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La Revolución Francesa, ¿hija de las Luces? Tuvieron en común el anticristianismo, señala un experto

La Revolución Francesa es uno de los grandes mitos de la Modernidad, que ha disimulado su condición anticristiana falseando buena parte de su contexto y su realidad. Pero los historiadores de las últimas décadas están dando la vuelta a esa falacia mitológica desde muy variados puntos de vista. 

En un reciente dossier especial sobre la Revolución de 1789, el director de la publicación católica independiente La Nef, Christophe Geffroy, entrevista a Patrice Gueniffey, uno de esos especialistas, con motivo de la publicación de su último libro, escrito en colaboración con François-Guillaume LorrainRevoluciones francesas desde la Edad Media hasta nuestros días.

Patrice Gueniffey es doctor en Historia y profesor en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, donde dirige el Centro de Estudios Sociológicos y Políticos Raymond Aron. Discípulo de François Furet (1927-1997), Gueniffey es uno de los grandes especialistas franceses en la Revolución Francesa y en el Imperio napoleónico, con varias obras de referencia publicadas al respecto, entre ellas «La politique de la Terreur. Essai sur la violence révolutionnaire 1789-1794″ (Fayard, 2000), «Histoire de la Révolution et de l’Empire» (Perrin, 2011) y «Bonaparte (1769-1802)» (Gallimard, 2013). 

–¿Por qué la Revolución francesa tiene lugar en Francia, país próspero y potencia de primer nivel de la época?

–Raramente las revoluciones estallan por motivos económicos. Ciertamente, sin la crisis de subsistencia de corta duración que asolaba el país debido a las malas cosechas, los acontecimientos podrían haber tomado otro cariz, aunque tengo dudas al respecto. Las economías del Antiguo Régimen a menudo estaban sujetas a problemas de «soldadura», que implicaban el alza de precios y las consiguientes carestías, sin que ello provocara revoluciones. Revueltas, a menudo; revoluciones, nunca.

La causa es política, agravada por razones sociales. La causa política es la quiebra de las finanzas públicas y la impotencia del gobierno, ante la obstrucción de los parlamentos (tribunales de justicia que tienen el poder de registrar las leyes; dicho de otro modo, de impedir su promulgación y ejecución), para imponer las reformas necesarias, empezando por la extensión de los impuestos a los privilegiados (nobleza, clero, pero también las ciudades). Es esencialmente la Francia rural –la Francia periférica de la época– la que soporta la presión fiscal.

Ante esta situación, el gobierno del Rey, tras haber reunido, sin éxito, una «asamblea de notables», decide sortear la oposición de los privilegiados haciendo un llamamiento directo al país. Pero lo hace de la peor manera posible, sin atreverse a tocar la organización tradicional de los Estados generales, que garantiza una mayoría automática a los privilegiados. Es una mezcla de audacia y timidez que abre un conflicto entre los tres estamentos del reino, divide el país y exacerba el resentimiento que se gestaba desde hacía tiempo contra la corte y la nobleza.

–¿Marca la Revolución francesa una novedad en relación a las otras revoluciones o revueltas que la precedieron?

–Sí, porque las numerosas revueltas que la precedieron no cuestionaron la organización de la sociedad ni la autoridad o legitimidad de la monarquía. Al contrario, pedían la protección del rey contra los abusos, que eran siempre imputados a los malos consejeros o malos ministros.

En 1789, el conflicto se descontrola a gran velocidad y en pocas semanas desemboca en un rechazo a las desigualdades de nacimiento, a los privilegios y al carácter absoluto de la monarquía francesa, que le concede al rey el monopolio de la decisión y que no admite a su alrededor más que asambleas consultivas (aparte el caso de los parlamentos).

A partir del verano de 1789, los privilegios son abolidos, el rey es relegado a su papel de jefe del poder ejecutivo y el poder legislativo pasa a un parlamento elegido por votación. Los antiguos parlamentos desaparecen.

Sin embargo, nada se resuelve y muchos revolucionarios piensan que hay que ir más lejos: ¿no habría que acabar con la monarquía? ¿Limitar los poderes del parlamento e introducir en la constitución una dosis más o menos importante de democracia directa? ¿Acaso la igualdad ante la ley no recuerda a lo que hoy llamamos derechos sociales? En resumen, se abre la caja de Pandora, que alimentará la competencia y la radicalización.

–¿Se puede hacer un paralelismo con la «revolución» americana de 1776?

–Sí y no. La revolución americana es, ante todo, una guerra de independencia, de liberación nacional que desemboca en una redefinición del pacto que une a los americanos. Se parece más a lo que sucederá, un poco en todas partes, en el momento de la descolonización. Además, a pesar del carácter un poco vago de la Declaración de Independencia, los americanos estipulan para los americanos haciendo referencia a la tradición inglesa, de la que proceden. Su revolución es un modelo que será imitado posteriormente, sobre todo en América Latina en el siglo XIX, pero que no proclama ningún derecho universal.

Por el contrario, en conjunto, la Revolución francesa se inscribe en lo universal. Proclama derechos abstractos, que no tienen vínculos con ninguna tradición política concreta. Establece esos derechos para todo el mundo, al mismo tiempo que lo hace para Francia.

