Fe Razón

Una Fe sin aspavientos

Una fe sin aspavientos

“Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí”.

Isaías 29, 13.

Tal vez nunca se ha hablado tanto y con tanta facilidad, incluso con tanta ligereza, como ahora, de Dios y sobre Dios.
  • De Dios: “a mí Dios me quiere mucho”, según algunos; y “mi Diosito”, para otros.
  • Sobre Dios: desde la más obstinada negación de su existencia y bondad omnipotente, hasta la más abstrusa proliferación de doctrinas sobre la sanación, la liberación, el poder de las palabras y la prosperidad, que sobrepasan con creces cualquier expectativa en el ámbito del pluralismo teológico.

Cuando la emotividad ofusca a la razón, entonces gobiernan la imprevisión, la intemperancia y la imprudencia, y se cae en el error. La ligereza y la ignorancia desatan la lengua y la llevan a pregonar sin matices y de manera categórica lo que, sin más, subjetiva y personalmente, una persona entiende por realidades sagradas.

Entonces predica a todo el mundo, cosas como, que Dios provee indefectiblemente y hasta es “como si te echara la plata en el bolsillo”; que sana siempre, a todos, y sin condición; que lo ama más que a nada y a nadie… Paradójicamente, quien así habla –desconociendo las vicisitudes propias del ejercicio de la fe y de las virtudes–, describiendo y casi haciendo descender un reino más parecido al de la utopía de Jauja que al de los Cielos, también es profuso y lenguaraz para quejarse.

Luego de hablar de un Dios que lo concede todo –como si del genio de la botella se tratara–, se muestra angustiado porque no tiene trabajo y le falta el dinero para un pasaje, y no para de hablar de los dolores de sus pies y de sus manos. Y, de nuevo, con una bipolaridad ambivalente que pasma, comienza a “defender” a Dios mientras denigra y enjuicia temerariamente al prójimo, incluso “piadosamente”, señalando que “está cerrado a la gracia” por su obstinación, por su pecado, por su “contaminación espiritual” o por su lastre intergeneracional…

Cuando una persona así va a visitar a algún familiar enfermo o a “ayudarle”, las más de las veces lo hace lamentando después que se le haya alterado su rutina devocional y que, por ello, no pudo hacer “la coronilla”, asistir a misa o al curso parroquial…

Si ese es tu caso, ¡DETENTE! ¡Estás dando un pésimo ejemplo! La tuya no es una auténtica fe, sino una religiosidad enfermiza y sobrecargada de aspavientos, que es necesario purificar. ¿No lo crees? Recordemos algunas verdades…

Dice San Juan:

“el que dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su prójimo, a quien ve, es un mentiroso”.

1 Juan 4, 20-21

Y San Pablo:

“aunque hablara lenguas arcanas y poseyera el don de interpretarlas, aunque hiciera miles de obras, incluso extraordinarias, sin amor, sin caridad, nada soy .

1 Corintios 13, 1-13

Pero la mayor lección la da Jesús cuando, describiendo el juicio final, responde a quienes le dicen que en Su Nombre han sanado, han expulsado demonios y hasta han resucitado muertos:

“No os conozco. Apartaos de mí, obradores de iniquidad” .

Mateo 7, 23

Sí, hoy se habla por todas partes de Dios y sobre Dios. Y quizás –como Él mismo lo denuncia–, todo este coro y tanto eco, no sean más que verborrea, el cabal cumplimiento de la profecía:

“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” .

Mateo 15, 8; Isaías 29, 13; Ezequiel 33, 31

Entonces… ¿se trata de callar?, ¿de reducir la expresión de nuestra fe al ámbito privado, como si se tratara de un fenómeno meramente subjetivo? No. La fe tiene una dimensión pública y, además, es de su propia esencia y dinámica el hecho de expresarse. Lo importante, reiterando la profecía, es dirigir el corazón a Dios; mejor aún: volverse a Él de corazón.

Pero como para engañarnos nos bastamos, en lugar de buscar a Dios y de reconocerlo y aceptarlo como es, intentamos allegarnos a Él anteponiendo una imagen creada a conveniencia: la de un Dios bueno y misericordioso, que todo lo cura y todo lo perdona, que todo lo suple y todo lo provee…

Al manipular así la imagen de Dios, nuevamente estamos desfigurando su rostro. En lugar de servirle, nos servimos de Él. Y lo más grave es que ya ni siquiera nos avergüenza hacerlo: ya no partimos de engañarnos a nosotros mismos, sino que pretendemos engañarle a Él. Le tratamos con la misma cínica falta de consideración y de respeto con la que tratamos a los demás.

Es el fideísmo, el pecado de Presunción, en su más pura expresión. El pensar que “porque tenemos fe”, todo lo demás está resuelto. Y que es a Dios a quien le corresponde hacerlo.

¿Acaso Dios, como Padre Providente, no es así? Él es bueno, paciente, compasivo, misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad… Pero no se presta para que encubramos nuestra miseria y mediocridad bajo un manto de pietismo. Él quiere darnos todo por Gracia; y de manera profusa, sus dones y bendiciones, pero como lo haría un Padre: desea hacerlo correspondiendo a nuestro esfuerzo, a nuestra lucha personal y al ejercicio de nuestra libertad y responsabilidad.

Él mismo ha señalado que “el reino de los cielos es de los esforzados” (Mateo 11, 12), es decir, de quienes le han conocido, de quienes le han aceptado y recibido como Él se presenta y como Es, no de como le parezca a cada cual; por lo tanto, de quienes viven en la Verdad; no de los locuaces.

Eso es lo que significa “Fe sin obras es fe muerta” (Santiago 2, 26). La fe no depende de las obras, sino las obras siguen a la fe: buenas obras, las obras propias del bien, de la luz; y obras bien hechas, las que se hacen con amor y por amor.
Por ello,

“Una fe que nosotros mismos podemos determinar, no es en absoluto una fe”.

Benedicto XVI
Este mismo Papa nos invita a “purificar nuestra fe de tantas grandilocuencias”, porque el Señor obra, ante todo, en la sencillez y en el silencio.

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