Espiritual Fe Razón

Humildad y Sabiduría

Una de nuestras mayores dificultades en la vida práctica, es la capacidad de resolver problemas. Problemas reales.

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Una de nuestras mayores dificultades en la vida práctica, es la capacidad de resolver problemas. Problemas reales. Porque imaginarios tenemos bastantes por cuenta de nuestro afán; e innecesarios, por cuenta de nuestro orgullo y constantes imprudencias. Es decir, por falta de un conocimiento relevante para afrontar la vida y asumir adecuadamente las dificultades que ésta conlleva, y de humildad para reconocerlo.

Por esto –y después de algunas consideraciones necesarias– quiero traer aquí unas cuantas citas, reflexiones y textos de diversos autores que nos ayuden a serenarnos y a entrar en nosotros mismos, con dos propósitos:

  1. Desnudar nuestra miseria, reconocerla y asumirla, para descubrir que existe la humildad y que ésta no sólo es buena consejera sino una excelente compañera de viaje en el camino de la vida.
  2. Habiendo alcanzado un mayor y más objetivo conocimiento de nosotros mismos, esto es, de nuestras verdaderas debilidades y de nuestros propios recursos interiores, pedir a Dios la sabiduría necesaria para acometer dicho viaje con fortaleza y alegría.

Estos dos objetivos están siempre presentes en la vida del cristiano. Pero no a la manera de un programa de auto superación que promete convertirnos en seres infalibles y capaces de obtener todo cuanto nos propongamos, sino mediante el ejercicio de la ascesis, entendida como la asunción de la responsabilidad personal por nuestro propio perfeccionamiento, que es lo que nos corresponde como criaturas racionales y superiores en el orden de la creación, y lo que nos compete como hijos de Dios en atención al Consejo Evangélico –diríamos mandato– de Nuestro Señor: «Sed perfectos, como Vuestro Padre Celestial es Perfecto» (Mateo 5, 48).

Consideremos, pues, los aspectos esenciales de ambos propósitos:

La Humildad

El primero nos permitirá aprender a reconocer que, muchas veces, el mayor obstáculo a nuestra paz interior reside en nosotros mismos, en el espacio que le concedemos a la ansiedad, y que nos lleva por una espiral de falsas metas y logros que se supone deberíamos alcanzar en el aspecto físico, fisiológico, psicológico, financiero y material.

Cuando una persona se enfrasca en esta dinámica, no sólo se torna obsesiva y de un perfeccionismo exasperante: en su afán de crecer y sumida como está de manera subjetiva en el círculo vicioso de la auto exigencia, se convierte en su propia enemiga y –sin percatarse de ello– de los demás, a los que ahora ve y califica como “flojos” o “sin aspiraciones”. Una patología social que está cobrando cada vez más fuerza, y cuyo cuadro clínico es claro: personas que no se aceptan y que –incluso– se odian a sí mismas.

Este drama amerita una consideración en la perspectiva de la fe. El mandamiento de Dios, ratificado por Jesús, dice explícitamente: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19, 18; Mateo 22, 39; Marcos 12, 31). ¿Cómo puede hacerlo quien no sólo no se ama sino que ha llegado a odiarse a sí mismo? La cuestión clave es, entonces: ¿en qué consiste el amor a sí mismo?

El “discípulo amado” y el “apóstol del amor”, San Juan, lo expresa con suma claridad:

«El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. Dios mostró su amor hacia nosotros al enviar a su Hijo único al mundo para que tengamos vida por él. El amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo, para que, ofreciéndose en sacrificio, nuestros pecados quedaran perdonados. Queridos hermanos, si Dios nos ha amado así, nosotros también debemos amarnos unos a otros. A Dios nunca lo ha visto nadie; pero si nos amamos unos a otros, Dios vive en nosotros y su amor se hace realidad en nosotros. La prueba de que nosotros vivimos en Dios y de que él vive en nosotros, es que nos ha dado su Espíritu. Y nosotros mismos hemos visto y declaramos que el Padre envió a su Hijo para salvar al mundo. Cualquiera que reconoce que Jesús es el Hijo de Dios, vive en Dios y Dios en él. Así hemos llegado a saber y creer que Dios nos ama. Dios es amor, y el que vive en el amor, vive en Dios y Dios en él. De esta manera se hace realidad el amor en nosotros, para que en el día del juicio tengamos confianza; porque nosotros somos en este mundo tal como es Jesucristo. Donde hay amor no hay miedo. Al contrario, el amor perfecto echa fuera el miedo, pues el miedo supone el castigo. Por eso, si alguien tiene miedo, es que no ha llegado a amar perfectamente. Nosotros amamos porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. Pues si uno no ama a su hermano, a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve. Jesucristo nos ha dado este mandamiento: que el que ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Juan 4, 8-21).

