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Compartimos este valioso e interesante artículo, escrito por Stephen G. Adubato y publicado en First Things. Además del lúcido análisis que hace, llama la atención por los autores que referencia, y que se nota ha estudiado muy bien. Sobre todo, el hilo conductor a partir del pensamiento y análisis –bastante esclarecido– del sociólogo ateo y teórico cultural Jean Baudrillard.
De él dice: “Los conservadores religiosos también deberían prestar atención a Baudrillard”. Más adelante dirá: “Aunque ateo y nihilista, Baudrillard lamentó la pérdida del sentido de lo sagrado, exacerbado por el auge del poder tecnocrático y de la «sociedad de consumo» que engendró”. Y también tendrá para con él estas palabras, que no son un halago, sino una clara descripción de su temperamento y actitud: “Su ateísmo no era tanto una posición ideológica como el resultado de su actitud derrotista. «Dios no ha muerto», insiste Baudrillard”. Pues este hombre no sólo converge con pensadores cristianos: aporta una lucidez inédita en medio de la confusión reinante y que él no sólo intuyó, sino que describió y anticipó de manera profética.
Buena lectura…
La promesa metafísica de la sociedad de consumo
En un libro que documenta sus viajes por Estados Unidos, un francés comentó que «no hay nada gracioso en Halloween», una festividad caracterizada por una «fuerza maligna» y una «demanda infernal de venganza de los niños contra el mundo adulto… No hay nada más insalubre que esta brujería infantil, detrás de todos los disfraces y los regalos… Y no es ninguna coincidencia que algunos [adultos] claven agujas o cuchillas de afeitar en las manzanas o galletas que entregan a los niños». Esta diatriba contra Halloween no fue escrita por un mojigato religioso conservador, sino por el sociólogo ateo y teórico cultural Jean Baudrillard.
Algunos creen que hemos llegado a un momento de «herradura», donde los tradicionalistas están encontrando puntos en común con aquellos en el extremo izquierdo del discurso posmoderno. Autores en estas mismas páginas han aprovechado los conocimientos de teóricos críticos, incluidos Michel Foucault y Judith Butler, resaltando las formas inesperadas en que algunas de sus ideas se superponen con la teología cristiana ortodoxa. Los conservadores religiosos también deberían prestar atención a Baudrillard.
Basándose en La sociedad opulenta de John Kenneth Galbraith de 1958, el pensador francés rebelde examinó en su libro de 1970 La sociedad de consumo (La Société de Consommation) la propagación del consumismo desde Estados Unidos y Europa Occidental al resto del mundo. El libro llegó tras su volumen debut Los sistemas de objetos, que describía cómo los objetos en un sistema capitalista se valoran por significar cierto estatus social o ideal, en lugar de por sus funciones. Los productos ya no nos interesan porque satisfacen necesidades concretas, sino porque el «aura» que los rodea («la marca») nos promete felicidad. Además, señalan a los demás que estamos satisfechos y, por tanto, que somos «dignos». Aunque ateo y nihilista, Baudrillard lamentó la pérdida del sentido de lo sagrado, exacerbado por el auge del poder tecnocrático y de la «sociedad de consumo» que engendró.
Baudrillard fue poco ortodoxo para ser un teórico marxista, como a menudo se le etiqueta. Insistió, junto con teóricos situacionistas como Guy Debord y Attila Kotanyi, en que el capitalismo estaba impulsado menos por la producción que por el consumo. Marx llamó a esta dinámica «fetichismo de la mercancía». La separación de la mercancía de su capacidad para satisfacer una necesidad real está impulsada por el pensamiento mágico: si compro esta camiseta blanca con la etiqueta «Supreme», la gente me asociará con Drake y Justin Bieber. Seré transportado fuera de la monotonía de mi aburrida vida cotidiana. El hecho de que pueda comprar una camiseta blanca de igual o mejor calidad por 140 dólares menos es irrelevante.
Los objetos de consumo se divinizan en la medida en que apelan al deseo de trascender nuestras necesidades mundanas y terrenales. Sin embargo, Baudrillard no es ingenuo sobre la naturaleza «invertida» -se atreve a decir «diabólica»- de esta trascendencia. En consecuencia, «así como los dioses de todos los países coexistían sincréticamente en el Panteón Romano en una inmensa «digestión», así todos los dioses, o demonios, del consumo se han reunido en nuestro Supercentro Comercial» donde participamos en una «liturgia formal del objeto».
El bienestar se basa en una dinámica aspiracional alimentada por la insatisfacción: tan pronto como adquirimos la camiseta Supreme, vemos a Travis Scott con perlas Mikimoto y volvemos a la casilla de salida. «La verdadera pobreza», afirma Baudrillard, «es un mito». No se puede encontrar «en los tugurios o en los barrios marginales, sino en la estructura socioeconómica». La pobreza es de «naturaleza psicológica». Cuando compramos un producto determinado, no estamos satisfaciendo una necesidad material. Estamos comprando satisfacción, teosis. El sistema se sostiene por el desasosiego interno que diagnosticó Agustín, que se enmascara con el atractivo del crecimiento y la acumulación.
