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¿Honras fúnebres o “canonización”?

Una realidad ineludible

Lamentamos la muerte de nuestros ciudadanos, desde los más sencillos hasta los más ilustres, y hacemos votos por sus almas. Esta es una realidad que no se puede evitar, pero que nos cuesta reconocer y aceptar en su justa dimensión. Hoy se intenta negar o atenuar lo que es, lo que significa y lo que implica, recurriendo a eufemismos o a una falsa sublimación.

Usamos expresiones como “partió a la Casa del Padre”, en lugar de decir que una persona murió. Y presentamos el hecho como “otra forma de vida”, pero sin referencia a la Fe ni de cara a la Vida Eterna y a la forma de ganarla. En ambos casos damos por descontada la Salvación, y así “canonizamos” a la persona en la misma ceremonia de honras fúnebres en la que su alma es entregada a la Misericordia de Dios, a quien verdaderamente le corresponde juzgarla según sus obras.

De un cristiano, cualesquiera sea su nivel social, se espera siempre que su testimonio de vida sea coherente con la Fe que dice profesar. No basta que haya sido una persona amable o bien intencionada, sino un auténtico Testigo de la Verdad que recibió y aceptó. Pero el Juicio definitivo de Salvación o de Condenación no nos pertenece a nosotros, sino a Dios.

Hay criterios teológicos, morales y canónicos que nos dan suficiente luz y claridad para saber y entender cómo proceder a la hora de afrontar dos realidades íntimamente ligadas: la muerte de una persona y su destino eterno.

Un juicio justo para cada uno

Un criterio claro nos lo da la doctrina del juicio particular que sigue a la muerte, la cual “pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo”. “El Nuevo Testamento […] asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe”.

“Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre” (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, numerales 1021 y 1022).

La necesaria Purificación

Otro criterio procede de la doctrina de la purificación final o purgatorio. “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados” […].

“Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: (2 Macabeos 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico”. «Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración […] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios homilia 41, 5). (Ver Catecismo, numerales 1030 a 1032).

Coherencia y Fidelidad: pensamiento, palabras y obras…

El tercer criterio es la fidelidad a la fe. ¿Y por qué éste? Porque hay hechos, acciones y expresiones de una persona que son consecuentes o no con dicha Fe, con la Verdad de la que procede, e indican si realmente la defiende, si es tibio o si coopera directa o indirectamente con el mal que se opone a ella. Estos demuestran si un cristiano se mueve auténticamente dentro de las coordenadas ineludibles de la salvación: Verdad y Vida.

Tomemos como ejemplo el caso del aborto, que para algunos es una cuestión opinable, pero para el creyente no admite dudas ni ambivalencias. Ni para el cristiano «de a pie» ni, mucho menos, para los que actúan en un ámbito público. El respeto y defensa de la Verdad y de la Fe, y del orden humano y social que implican, son ineludibles.

Ninguno puede contemporizar con iniciativas que atentan y lesionan directamente Principios No Negociables, como los llamó taxativamente el Papa Benedicto XVI. A tal grado, que un bautizado que promueva, favorezca o justifique el aborto, incurre en excomunión inmediata. Y su responsabilidad es mayor si se trata de uno que detenta una responsabilidad pública, como un Secretario, un Alcalde, un Gobernador, un Congresista, un Ministro o el Presidente de una Nación.

Para que no haya duda al respecto, destacamos, entre otros criterios fundamentales, algunos de los que enseña la Iglesia sobre el aborto (ver Catecismo 2270 a 2275):

  • La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción.
  • Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral.
  • «Dios […], Señor de la vida, ha confiado a los hombres la excelsa misión de conservar la vida […]. Por consiguiente, se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes abominables».
  • La cooperación formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana. “Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae” (CIC can. 1398) […].
  • El derecho inalienable de todo individuo humano inocente a la vida constituye un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación.
  • “Los derechos inalienables de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte de la sociedad civil y de la autoridad política. Estos derechos del hombre no están subordinados ni a los individuos ni a los padres, y tampoco son una concesión de la sociedad o del Estado: pertenecen a la naturaleza humana y son inherentes a la persona en virtud del acto creador que la ha originado.
  • Entre esos derechos fundamentales es preciso recordar a este propósito el derecho de todo ser humano a la vida y a la integridad física desde la concepción hasta la muerte” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae 3).
  • “Cuando una ley positiva priva a una categoría de seres humanos de la protección que el ordenamiento civil les debe, el Estado niega la igualdad de todos ante la ley. Cuando el Estado no pone su poder al servicio de los derechos de todo ciudadano, y particularmente de quien es más débil, se quebrantan los fundamentos mismos del Estado de derecho […].
  • El respeto y la protección que se han de garantizar, desde su misma concepción, a quien debe nacer, exige que la ley prevea sanciones penales apropiadas para toda deliberada violación de sus derechos” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae 3).
  • Puesto que debe ser tratado como una persona desde la concepción, el embrión deberá ser defendido en su integridad, cuidado y atendido médicamente en la medida de lo posible, como todo otro ser humano.
  • El diagnóstico prenatal es moralmente lícito, “si respeta la vida e integridad del embrión y del feto humano, y si se orienta hacia su protección o hacia su curación […] Pero se opondrá gravemente a la ley moral cuando contempla la posibilidad, en dependencia de sus resultados, de provocar un aborto: un diagnóstico que atestigua la existencia de una malformación o de una enfermedad hereditaria no debe equivaler a una sentencia de muerte” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae 1, 2).

«Amor no quita conocimiento»…

Conviene mantener todo esto muy presente, para no correr el riesgo de usurparle a Dios su atribución de Justo Juez, ni pretender anticiparnos a la Justicia Divina incluso con la intención de hacerlo “quedar bien”, enfatizando sólo Su Misericordia o –peor aún– prescindiendo de ella y proclamando nosotros el destino eterno de un alma –que le pertenece a Dios– y a la que en realidad sólo Él conoce.

Queda claro, pues, que durante las honras fúnebres no se “canoniza” a nadie. La exaltación humana de sus cualidades y virtudes, por parte de su familia, o por la preeminencia de su estatus social, no lo hacen un “ciudadano del Cielo”; mucho menos, si la idea que se tiene de éste no coincide con la enseñanza que ha hecho el mismo Dios sobre Su Reino y cómo ganarlo.

De modo, pues, que lo prudente y lo que procede, es entregárselo a Dios, confiarlo a Su Misericordia, orar y sufragar por su alma. Y mantener viva en nosotros y en la sociedad la auténtica perspectiva de las Realidades Sagradas y de su consumación.


Fotografía del encabezado, sólo ilustrativa: El heraldo.

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