El amor a sí mismo consiste, en primerísimo lugar, en aceptar el Amor de Dios, en dejarnos amar por Él a “su manera”, no a la nuestra ni según nuestros parámetros y exigencias sino como Él Es y como Él se muestra y se nos da. Esto es, en toda su realidad sacramental: recibiéndolo en las fuentes de La Gracia, que son los Sacramentos.

Sí, sólo se ama a sí mismo quien se deja amar por Dios. Y sólo en esa medida, puede el hombre amar a su prójimo “como a sí mismo, es decir, como es amado por Dios y permite serlo. Sólo se puede amar al prójimo de la forma como Dios lo ama a uno y uno mismo lo acepta y lo permite.

Es claro que aquí no se alude para nada a lo que hoy entendemos por “autoestima”, salvo que por ésta se refiera expresamente a la adecuada estimación de sí mismo, es decir, a una objetiva valoración de sí en todos los aspectos. Esto sólo es posible a la luz de la Verdad. La verdad sobre Dios y, confrontándose con ella, la verdad sobre sí mismo.

Sobre esto, la Iglesia recuerda con particular insistencia:

«“Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (Gaudium et Spes 22, 1. CIC 1710). En Cristo, “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15; cf 2 Co 4, 4), el hombre ha sido creado “a imagen y semejanza” del Creador. En Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios (GS 22)».

Aceptar esta verdad es el primer paso en la auténtica aceptación de sí mismo, tal como se es; y es el primer acto de aceptación incondicional del Amor de Dios que, si bien nos ama tal como somos, no por ello se resigna a que seamos menos de lo que estamos llamados a ser, y que nos insta siempre a que mantengamos esa tensión hacia nuestra auténtica estatura humana y moral, en correspondencia con nuestra naturaleza y finalidad.

Según lo afirma el Cardenal John Henry Newman y lo explica en un libro titulado “La Gramática del asentimiento”, la aceptación es el acto humano más grande: comienza por la aceptación de La Verdad, es decir, de la Realidad tal cual es y –dentro de ella– de nuestra propia condición; por ello, es el más grande acto de nuestra voluntad que asiente y se configura con la Voluntad Divina. Y viene a ser el primer y más grande acto de humildad por parte nuestra.

Veamos lo que dice el Salmo 8:

Grandeza del Señor y dignidad del hombre

Señor, Dios nuestro, 
que admirable es tu nombre en toda la tierra,
en toda la tierra.
Cuando contemplo el cielo,
obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado.
Qué es el hombre para que te acuerdes de él;
el ser humano, para darle poder.
Qué es el hombre para que te acuerdes de él;
el ser humano, para darle poder.
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies.
Rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo,
las aves del cielo, los peces del mar,
todo lo sometiste bajo sus pies.

Por ello afirma San Agustín:

“Nos creaste para Ti, Señor, y nuestro espíritu está inquieto hasta que descanse en Ti”.

«Descansar en El Señor». Me atrevo a afirmar que éste es, en esencia, el verdadero y gran anhelo del hombre: la meta que cierra el ciclo y marca la senda del retorno a nuestra grandeza original. Y, pese a las múltiples formas en que a lo largo de la historia éste ha sido entendido y formulado, en el cristianismo está bastante claro: el único camino cierto y real para “descansar en el Señor” es la humildad. Pero, ¿qué es y en qué consiste la humildad?

La palabra “humildad” deriva del vocablo latino “humus”, que designa la capa fértil de la tierra, es decir, aquella que se deja arañar, arar, y que contiene en sí misma las propiedades y minerales que la hacen apta para recibir las semillas y los abonos que las harán germinar y crecer hasta conformar plantas que den frutos sanos. Del mismo vocablo derivan las palabras Hombre y Humanidad, que específicamente en la Cuaresma nos son recordadas en su íntima esencia: “Recuerda que polvo eres, y a él retornarás. La Tierra, pues, no es el paraíso, sino la materia con la cual llevamos a cabo nuestro camino de regreso a nuestra verdadera esencia e identidad primigenias.

La Sabiduría

Esta conciencia y experiencia de vida deben habernos permitido alcanzar un mayor y más objetivo conocimiento de nosotros mismos… De modo que ahora estamos en mejores condiciones para pedir a Dios la sabiduría. Pero, ¿qué es y en qué consiste ésta?

En una publicación anterior establecimos que “una razón que se deja iluminar por la fe, es sabiduría”. La Sagrada Escritura afirma: «El principio de la sabiduría es el temor de Dios» (Proverbios 1, 7). En resumen, la humildad ante el Altísimo y el respeto filial y sagrado a Él, son –pudiéramos decir– las columnas y soporte de la verdadera sabiduría.