Entonces, ¿qué debemos hacer? Para Baudrillard, pesimista por temperamento, no había mucho que se pudiera hacer. Fue muy crítico con los intentos «materiales» (tanto revolucionarios como liberales) de reformar el sistema. Si bien se puede redistribuir la riqueza de manera justa como propuso Galbraith, la desigualdad sigue siendo intrínseca al sistema porque las necesidades ya no son principalmente materiales sino psicológicas y espirituales. Además, el verdadero poder lo tienen no los ricos, sino quienes controlan «el conocimiento, la cultura, las estructuras de responsabilidad y toma de decisiones», los tecnócratas que «juegan a ser Dios» al decidir qué objetos indican el «crecimiento» de uno en felicidad o bienestar.
Baudrillard también desestimó las críticas moralistas al consumismo como ingenuas. Tales enfoques simplistas, ya sean explícitamente religiosos o humanistas liberales, no reconocen su propia formación dentro de la matriz de poder y, por tanto, no pueden desafiar eficazmente a las élites hegemónicas que la controlan. La única fuerza que podría representar una amenaza real para quienes presumen de jugar a ser Dios es un acto de Dios mismo.
Devoto católico y tomista, Del Noce se centró en la sociedad opulenta tal como se había manifestado en la Italia de la posguerra. Occidente, afirmó, intercambió el ideal «vertical» de «beatitud» (unidad con Dios) por el ideal «horizontal» del bienestar material. Las corporaciones comerciales, los medios de comunicación y el Estado nos han condicionado para evaluar el valor mediante un criterio transaccional (o «técnico»): los objetos (incluidas las personas) son buenos, no en sí mismos, sino solo en la medida en que nos ayudan a adquirir más riqueza y comodidad.
Del Noce elogió el rechazo de los jóvenes sesentayochistas a los ideales burgueses y consumistas de la hegemonía tecnocrática. Sin embargo, consideró que su esfuerzo por destruir todas las fuerzas «opresoras», que falsamente equiparaba los valores tradicionales cristianos con los de la sociedad burguesa, era un «trágico error de cálculo» que allanó el camino para la «revolución burguesa final». Sin ningún baluarte trascendente para contrarrestar el poder tecnocrático, la cosificación de la persona humana es inevitable. Del Noce también criticó a los reaccionarios («tradicionalistas» e «integristas») que cedieron a la ilusión de que podían regresar a una época anterior a la sociedad opulenta. Aunque abogó por la Democracia Cristiana (y se postuló para un cargo en el Democrazia Cristiana de Italia), entendió que la única fuerza de cambio confiable vendría de algo mucho más poderoso que la fuerza humana: la verdadera metanoia, la conversión de la mente y el corazón.
El pensamiento de Del Noce se desarrolló en diálogo con el del sacerdote milanés y líder del movimiento laico Comunión y Liberación Luigi Giussani, cuya obra sirvió de contraparte espiritual a la filosofía de Del Noce. Para Giussani, la realización del deseo infinito del corazón por la belleza, el amor, la justicia y la felicidad nacía de un encuentro con Jesús, el Infinito en carne y hueso, que se hace presente en la propia vida a través de la comunidad cristiana. Giussani insistió en distinguir «la reivindicación cristiana» de las diversas ideologías enfrentadas que dominaron la escena cultural italiana en la década de 1950: el fascismo, el comunismo y el liberalismo burgués. Temía que a medida que Italia se alejaba del fascismo y el comunismo, la difusión del individualismo liberal planteaba una amenaza más siniestra y encubierta.
La idea de que la libertad consiste en hacer lo que uno quiere es un callejón sin salida. Como seres finitos, no poseemos los medios para satisfacernos a nosotros mismos. Además, nuestros deseos y acciones son fácilmente influenciables por poderes «abstractos» (entidades burocráticas y corporativas). «O dependemos del flujo de nuestros antecedentes materiales, y por consiguiente somos esclavos de los poderes existentes», afirmó, «o dependemos de lo que yace en el origen del movimiento de todas las cosas, más allá de ellas, es decir, Dios».
Giussani estaba menos interesado en crear un nuevo orden político que privilegiara la moral cristiana que en promover una revolución del «yo», cuyo centro de cambio era el corazón. Sólo podemos ser liberados de nuestra esclavitud al «sistema de objetos» si nuestra relación con ellos cambia no a un nivel meramente «político» o «moral», sino a un nivel «ontológico».
La coincidencia entre Baudrillard y estos pensadores cristianos es evidente. ¿Qué debemos hacer con el hecho de que él no pudo llegar a tener esperanza en la gracia de Dios? Su ateísmo no era tanto una posición ideológica como el resultado de su actitud derrotista. «Dios no ha muerto», insiste Baudrillard. Pero incluso si existe, su gracia es inaccesible para nosotros porque «se ha vuelto hiperreal». Excluye la posibilidad de que Dios entre en «la matriz», ya que «la salvación por gracia es inalcanzable […] Este frenesí, este mundo enloquecido de chucherías, artilugios, fetiches, todo lo cual busca marcar un valor para toda la eternidad», nos convence de que la salvación solo es alcanzable por la fuerza humana, que se concentra en las manos de unos pocos elegidos.
Fuente: The Metaphysical Promise of the Consumer Society | Stephen G. Adubato | First Things
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