Fe

¿Los protestantes creen o no en el infierno?

Escrito por Padre Henry Vargas

El mundo protestante ha confundido la justificación con la salvación como si fueran realidades equivalentes; confusión que se evidencia aún más al interpretar erróneamente al apóstol San Pablo cuando él toca los temas de las obras de la ley y la fe en Jesucristo: “…el hombre no se justifica por las obras de la Ley sino sólo por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la Ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado” (Gal 2, 15-16).

Para dilucidar el tema, empecemos por decir qué es la justificación y cómo se ha llevado a cabo. “La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de TODOS LOS HOMBRES. La justificación es concedida por el Bautismo, sacramento de la fe. Nos asemeja a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna (cf Concilio de Trento: DS 1529)” (Catecismo, 1992). Por tanto, Jesús ya justificó a todos los hombres (catecismo, 605), una vez por todas, en la cruz; y se recibe la justificación en el bautismo.

San Pablo condena la observancia de la Ley Mosaica, como medio para obtener la justificación porque Jesús ya nos justificó. Bien lo afirma cuando dice: “La venida de Cristo marca el fin de la ley para, con eso, ofrecer la justificación a todos los que creen” (Rm 10, 4).

Está claro que la justificación no está en el cumplimiento de las obras de la ley (Gal 3, 11a). Los que quieran ver en la ley la justificación están anulando el sacrificio de Cristo porque “si la justicia viene de la ley, entonces Cristo ha muerto inútilmente” (Gal 2, 21).

Pasemos luego a preguntarnos de qué obras hablaba San Pablo. San Pablo no se refiere obviamente a las obras en general, a las obras del cristiano (pues él también lo es), sino específicamente a ‘las obras de la ley’.

San Pablo se refiere aquí a la torá, es decir al conjunto de normas que van desde las observancias cultuales hasta los comportamientos éticos. Concretamente San Pablo se refiere, por ejemplo, a: la importancia del sábado, los alimentos puros, los ritos externos de purificación, la circuncisión, etc. Es decir, los temas por los que el mismísimo Jesús entraba en constante polémica con los maestros de la ley.

San Pablo quiere mostrar que por la vía de las obras de la ley el judaísmo no tiene sentido, ha fracasado; no queda otro camino que el de la fe para la salvación, puesto que ya fuimos justificados; y San Pablo no da a escoger entre una cosa u otra. La alternativa es clara: O judaísmo o cristianismo; dicho de otra manera: O observancia de la ley (la torá), o la aceptación de Jesucristo, la fe en Él. “El Justo (quien ha sido justificado) vivirá (se salvará) por la fe (Gal 3, 11b).

Los protestantes insisten en que los pecadores son justificados (o, según ellos, salvados) sólo por la fe; por esto ellos se creen ya salvados con la premisa de que sólo la fe basta para salvarse y que las obras son irrelevantes para llegar al cielo.

Pero hablemos ahora de cómo debe ser la fe en Jesucristo. No es una fe cualquiera, no es la “fe” de los demonios, pues hasta los demonios “creen” (St 2, 19) y “saben” quién es Jesús (Lc 4, 34). De manera que debe haber una diferencia entre un cristiano y un demonio. ¿Y dónde está la diferencia? En las obras.

Por fe en Jesús se entiende ‘fe cristiana’, con TODO lo que implica: caminar por la vida con Jesúcristo según todas las condiciones que Él pone (Mt 16, 24). Se trata también de la vivencia de la fe en Jesucristo dentro de su Iglesia que es una, santa, católica y apostólica, cumpliendo así su voluntad. Se pide pues fe para aceptar que ya fuimos justificados por el sacrificio redentor de Jesucristo en la cruz, y luego se pide fe para caminar con obras hacia la salvación.

No se entiende, pues, cómo los protestantes confundan las obras inherentes a la condición y dignidad de nosotros los cristianos con las obras de la ley.

No se entiende cómo los protestantes rechacen toda clase de obras: las obras de la fe, de una fe viva (St 2, 17), las obras de conversión (incluyendo los sacramentos). Las obras (1 Cor 13, 1-13) que hacemos nosotros los cristianos no son en orden a obtener la justificación, sino para la salvación; son obras que Dios hace en el cristiano puesto que en él habita el Espíritu de Dios (Col 1, 10; Ef 2, 8-10) por la gracia.

Los protestantes se ufanan en que sólo basta con creer en Cristo, en aceptarlo como Señor y salvador personal, para lograr la salvación (o, según ellos, la justificación); luego de aquí desaparece toda otra obligación pues ya está salvada la persona.

Los protestantes, de esta manera, se despreocupan de lo que hagan o dejen de hacer, porque no tienen la preocupación de que puedan perder la salvación.

Al creyente protestante se le asegura el veredicto final de Dios como justificado-salvado en el presente. Por la fe, al creyente protestante se le imputa la justicia de Dios una vez y para siempre, y por tanto la persona se asegura el favor final de Dios, incluso aunque dicha persona continúe siendo pecadora y muera en pecado.

Pero los protestantes olvidan que, una vez fuimos justificados, la Salvación es un proceso permanente; no se realiza sólo en un momento determinado. La salvación es un proceso continuo y gradual que parte de una relación sana y correcta con Jesús y en Él con Dios Trinidad (como dice San Agustín: “Dios que te creo sin ti, no te salvará sin ti”); y esto implica necesariamente el deber de permanecer fieles a Jesucristo hasta conseguir la salvación.

La salvación no está en solo creer en un determinado momento y ya está, o en aceptar a Jesús de palabra y en la teoría y ya está todo hecho. Recordemos lo que Jesús dice: “No todo el que me dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos; mas el que HACE la voluntad de mi Padre…” (Mt 7, 21). Además, la propia Biblia rechaza la idea de ‘salvo una vez para siempre’.

La Sagrada Escritura nos confirma que la salvación es algo que empieza en el pasado (después de la justificación -el bautismo-), continúa en el presente y se lleva a cabo en el futuro. Veamos unos textos bíblicos:

-La salvación empieza en el pasado: “Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos” (Rm 8, 24-25).

-La salvación continua en el presente: “Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido,…, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor” (Fil 2, 12).

-La salvación se lleva a cabo en el futuro: “Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mc 13,13).

Consecuencia de todo esto, los protestantes sólo creen en el cielo. No creen en el infierno. Y si aceptan el infierno, algunos protestantes lo ven sólo como ‘lugar de los muertos’, y no como lugar de condenación. Para ellos el infierno es el mismo Sheol o recinto común de los muertos donde todas las almas, sin importar su vida terrenal anterior, tanto justos como injustos, irán a parar después de la muerte en espera de la resurrección. Otros protestantes aceptan el infierno como lugar de penas y tormentos, pero asimilándolo a una especie de purgatorio pues de aceptar el infierno como lo que es en verdad se estaría (según ellos) tergiversando el amor de Dios convirtiéndolo en un ser malvado que genera una obediencia manipulada por el miedo. Otros protestantes, entre otras opiniones, dicen que el infierno existe, pero al que no va ninguno de ellos; sólo es el lugar de los demonios.

P. Henry Vargas Holguín.

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