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Sobre la pena de muerte (I) Estado del catecismo de 1997

Escrito por Invitado

*Por: Juan Guillermo Delgado, Licenciado en Filosofía y Letras.

El pasado primero de agosto,  el papa Francisco formalizaba un cambio en el Catecismo de la Iglesia Católica en el que declaraba “inadmisible” la pena de muerte.

Mientras un amplio sector del mundo católico recibió la noticia con naturalidad y casi como cosa ya sabida o por lo menos esperada, en algunos sectores el mismo hecho se presentaba como una nueva “ocurrencia” de Francisco totalmente incompatible con la doctrina tradicional de la Iglesia. Hay quien incluso le acusaba de mostrarse “abiertamente herético en un punto de gran importancia”.

En estas entregas se explora algunas de las razones de esta diferente recepción y se ofrecen pistas de conciliación.

Para poder entender el significado y alcances del cambio efectuado por el Papa Francisco, es imprescindible conocer cuál era la versión anterior del número 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica. Sin este elemento no es posible ir muy lejos.

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Empecemos

Antes de entrar en materia sobre el cambio que ha hecho Francisco en el Catecismo es preciso comprender cómo rezaba la versión inmediatamente anterior del catecismo, la editio tipica latina de 1997. Para ello se presenta el texto del catecismo con algunos comentarios.

  1. Lugar de la pena de muerte en el Catecismo

El número 2267 que se refiere a la pena de muerte está en la tercera parte del catecismo, llamada la vida en Cristo, y allí se presentan y explican, fundamentalmente, los diez mandamientos.  El número que nos compete está en el apartado dedicado al quinto mandamiento ¡No matarás! Ello ya ofrece un importante contexto a la reflexión posterior.  Los números precedentes hablan precisamente de la sacralidad de la vida. Significativo también que los apartados subsiguientes se refieran al homicidio voluntario, el aborto, la eutanasia y el suicidio respectivamente. Todos ellos atentados contra la vida humana.  La misma ubicación del número en este contexto puede llevar de forma natural a formular la pregunta ¿Cómo se concilia la existencia de la pena de muerte con el mandamiento del Decálogo que ordena “no matar”? ¿Es la pena de muerte una excepción del quinto mandamiento?

La respuesta se anuncia ya en el número 2263: sería permitida sólo en un contexto de legítima defensa. Es importante señalar que en el catecismo no se encuentra un apartado especial dedicado a la pena de muerte, sino que esta aparece incluida en el apartado “la legítima defensa”.  Es este contexto el que permite comprender la enseñanza sucesiva sobre la pena capital.  En el mismo número 2263 se aclara que “la legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye homicidio voluntario”.  Y añade, citando a Tomás de Aquino:  “La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor, solamente es querido el uno; el otro, no”.  Esta mención al doble efecto me parece clave para la comprensión del asunto.

El principio de doble efecto

El principio de doble efecto (y el del mal menor) tiene una amplia y documentada reflexión en la tradición ética. Supone que un mismo acto libre tenga dos consecuencias: por un lado, una que sería buena y buscada como fin en sí misma.  Por el otro, una consecuencia negativa, que no es buscada por sí misma ni como fin ni como medio de la acción, sino sólo tolerada como consecuencia de la acción que busca el efecto bueno y buscado. Se dice entonces que el efecto es un mal “menor” porque este sería la consecuencia necesaria pero no querida de la búsqueda de un bien que se estima mayor.  La condición para su aplicación está en que el mal sea efectivamente “menor” que el bien y, sobre todo, que aquel mal no sea buscado por sí mismo ni como medio para el fin.  Finalmente, se requiere que no exista otra alternativa. Un ejemplo clásico es la toma de un medicamento que puede entrañar efectos secundarios nocivos. El medicamento no se toma en vistas a estos efectos negativos, sino en función de la función curativa o analgésica del medicamento.

Otro ejemplo para comprender el principio de doble efecto es el de la necesidad de amputar una parte del cuerpo para preservar la vida del organismo. Muchos admitirán que la amputación de un miembro sano es un mal objetivo. En efecto lo es.  Pero si un dictamen médico afirma que la amputación de este órgano es absolutamente necesaria para detener una gangrena y preservar la salud de todo un brazo o de la vida entera del paciente, seguirá siendo entonces un mal objetivo, pero menor, en proporción a la protección de la vida del paciente. En este caso, la amputación del órgano no es querida por sí misma sino sólo aceptada, tolerada, en función de un bien mayor. El efecto malo requiere que el bien buscado sea efectivamente superior al mal, y que no haya otra manera de alcanzarlo. Supone también una ponderación entre ambos que permite identificar cuál de los dos bienes es mayor.  Difícilmente se podría entender y aceptar la amputación de un órgano si no es en función de la salud y vida del individuo completo. De la misma manera, no es posible comprender el sentido de la legítima defensa presente en el Catecismo de la Iglesia Católica, al margen de la consideración de la defensa del  derecho a la vida (de los eventuales agredidos).

