momento de abrirse a una palabra (logos) que no es la suya, a una revelación que lo antecede, y en la que decide poner su confianza (fides-fiducia), en la que decide creer. Es por eso que la Tradición ha llamado a la Filosofía Preambulum fidei, preámbulo de la fe y que, lejos de ser la Filosofía un obstáculo en el camino hacia Dios, como algunos fideístas piensan y afirman, puede ser el camino seguro a la conversión, al encuentro con un horizonte de mayor significación que dé un sentido real a la existencia humana sobre la Tierra, así pues, como ya titularan alguna publicación de pensadores católicos años atrás, es necesario exclamar con toda nuestra fuerza: ¡Dios salve la razón! ¡Dios salve la Filosofía!

Bibliografía

S.S Juan Pablo II. Carta Encíclica Fides et Ratio. Sobre las relaciones entre la fe y la razón. Lima: Paulinas, 2002

Spaemann, Robert. Ética, política y cristianismo. Trad. José María Barrio Maestre y Ricardo Barrio Moreno. Madrid: Palabra, 2008

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