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¿Hacia un «adventismo» católico?

Mientras las profecías verdaderas pueden avivar y robustecer la fe de los creyentes, las falsas la pueden hacer tambalear y derribarla, apartándolos de la Verdad.

Por ello mismo, no tiene sentido que ante las profecías nos dejemos arrastrar por la incertidumbre con respecto al futuro, o por una falsa certidumbre con respecto a la consumación de los hechos escatológicos, sumiéndonos en una especie de «adventismo católico», totalmente opuesto a la verdadera fe.

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Hay una inusitada proliferación de mensajes proféticos de corte apocalíptico, que si bien pueden coadyuvar a avivar y a robustecer la fe de muchos creyentes que hasta ahora han sido fríos o apáticos, también pueden producir el efecto exactamente contrario: hacerla tambalear desde sus mismos cimientos y derribarla.

Entonces, ¿son “malas” las profecías? O dicho de otro modo, ¿hacen más mal que bien? No, de ninguna manera. El don de profecía ha estado siempre presente entre el pueblo de Dios, primero por parte de Dios mismo, que se dirige a hombres concretos, de carne y hueso, como Abraham y Moisés, con los cuales hace pactos, y luego a los profetas, para orientarlo, amonestarlo y advertirlo sobre las consecuencias de su conducta en relación con lo pactado. Jesús mismo profetiza. Y, a partir de Pentecostés, el Espíritu Santo derrama con profusión el don de profecía, que ­–por demás– no consiste sólo en anunciar o en denunciar, sino en amonestar, corregir, orientar o estimular la fe de los creyentes.

Tan necesario y estimable es en todos los tiempos el don de profecía para la Iglesia, que San Pablo mismo afirma: «No apaguéis el Espíritu. Probadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5, 19). “No apagar el Espíritu” significa que no nos corresponde limitar ni ahogar la acción del Espíritu Santo afirmando que la profecía es contraria al querer de Dios, o negándola bajo cualquier pretexto, pues correríamos el riesgo de incurrir en aquel pecado que no se perdona: blasfemar contra el Espíritu Santo de Dios. Y el “probadlo todo”, no quiere decir que nos expongamos a toda suerte de experiencias, sino que pongamos a prueba todo aquello que se nos sugiere: ¿Qué clase de prueba? La del correcto discernimiento, para saber si corresponde o no con la Verdad Revelada y con la Voluntad de Dios para su Iglesia, pues “todo don perfecto proviene de lo Alto, del Padre de las luces, en quien no hay mudanza ni sombra de confusión” (St 1, 17), y está ordenado a la edificación de la Iglesia.

La profecía sirve, ante todo, para contribuir al crecimiento en la fe y a la madurez de vida de los creyentes. La clave, pues, para establecer su autenticidad y oportunidad radica en un adecuado discernimiento. Este conjuga, como mínimo, el ejercicio de tres dimensiones necesarias:

  • la intelectiva, para comprender adecuadamente lo que se dice;
  • la teológica, para desentrañar su auténtica congruencia con la Verdad Revelada, es decir, con el depósito de la fe;
  • y la Magisterial, para verificar que lo dicho se ajuste a la Voluntad del Padre, expresada por Jesucristo, y que realmente contribuya a la edificación de la Iglesia.

El discernimiento es, ante todo, una función magisterial, propia de los apóstoles –representados hoy en los Obispos y, de manera especial, en el Papa como Vicario de Cristo–, quienes pueden afirmar: “hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…” (Hch 15, 28). En cumplimiento de esta función, la Iglesia nos ha dicho que no hay contradicción con la Fe en los mensajes de La Sallette, Lourdes, Fátima, Garabandal, Akita, los del Padre Gobby y algunos otros. Estos son un referente seguro y no dejan de serlo, aunque en ellos se contengan secretos y advertencias muy serias con respecto a los tiempos por venir e, incluso, referidas a revelaciones apocalípticas.

Consideremos, además, que paralelas a estas manifestaciones y advertencias el Señor nos ha obsequiado con revelaciones místicas y devociones con solución de continuidad, como la que hay entre las del Sagrado Corazón de Jesús y la novedad de las de la Divina Misericordia, orientadas a la esperanza y a poner toda nuestra confianza en Él.

Por ello mismo, no tiene sentido que ante las profecías nos dejemos arrastrar por la incertidumbre con respecto al futuro, o por una falsa certidumbre con respecto a la consumación de los hechos escatológicos, sumiéndonos en una especie de «adventismo católico», totalmente opuesto a la verdadera fe.

En primer lugar, porque es el Señor mismo quien nos ha indicado que no nos preocupemos por el futuro, pues depende de la Providencia Divina (Mt 6, 25.34); y, además, porque “nadie sabe el día ni la hora, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24, 36; Mc 13, 32).

En segundo lugar, porque, como lo advierte San Pablo, es una preocupación insana, que distorsiona el sentido de la realidad y la vivencia de la fe, conduciendo a las personas a una espera inactiva y a una falsa esperanza (2 Tes 3, 6-11), actitud desconcertada, expresamente señalada en la Sagrada Escritura, como la asumida por los testigos de la ascensión de Jesús, que les mereció la amonestación de los ángeles: “¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? Este mismo Jesús volverá como lo habéis visto subir…” (Hch. 1, 11).

