Fe Iglesia

¿Se puede orar por alguien que está excomulgado?

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Escrito por Padre Henry Vargas

Si Jesús, el Cristo, nos recomendó amar a nuestros ‘enemigos’ y hacer el bien a aquellos que nos odian y nos persiguen (Mt 5, 44), con mayor razón hay que hacerlo con quien ha caído en desgracia por un delito y/o en un pecado grave.

Antes de todo, miremos qué es la excomunión. Como la misma palabra lo indica una excomunión es declarar que la persona está fuera de la comunión de la Iglesia por pecados y/o delitos como, por ejemplo, el cisma, la apostasía, la herejía, entre otros.

La excomunión no es algo de ahora, siempre ha existido. Un ejemplo de esto ya lo vemos en la Iglesia primitiva cuando San Pedro excomulga a Simón el mago (Hch 8, 21). Otros ejemplos los vemos, por ejemplo, en 1 Cor 5, 4-5; 1 Cor 5, 13.

Ahora bien, la Iglesia no excomulga a nadie, simplemente declara públicamente que la persona no está en comunión con ella. En este sentido la Iglesia prohíbe a quien está excomulgado, entre otras cosas, el acceso a los sacramentos (Catecismo, 1463; canon 1318). 

La declaración pública que hace la Iglesia, y que se llama excomunión “ferendae sententiae”, es una pena no vengativa o punitiva sino medicinal (canon 1312, 1), “es ejercicio de misericordia hacia los penitentes para curarlos en el espíritu y por esto las censuras son denominadas medicinales” (Juan Pablo II, Discurso a la Penitenciaría Apostólica de 1990, 15 de marzo de 1990).

Ésta pena está destinada, en consecuencia, no a castigar al culpable sino a hacerle ver la gravedad del pecado y/o del delito, a corregirlo e invitarlo al arrepentimiento, a la enmienda, a que regrese a la senda de la rectitud; es llevarlo, en definitiva, a la conversión.

Pero la excomunión no es ni indefinida ni eterna. Si el fiel cristiano toma conciencia de la gravedad de su delito, da sinceras muestras de arrepentimiento y pide volver al seno de la Iglesia, el Papa o, en su defecto, el Obispo del lugar le puede levantar la excomunión y la persona puede volver a ser recibida en la comunión de la Iglesia con todos sus derechos y obligaciones.

Si bien es cierto que la persona excomulgada sale de la comunión de la Iglesia con las respectivas consecuencias, también es cierto que sigue siendo una persona bautizada, una persona que merece ser amada, buscada como la oveja perdida, esperada para que vuelva a casa (Lc 15, 20), merecedora, en definitiva, de oración para que vuelva al seno de la Iglesia y se salve.

Orar por una persona excomulgada no es otra cosa que obediencia al mandamiento de Jesús, quien anhela la unidad de sus discípulos en torno a su vicario, el Papa; no por nada Jesús oró por la unidad, para que todos seamos uno en Él (Jn 17, 11b).

La oración por algún excomulgado está pues en línea con el espíritu del evangelio. La razón de la oración está en el hecho que todos los seres humanos hemos sido creados por Dios a su imagen y semejanza, todos hemos sido redimidos por Jesucristo, y todos somos llamados a la salvación.

Si Jesús, el Cristo, nos recomendó amar a nuestros ‘enemigos’ y hacer el bien a aquellos que nos odian y nos persiguen (Mt 5, 44), con mayor razón hay que hacerlo con quien ha caído en desgracia por un delito y/o en un pecado grave.

Una persona que ha cometido un delito (y es sólo eso), aunque haya generado excomunión, no se convierte automática ni necesariamente en enemiga de la Iglesia o merecedora de eterna condenación.

Además Dios no quiere quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo humeante o vacilante (Is 42, 3; Mt 12, 20).

Los pecados, aunque sean los más graves, no quitan a la persona bautizada, mientras esté en este mundo, el derecho a la gracia del arrepentimiento y de la conversión. Ayudar a los demás a reconciliarse con la Iglesia y, en consecuencia, con Dios es la tarea de todo cristiano. No podemos alegrarnos por alguien que se haya alejado del seno de la Iglesia o enfadarnos por alguien que vuelve a la comunión eclesial (Lc 15, 32).

Nada nos autoriza a creer en la condenación eterna de una persona. Es cierto que quien muere en pecado mortal, sin los sacramentos que confieren la gracia de Dios, no se salva. Sin embargo, como fruto de la oración, es siempre posible que la persona excomulgada en el último momento de su vida ceda a los impulsos de la gracia y pida perdón a Dios.

Todas estas razones nos indican que todos nosotros los cristianos estamos obligados a rezar unos por otros sin distinción alguna.

En virtud de la redención todos somos sujetos de salvación, y esto debemos tenerlo bien claro. El apóstol San Pablo lo recomienda expresamente cuando dice:

“Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias POR TODOS LOS HOMBRES; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad”.

1 Tm 2, 1-3.

P. Henry Vargas Holguín


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