–En la introducción de Révolutions françaises, usted escribe con F.-G. Lorrain que la Revolución francesa fue «ese intento radical, que no tiene igual en la Historia, de elevar sobre los escombros del pasado un mundo totalmente nuevo». ¿Nos lo puede explicar?

–En 1789 se impuso la idea de que la tradición, el pasado, la historia son autoridad en la medida en que son conforme a lo que nos enseña la razón. «Nuestra historia no es nuestro código», dijo elocuentemente un revolucionario. Lo cual se constata rápidamente: según la filosofía del Siglo de las Luces, el pasado es el reino del despotismo, la injusticia y la superstición. No se puede aprovechar nada, por lo que hay que ponerse manos a la obra para llevar a cabo una tarea inmensa que es la de fundar un mundo, una sociedad, un Estado totalmente nuevos sobre las ruinas del viejo mundo.

Los franceses de 1789 inventan la fórmula revolucionaria moderna, que no consiste en reformar, corregir, reparar, sino en fundar, inventar desde cero, empezando una historia totalmente nueva con hombres totalmente nuevos.

–¿Cuál ha sido realmente la influencia del Siglo de las Luces en la Revolución?

–No todas las ideas de la Revolución son nuevas. Los revolucionarios bebían, es obvio, de la herencia del Siglo de las Luces, pero esto no quiere decir que las ideas del Siglo de las Luces estén en el origen de la Revolución. Ante todo, porque el Siglo de las Luces es un movimiento complejo, contradictorio, en el que algunas inspiraciones son revolucionarias pero otras no, porque los filósofos del Siglo de las Luces piensan más bien en un déspota ilustrado, y no en el pueblo, para llevar a cabo los cambios; de hecho, estos filósofos consideraban al pueblo como un populacho intratable y peligroso.

El vínculo más directo consiste en el anticlericalismo, es decir, el anticristianismo, muy fuertes tanto el uno como el otro en el Siglo de las Luces francés, pero no en el resto de Europa.

–El Terror de 1793, ¿fue la consecuencia inevitable del proceso iniciado en 1789?

–La ucronía es un ejercicio divertido en el que cada acontecimiento es susceptible de tener muchos desarrollos posibles. Basta con que ese actor no esté allí en ese determinado momento para que el destino cambie.

Pero, por otro lado, la escalada de violencia y el aumento del espíritu de guerra (ellos/nosotros) son fenómenos precoces en la Revolución. No se trata realmente de una controversia política, sino de una verdadera guerra alimentada por la obsesión del complot, la idea de que el enemigo es tan poderoso que los medios ordinarios no son suficientes. Por no hablar de la radicalización que tiene lugar en la izquierda con la formación de corrientes cada vez más extremistas. De 1789 a 1793, el camino parece seguir una pendiente fatal, a pesar de que, en algunos momentos, podría haber tomado una dirección distinta.

–¿Qué vinculo establece usted entre la Revolución francesa y la modernidad? ¿Aceleró la primera la llegada de la segunda?

–Responder que sí sería deslizarse en la propia ideología revolucionaria. Ciertamente, la Revolución presidió la formación de la «modernidad francesa», pero hay que aclarar su influencia sobre el resto del mundo. Inventó la idea moderna de revolución, tal como la veremos luego en Rusia, en China o en Camboya, con caracteres propios en cada país. Por intermediación de los ejércitos napoleónicos, difunde en Europa la idea de las nacionalidades. La Revolución francesa está en el origen de la unificación de Italia y, sobre todo, de la unificación de Alemania a manos de Bismarck (para desgracia de Europa).

Por lo demás, su influencia es muy limitada. Europa salió del Antiguo Régimen sin revoluciones y, sobre todo, sin creer que para ser libres era necesario perseguir a las Iglesias. En resumen, podemos decir que sin la Revolución francesa la historia de Europa de los siglos XIX y XX habría sido sin duda muy distinta, pero que incluso sin ella, las ideas liberales del siglo XVIII (igualdad civil, libertades colectivas e individuales, parlamentarismo) se habrían impuesto por doquier de manera progresiva y sin revoluciones.

–Los verdades progresos políticos, en historia, ¿son el resultado de reformas progresivas o de revoluciones? 

–La historia de la Francia contemporánea demuestra que las políticas reformistas han sido el origen de más avances sociales que las crisis revolucionarias. Es en efecto un mito, cuyo poder reside en el hecho de que la Revolución Francesa, después de haber cerrado el acto monárquico de su historia, haya inaugurado un nuevo capítulo y dado al país un nuevo rostro.

Es obvio que la Revolución hizo que se materializaran una serie de reformas, pero fue el autoritarismo napoleónico el que le dio a Francia el rostro que sigue teniendo actualmente. La Revolución destruyó más que construyó. La Francia contemporánea es más napoleónica que revolucionaria. En el fondo, la Francia actual es menos hija de la Revolución que de la última experiencia de despotismo ilustrado (Napoleón) de nuestra historia. A la espera de De Gaulle y de la V República, claro está, otra gran época de reformas iniciadas desde arriba…

Traducción de Elena Faccia Serrano.

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