La doctrina de la Iglesia sobre la pena de muerte no se puede comprender al margen de la noción de bien común y de dignidad humana. Aunque parezca contraintuitivo, este es realmente el eje de la discusión y el hilo donde es posible verificar la continuidad de la Tradición de la Iglesia en este punto. Omitir esto puede llevar a perderse en miles de citas, referencias y cuestiones relacionadas pero sin alcanzar nunca el meollo de la cuestión.

En ese sentido y como luego se verá, la pena de muerte es una cuestión relativa, en cuanto que sólo es posible entenderla en función de otras realidades como son por ejemplo, la pena, o el derecho a salvaguardar la vida.  Es por eso que la licitud de la legítima defensa resulta en el catecismo necesariamente circunstancial, entendida como dependiente de otros elementos para completar el juicio moral.

“Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita”. (2264) Se requiere, entre otros, de una violencia proporcionada, y no pretender la muerte del agresor sino ante todo la propia conservación.  Es este contexto de legítima defensa el que justifica el recurso sólo a una violencia “mesurada” que permita “hacer respetar el propio derecho a la vida”. “La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar perjuicio” (2265)

Luego en el número 2265 encontramos que esta legítima defensa puede  ser no sólo un derecho sino un deber cuando se “es responsable de la vida de otros” y de ahí se deriva el derecho de la autoridad legítima” para “rechazar a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad”.

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Penas y orden público

Será ya el número 2266 el que nos introduce más radicalmente en la cuestión: “la autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. (…) La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable”.

Muy importante es la mención a que la pena debe ser proporcionada a la gravedad del delito. La pena no es, por tanto, una venganza sino que, en un sentido objetivo, busca reparar y expiar el daño ocasionado y defender el orden y seguridad públicas. El otro objeto de la pena es de carácter subjetivo en cuanto que tiende a que el sujeto rectifique y pueda corregir el rumbo de su vida.

Allí entra en escena el número 2267 que reza así:

“la enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto, las vidas humanas”.

Como se ve por el lenguaje utilizado (“no excluye”, “si esta fuera el único camino”) la pena de muerte no se entiende como una  opción básica o habitual de la legítima defensa por parte de la autoridad, sino más bien como la última de las vías posibles. La misma citación del ya mencionado principio de doble efecto (2263) muestra que la muerte del agresor sólo podría ser un efecto no querido ni buscado por sí mismo, sino tan sólo tolerado como un mal menor en vistas del bien buscado: la defensa de las vidas humanas de un agresor. En efecto, el mal nunca puede ser buscado por sí mismo ni como fin ni como medio sino sólo tolerado.

Es muy significativo este apartado porque encuadra la pena de muerte no como un elemento positivo, digno de promoverse o ampliarse en la legislación de los países. Todo lo contrario. Se trataría de un mal objetivo que habría que evitar y  que sólo puede ser tolerado en la concurrencia de circunstancias muy específicas, a saber: la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, y que sea el único camino para alcanzar ese bien superior que es la defensa eficaz del agresor injusto. Este último fin sí se debe buscar por sí mismo. En ausencia de este bien superior, o en la ausencia de un carácter exclusivo de solución (que sea el único camino posible de defensa), sería absolutamente ilegítima la aplicación de la pena de muerte.

Por ello, inmediatamente después, el número 2267 prosigue:

“Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y de la dignidad de la persona humana”.

Es muy  importante la alusión aquí a las condiciones concretas del “bien común” y a la “dignidad de la persona humana” ya que,  como se verá en otro momento, aquí se encuentra la auténtica clave de comprensión de los cambios que realizará luego Francisco en este mismo número del catecismo.

