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Las lluvias de enero

Porque el año que se abre ante nosotros, con sus 365 días, no es un trayecto breve y sin más: es un camino largo que nos desafía y nos obliga a afrontarlo con perspectiva; que está dispuesto a pasarnos cuenta, pero que primero nos invita a ser, al menos, un poco más humildes ante la Providencia y ante la realidad que nos trascienden.

Con las lluvias de enero llegan los vientos, las suaves brisas y los buenos augurios del año nuevo. Con las lluvias de enero se disipa la ansiedad que producen el balance del año que se ha ido y la grandilocuencia de los propósitos con que se encara el que comienza. Con las lluvias, los vientos y la calma de enero, la ciudad no sólo parece distinta sino que la vida se asume con la esperanza y la claridad de la luz que trae el nuevo amanecer.

Cada aurora de enero extiende el manto que forma un inmaculado cielo azul. El alba se insinúa como la compañera inseparable que refrescará las jornadas calurosas, mientras cada medio día de enero pareciera empeñarse en recordarnos que no hay pan sin sudor ni jornada sin esfuerzo ni fatiga. En fin, las lluvias de enero no sólo aportan un equilibrio al clima sino a la mente y al corazón, poniendo los pensamientos, anhelos e ilusiones en la órbita que les corresponde.

Algunas vienen precedidas de relámpagos, truenos, ventiscas y densas nubes grises que inquietan y hacen presagiar lo peor, pero que pronto se disipan dejando lugar a un aire limpio y a un viento fresco. Aunque a veces, en su brevedad, y antes de la bonanza que traen, dejan un implacable saldo que se cuenta en vidas, fruto de los desbordamientos, inundaciones, avalanchas, derrumbes y otras calamidades que ensombrecen la esperanza y que nos hacen clamar al cielo…

Clamores que resultan inútiles ante la terquedad y la porfía con las que nos empeñamos en vivir bajo el signo de un falso optimismo que, como un amuleto, nos anestesia e insensibiliza machaconamente, diciéndonos –con la esperanza puesta en el mismo hombre– que todo está resuelto, que estamos en el siglo XXI, que ya no somos víctimas del atraso sino hijos del progreso y que, de cualquier modo, ese ínfimo grano de mostaza que albergamos como fe obrará incondicionalmente y siempre en nuestro favor, de acuerdo con nuestras expectativas, de manera efectiva y funcional.

Pero esta falsa y deleznable “seguridad”, en la realidad, no hace más que reducir a las personas a ser miembros de un ejército de individuos inútiles o, peor aún, de idiotas útiles. De esas que ante el balance de un desastre, por trágico que sea, consideran que éste no tendría por qué ser motivo de aprensión para quien –en su falaz determinismo– “entiende” que, al fin de cuentas, es esa impersonal “sabiduría del Universo” la que lo rige todo con inequívoca precisión, y que lo único importante es estar “en sintonía” con las ondas que produce el pulso de su vibración.

Sí, con las lluvias de enero vienen los contrastes y esa extraña tendencia al equilibrio, quizá para compensar los extravíos y desafueros de diciembre. Bienvenidas sean las lluvias de enero. Que su frescura traiga a nuestros cuerpos el alivio de los excesos, a nuestras mentes la lucidez, y a nuestros espíritus la sensatez propia del sentido común. Porque el año que se abre ante nosotros, con sus 365 días, no es un trayecto breve y sin más: es un camino largo que nos desafía y nos obliga a afrontarlo con perspectiva; que está dispuesto a pasarnos cuenta, pero que primero nos invita a ser, al menos, un poco más humildes ante la Providencia y ante la realidad que nos trascienden.

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