Para ilustrar aún más la necesidad de superar la tentación del desconcierto, son oportunas las palabras dichas por los ángeles luego de la Resurrección a quienes buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lc. 24, 5).

Ese ha sido, precisamente, el error de muchos que, a lo largo de la historia, han caído en diversas herejías. Como espejo tenemos la actitud de tantas denominaciones cristianas apartadas de la Iglesia, y de otras no cristianas que, prescindiendo del magisterio eclesial y valiéndose del libre examen de la Biblia, han propalado toda suerte de confusiones haciendo que personas de buena fe acaben siendo arrastradas por “cualquier viento de doctrina” (Ef. 4, 14) y apartadas de “la tradición que recibieron” (2 Jn 10; Gál. 1, 8; 2 Tes 2, 1-3; 2 Tes 3, 6). Tradición que se concreta y se celebra en el Sacrificio Eucarístico, único sacrificio perfecto y agradable al Padre.

Nuestra fe está cimentada en la esperanza: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe” (1 Cor. 15, 14), afirma San Pablo. La vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, constituyen un único, pleno y verdadero anuncio, sellado con Su Sangre, permanentemente actualizado en la Sagrada Eucaristía, y ratificado mediante los Sacramentos legados a la Iglesia. De todo ello nos habla la Sagrada Escritura, a la cual debemos acudir a beber, como la cierva a la fuente. Todo lo demás quizás ayuda, pero conviene saber que tiene un carácter más accidental que esencial.

¿Pueden entonces las profecías hacer tambalear la fe o, incluso, derribarla? Cuando son falsas y se les concede credibilidad como si fueran verdaderas, sí. Por eso hay que aprender a distinguirlas: las falsas son contradictorias entre sí, se caracterizan por la superficialidad e irrelevancia de lo que anuncian y, sobre todo, porque introducen de un modo sutil contradicciones doctrinales fundamentales. La falsa profecía propicia un clima de angustia y de confusión, para desacreditar la doctrina y el magisterio auténticos, desvirtuar la Palabra y, en últimas, socavar la obediencia de los fieles, estimulando su deserción y desmoronando el criterio de autoridad legítima de la Iglesia. Ese es su mayor peligro.

De modo que, paradójicamente, la abundancia de “profecías” sería el puntal con el cual se removería la piedra de fundación y se llevaría a cabo la más ambiciosa labor de demolición de la Iglesia. Al respecto, se pregunta Jesús: “Cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8). Auténtica fe. Y nos da un criterio sólido, en el relato del Juicio, cuando muestra cómo muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?” (Mt 7, 22), a lo cual Él responde: “No os conozco, apartaos de mí, obradores de iniquidad” (Mt 7, 23).

El mismo Jesús que nos insta a permanecer vigilantes “pues no sabéis el día ni la hora” (Mt 25, 13. Cfr: Mt 24, 42; Mc 13, 33), nos llama a estar atentos, a discernir los signos de los tiempos, y nos advierte que vendrán muchos en su nombre, diciendo “Yo soy” (Mt 24, 5); y que se dirá “está aquí” o “está allá” (Mt 24, 23; Mc 13, 21), y que habrá hambre, guerras, terremotos y se conmoverán los astros… Pero inmediatamente nos exhorta a cada uno para cuando veamos que estas cosas suceden: cobrad ánimo y levantad la cabeza, pues se acerca vuestra liberación (Lc 21, 28).

Pero, sobre todo, la mayor y más sana advertencia nos la hace a lo largo de toda la Escritura, y con ella misma cierra la revelación pública: no añadir ni quitar nada a la Santa Palabra, ni a la Tradición recibida, ni a la sana doctrina, para que por nuestra obcecación no nos sea añadido en tribulaciones ni restado en bendiciones (Ap 22, 18-19).

Finalmente, conviene no perder de vista estas dos consideraciones, a manera de conclusión:

1. San Pablo (1 Corintios 13), dice que aunque hablara la lengua de los ángeles y pudiera penetrar todos los secretos, SI NO TENGO AMOR, NADA SOY. Esto significa, sin ambages, que Profecía sin Caridad, NO EDIFICA: no cumple su cometido, y se pierde. Se vuelve un don inútil, en manos de un “pastor inútil”.

2. Puedo tener el más alto grado de Discernimiento y acertar en todas las Profecías, pero si me alejo de la Gracia, si persisto en el pecado, si no me arrepiento y, en cambio, desespero, DE NADA ME SIRVE, pues estaría obrando como lo hacen los “adivinos”, como quien es indiferente con las cosas santas para su propia salvación, pero comercia con ellas (Sab 6, 10; Hch 8, 18-24; Deut 18, 10-12). De esta manera, adulteraría un Don Sagrado, y me estaría exponiendo –incluso más que a la ira divina– a CONDENARME. Por eso, como se cita en el texto, a algunos les dirá el Señor: “No os conozco, apartaos de Mí, obradores de iniquidad”.

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