En este número del catecismo no se presenta la pena de muerte como un castigo proporcionado a un delito particularmente grave (como sí lo hacía el Catecismo de San Pío X), como si un determinado crimen, por su especial gravedad, justificara quitar la vida de una persona. Se trata sólo de un recurso extremo de legítima defensa cuando no existe otra manera de defenderse de un agresor. Dicho de otra manera, y aquí está una de las claves del asunto, la pena de muerte quedaba tolerada no en vista de los crímenes cometidos en el pasado (como un ejercicio de justicia punitiva, aunque sí suponiendo la plena identidad del culpable) sino sólo en previsión de las agresiones futuras (¿justicia preventiva?) que sólo con la muerte del agresor podrían ser contenidas.  Prueba de ello es que no hay ninguna alusión en estos números del Catecismo acerca de cuáles serían los posibles crímenes cometidos por el agresor o la gravedad de los mismos, sino que el énfasis está puesto sólo en su misma calidad de agresor que podría poner en peligro vidas humanas y en que no pueda ser reducido a ser “inofensivo” de otra manera.

Es por esto que este número de la pena de muerte encuentra su lugar en el apartado de la legítima defensa y no en otro capítulo del catecismo, como podría haber sido el referido a la justicia social, que pertenece a su vez al apartado de la comunidad humana.

Empleemos ahora un experimento mental: En un país hay un reconocido criminal condenado por múltiples y gravísimos delitos pero ya no representa un peligro para el orden público y la vida de las personas porque está debidamente contenido en una prisión. Sin embargo, hay un grupo de personas que claman justicia y piden para él la pena capital. Mientras, en otro país, otro preso, con un prontuario mucho menor, representa sin embargo una seria amenaza para la seguridad, el orden público y la vida de los habitantes del lugar y las autoridades, a pesar de múltiples intentos,  se han mostrado incapaces de contenerlo. En el primer caso no resulta justificable la pena de muerte porque se ve que el delincuente no representa ya un peligro para la vida de las personas. En el segundo podría tal vez aparecer como justificado porque la cuestión no mira a lo que se ha hecho antes sino a la amenaza que representa en la actualidad a la vida de las personas.

El número 2267 concluye así:

“Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo, “suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos casos”.

Aquí, además de la mención del carácter extremadamente raro de una práctica como la pena de muerte,  aparece de nuevo el aspecto subjetivo que debería tener la pena, es decir, la posibilidad de enmienda y redención del agresor.

Conclusiones:

Cuando se afirma que en algunos sectores católicos se ve con buenos ojos la práctica de la pena de muerte habría que preguntarnos si realmente se ha leído bien y se ha comprendido plenamente el alcance de lo que afirmaba este número del catecismo hace ya 25 años.  El mal, incluso el llamado “mal menor” no puede ser promovido por sí mismo.  El verdadero objetivo debe estar en que la autoridad legítima logre garantizar la protección y la defensa vital de todos sin necesidad de sacrificar a las personas.  Por continuar con el ejemplo anterior, no parece lógico que alguien abogue por la amputación de una pierna, a no ser que se explique el bien que supondría tal decisión.  Sin relación a la salud global del organismo no se entiende por qué deba darse tal amputación.  La discusión por tanto remite a una cuestión mucho más amplia. De la misma forma, la discusión sobre la pena de muerte no se entiende sin el marco de referencia de la legítima defensa y la búsqueda de  garantías del derecho a la vida de los ciudadanos.

Es probable que algunos de los defensores de la pena de muerte pensaran que la pena capital fuera la respuesta justa y la pena adecuada a graves delitos como violaciones, terrorismo, narcotráfico… y no en vistas a una legítima defensa.  Pero las razones por las que defendían la pena de muerte eran distintas a aquellas por las que el catecismo de 1997 apenas toleraba la misma pena. Era probable también que confundieran esta tolerancia de la Iglesia a un mal menor con una aceptación y promoción decidida. No era así.  Quizá creían que estaban en plena sintonía con el magisterio en este punto, pero no. Ni era por las razones adecuadas ni tampoco el planteamiento de fondo era el mismo.

Todo esto nos muestra que muchos de los elementos del catecismo, por sencillos y sabidos que puedan parecer, son con frecuencia muchos más ricos y complejos y se enlazan de forma articulada con otros conceptos claves. En este caso estos conceptos clave son la misma noción de pena, de proporcionalidad, de bien común, dignidad humana, sacralidad de la vida, a la vez de condiciones sociales cambiantes como las posibilidades del Estado de contener a los criminales, entre otras.

¿Qué cambio ha hecho el papa Francisco al catecismo? ¿Hay una continuidad o ruptura con este planteamiento? ¿por qué habría causado revuelo en algunos sectores? Eso lo veremos en la próxima entrega.

*Foto principal: tomada de Aciprensa.

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