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No obstante, el Señor afirma taxativamente: «Mi pueblo perece por falta de conocimiento» (Oseas 4, 6). Esto significa que hay un conocimiento específico, que es preciso tener, y que es relevante para nuestra salvación: es el conocimiento de la Ley de Dios y su acatamiento genuino. Hacer la Voluntad de Dios. A quienes la cumplen con amor, Jesús los llama «Dichosos» (Lucas 11, 28). Estos son los que realmente pueden “descansar en el Señor”, porque le han sido fieles: «Porque cualquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mateo 12, 50). En este sentido, pues, sabiduría es sinónimo de dicha, de descanso, de felicidad.

Veamos lo que dice el Salmo 1:

El Señor protege el camino de los justos

¡Feliz el hombre
que no sigue el consejo de los malvados,
ni se detiene en el camino de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los impíos,
sino que se complace en la ley del Señor
y la medita de día y de noche!
Él es como un árbol
plantado al borde de las aguas,
que produce fruto a su debido tiempo,
y cuyas hojas nunca se marchitan:
todo lo que haga le saldrá bien.
No sucede así con los malvados:
ellos son como paja que se lleva el viento.
Por eso, no triunfarán los malvados en el juicio,
ni los pecadores en la asamblea de los justos;
porque el Señor cuida el camino de los justos, 
pero el camino de los malvados termina mal.

A manera de epílogo –y como síntesis– dejo tres preciosos textos de distintas personas a las que bien podemos considerar como sabias.

  • El primero, conocido mundialmente como “La Oración de la Serenidad”, atribuida a San Francisco de Asís, y difundida especialmente por la asociación de Alcohólicos Anónimos, en el Paso 3, contenida en el libro “Doce Pasos – Doce Tradiciones”.
  • El segundo, Santo Tomás de Aquino, de quien ofrecemos su famosa Oración antes de estudiar.
  • Y el tercero, el escritor Inglés de origen Hindú Rudyard Kipling, premio Nóbel de Literatura, del cual ofrecemos un poema suyo titulado “Si…” –condicional–, que habla de todas aquellas posibles situaciones y circunstancias que tientan nuestra debilidad pero sobre las cuales bien podemos alcanzar el señorío que se espera de un auténtico hombre (de una persona cabal, sabia).

Epílogo de El Paso 3:

«…En todas las ocasiones en que nos vemos confusos, indecisos o perturbados emocionalmente, podemos hacer una pausa, pedir un poco de tranquilidad y decir simplemente»:

Oración de la Serenidad

“Dios, concédeme Serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar… Valor para cambiar las que sí puedo y Sabiduría para reconocer la diferencia. Que se cumpla Tu Voluntad, no la mía”.

Oración para comenzar a estudiar

¡Oh, inefable Creador nuestro, altísimo principio y fuente verdadera de luz y sabiduría, dígnate infundir el rayo de tu claridad sobre las tinieblas de mi inteligencia, removiendo la doble oscuridad con la que nací: la del pecado y la ignorancia!
¡Tú, que haces elocuentes las lenguas de los pequeños, instruye la mía, e infunde en mis labios la gracia de tu bendición!
Dame agudeza para entender, capacidad para retener, método y facilidad para atender, sutileza para interpretar y gracia abundante para hablar.
Dame acierto al empezar, dirección al progresar y perfección al acabar.
¡Oh, Señor! Dios y hombre verdadero, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Si…

RUDYARD KIPLING
Si conserváis la calma mientras todos
la cabeza perdieron y os censuran;
si en vosotros creéis, sin ofenderos
que os pongan los otros bajo duda.
Si al mendaz toleráis sin ser mendaces,
si esperáis sin fatiga ni cansancio,
si no pagáis el odio con el odio,
sin por ello tomar aires magnánimos.
Si pensáis y soñáis, sin a los sueños
o el pensamiento hacer vuestro objetivo;
si sabéis afrontar fracaso y triunfo
a entrambos presentando un rostro mismo.
Si soportáis que la verdad que hablasteis
la truequen en embustes gentes necias;
si las cosas que hicisteis veis caídas
y las habéis de alzar sin herramientas.
Si cuanto con trabajo conseguisteis
a un solo golpe lo arriesgáis de suerte,
y si sabéis, perdiendo, vuestra vida
hacer que en el principio recomience.
Si vuestro corazón y vuestras fibras
servir hacéis, aun cuando estén deshechos,
y si sabéis luchar, faltando todo
salvo la voluntad que dice: “Quiero”.
Si frecuentando al vulgo os guardáis sabios,
y si sensatos al tratar a reyes;
si a todos apreciáis y poco a todos,
y nadie, amigo o no, dañaros puede.
Si a sesenta segundos de distancia
el minuto alejáis de odio y reproche,
vuestra es la tierra con cuanto contiene
y, lo que es más, ¡oh hijos!, seréis hombres.

(Traducción de Juan G. de Luaces, Aguilar).

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