La Doctrina Social de la iglesia (DSI) recoge todo el magisterio en torno a la definición y a la defensa de la dignidad inviolable de la Persona Humana con miras, prioritariamente, a la Promoción Humana Integral de esa misma Persona.
Es evidente la supremacía de la Persona con respecto al resto de la creación, es decir, sobre las demás criaturas. La razón, aún en su estado más puramente natural, es la primera fuente de tal supremacía. Pero la Persona es digna, además y especialmente, por otras dos razones muy superiores: la primera, no sólo porque ha sido creada por Dios, sino porque Él la ha hecho a su imagen y semejanza; la segunda, porque por el bautismo no sólo hemos sido incorporados a la Iglesia, sino que lo hemos hecho como hermanos, porque se nos confiere la dignidad de Hijos de Dios.
Esta última, y no la simple conciencia racional o natural, debiera ser suficiente para ordenar adecuadamente las relaciones humanas en la justicia. Por definición, Justicia es dar a cada cual lo que le corresponde. Así se garantiza la Paz. Pero ahí no concluye la misión de la Doctrina Social de la Iglesia, pues ésta no se agota sólo en garantizar la prevalencia de relaciones justas, en términos distributivos o conmutativos, sino en apreciar a la Persona de manera justa: en estimar a la Persona de acuerdo con su Dignidad, que es el valor más alto.
El trabajo, antes que un medio de supervivencia o un orden productivo para generar “riqueza”, es un ámbito de interacción personal y de realización humana. Es decir, un espacio de encuentro de las dignidades individuales capaz de tejer un marco de interacciones justas, en el que las personas aporten, encuentren y potencien la paz de la hermandad que les es propia. En un contexto de relación tejido a partir de estas convicciones, las personas se encaminan a su auténtico fin: la trascendencia. Este es el modelo antropológico, la realidad de la Persona, el marco de relación que Dios nos propone, de cara a lo que somos y a lo que estamos llamados a ser con lo que somos.
Lamentablemente, la casuística nos muestra cuán lejos estamos de esta realidad. No se trata de un “ideal” hacia el que nos debemos encaminar, sino de una forma de caminar y de vivir que no hemos asumido porque hemos degradado la capacidad de estimar adecuadamente, en su real valor, nuestra Dignidad.
Esta pérdida de criterio mengua nuestras actitudes valorativas, haciendo que nos asumamos como algo ínfimo y que nos comportemos de un modo correspondiente con dicha apreciación (o depreciación, para ser más precisos). Esta disminución se expresa en el hecho de que asumimos nuestra condición, nuestra vida y nuestras relaciones, desde una perspectiva estrictamente temporal. De modo que nuestra dignidad, vida y relaciones se reducen y se corrompen.
Y en donde más evidente se hace este fenómeno, es en el ámbito laboral. Las relaciones de trabajo han sido corrompidas por la falta de conciencia con respecto a nuestra dignidad. La relación de la Persona con su trabajo se envilece, porque éste pasa a ser sólo un medio de supervivencia. Las relaciones entre las personas, entre compañeros, se vuelven funcionales. Y las relaciones de autoridad o subordinación, se establecen en función de la tensión entre la capacidad de poder y la capacidad de presión. En últimas, a lo que se llega es a un plexo de relaciones instrumentales selladas en términos de intercambio y certificadas bajo las reglas de la negociación.
Pero, ¿Y qué ocurre en donde ni siquiera el envilecimiento del sentido de la propia dignidad alcanza para establecer un marco de relaciones laborales reguladas, por lo menos, bajo la deficiencia de los términos del intercambio y la negociación? Allí todo se supone mediado por la Ley, en términos económicos: el salario, las prestaciones, las incapacidades, los permisos, la jornada, la productividad, las primas, etc. Pero se adolece totalmente de un instrumento que salvaguarde la Dignidad Inviolable y que asegure una gestión favorable a la Promoción Humana Integral de la Persona.
Si se pierde de vista este marco se deshumaniza el trabajo, los límites éticos se rebajan, y el círculo vicioso del envilecimiento se perpetúa: mientras el patrón asume que es un prohombre que ayuda a los necesitados dándoles trabajo y pagándoles, y así es reconocido por la sociedad, el trabajador asume que en sí mismo no es más que una víctima explotada en un circuito injusto en el que está condenado a permanecer.
Este panorama da lugar a las dos opciones que ya hemos señalado: de un lado, el envilecimiento, esa especie de “sálvese quien pueda y como pueda”, sea patrón o sea trabajador; y de otro, en el que no falta el primero, el deficiente marco de unas relaciones reguladas por la negociación, que básicamente se alimenta de tensiones que a su vez nacen de las expectativas de cada parte en relación con lo que cada una considera que es el parámetro constitutivo de equidad y justicia en la relación (en últimas, una actitud valorativa que no se atiene a criterios antropológicos de verdad).
Entonces las ideologías opuestas toman la palabra: el liberalismo y el marxismo, en la mayoría de los casos. Ocurre lo que bien anticipaba André Frossard: “Marx no está muerto, está en hibernación”. Y la única alternativa realmente fundamentada ante esta “dialéctica”, es la Doctrina Social de la Iglesia (DSI): volver a reflexionar sobre el valor y la verdad de la Persona y del Trabajo.
En principio, y para comenzar una reflexión bien fundamentada sobre esta cuestión, tres documentos pueden servir como base: la Rerum Navarum, de León XIII; la Laborem Excercens, de Juan Pablo II; y el Catecismo de la Iglesia Católica, por lo menos la Tercera Parte, titulada “La vida en Cristo”.
En ellos, un trabajador o un empresario que sinceramente quieran superar los límites del círculo vicioso del envilecimiento, encontrarán un horizonte que transformará su visión del hombre y del trabajo en estos documentos. Y encontrarán las coordenadas justas: dignidad y promoción humana, justicia, paz, y trascendencia.