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El voto y la participación de los creyentes: ¿en silencio o en conciencia…?

Se acerca un nuevo período electoral, y el “clima” varía de un día a otro como cuando llega una temporada de huracanes. El pulso cambia a diario y no se estabiliza.

Opiniones, encuestas, debates, “estrategias” y ahora el “marketing político” dicen y quieren tener la fórmula ganadora en un escenario que se enrarece y en el que partidos y políticos pierden credibilidad ante una corrupción rampante y campante que no cesa, pese a las promesas de todos los candidatos y de los gobiernos de acabar con ella, y a la infaltable cantilena: “¡Que tiemblen los corruptos!”.

Pero nadie tiembla, porque nada cambia. “Hecha la ley, hecha la trampa”, dicen los aguzados.

Sin embargo, la gente se enardece, opina, vocifera… ¡Y vota! Pero, ¿qué es lo que los mueve a hacerlo? ¿Una persona o unas ideas? ¿Un partido o un programa? ¿Una conveniencia o una convicción? ¿Una incertidumbre o unos principios?

Nos hemos creído la idea de que nacimos y estamos condenados a la perpetuidad de los “cien años de soledad” que supuestamente se ciernen sobre cada generación. Hemos caído y vivimos atrapados en la ilusión de que nuestra patria, y por lo tanto nuestras vidas, transcurren al vaivén de una rueda sinfín que nos mantiene atrapados en un inexorable determinismo fatalista, al que algunos presentan falazmente como ‘histórico’ o literariamente como ‘realista’.

Si bien este falso “mantra” es un esquema mental que nos condiciona, no tiene el poder para determinar nuestro destino, a menos que le permitamos adueñarse de nuestras mentes. Y lo hacemos cuando cedemos a la tentación de que en apariencia es más fácil eludir una responsabilidad que asumirla con inteligencia.

Así, en nuestra idiosincrasia pesa más este maremagnum que pareciera ser el debate que precede a la apertura del juicio final, y que acaba repitiéndose cíclicamente como una especie de “calentura”, de “pasión” o de impulso febricitante que se desvanece luego de las elecciones. Pero no tenemos por qué concederle tal poder ni someternos a ese sainete.

Y en medio de todo esto estamos los creyentes, sumergidos hasta el cuello en las mismas aguas y como una masa anónima y amorfa, pese a que cada domingo se nos repite que somos “la levadura” que debe fermentar al resto, que somos “la sal” de la Tierra y “la luz” del mundo.

Precisamente, este acucioso llamado nos insta a no quedarnos inermes ante la arremetida de ideologías y de sistemas políticos totalitarios de diversa índole, no sólo del comunismo, sino de las nuevas dictaduras, sean estas plataformas tecnológicas o imposturas sanitarias.

Todos ellos han logrado avanzar en distintos frentes, precisamente porque han tomado ventaja del desconcierto ciudadano. ¿Cómo lo han hecho?

  • Capitalizándolo en función de una falsa idea de “libertad” que habla de “nuevos derechos”, pero vaga y difusa a la hora de ejercer la auténtica libertad de conciencia y de expresión.
  • Pregonando un “cambio” al que asocian con una falsa idea de “progreso”. La Historia, la Sociología, la Economía –e incluso la Psicología Social y Organizacional– han demostrado hasta la saciedad cómo en todas partes en donde se ha ensayado cualquier forma de comunismo éste ha frustrado primero las vidas de las personas con ilusiones y promesas imposibles de cumplir, para después acabar con las empresas y arruinar la economía de cada una de estas naciones, sujetando los parámetros de productividad y de intercambio al despotismo del Estado. La centralización no garantiza ni trae la equidad, porque al anular al individuo, anula la iniciativa; porque los Estados no producen nada, pero sí lo absorben todo.
  • En una democracia, es decir, en un régimen de derechos y libertades, el totalitarismo avanza cooptando primero la Educación, después el aparato educativo estatal, barrios y sectores sociales, tomándose o infiltrando corporaciones como Juntas de Acción Comunal, Cabildos indígenas, Consejos Municipales, Asambleas Departamentales y, finalmente, hasta el mismo Congreso de la República y a la administración de Justicia, como ocurrió en Colombia mediante el asalto de una falsa paz.

El desconcierto no es nuestra opción. Tenemos la Luz de la Fe, que es la misma Luz de la Verdad, y la que alumbra a la razón. Los creyentes, además, no estamos solos ni somos huérfanos, no hemos sido abandonados sin más a la existencia: somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, auténtica Madre y Maestra; amigos Suyos por Su propia magnanimidad; e hijos y herederos del Padre de la Verdad, de la Luz y del Amor.

De modo, pues, que nuestra obligación es desenmascarar la mentira que deja perplejos a los ciudadanos y con la cual arrastran a nuestras sociedades al cadalso.

Así lo hicieron, desde una auténtica y completa concepción Cristiana del Hombre y de la Sociedad, los Papas que desde León XIII han perfilado, promulgado y perfeccionado la llamada Doctrina Social de la Iglesia.

Éste, previendo las argucias del marxismo ante la inminente masificación y ulterior necesidad de organización de los trabajadores debido al paso de una forma de producción rural primaria hacia la industrialización y la técnica; observando el consecuente fenómeno de las concentraciones urbanas en torno a las fábricas; examinando el cambio en las formas productivas y sus implicaciones en la estructura de las relaciones laborales entre patronos y obreros; así como la radical transformación de la sociedad y la agitación e inestabilidad política que traería; e inspirado en el pacífico y altamente productivo modelo empresarial de relaciones y de trabajo de los Católicos franceses –entre empresarios y trabajadores–, escribió y promulgó el 5 de mayo de 1891 la Encíclica “Rerum Novarum” (“De las Cosas Nuevas”) y convocó a los Católicos del mundo a asumir los Principios de la Fe y a inspirarse en ellos para plasmarlos en las realidades terrenales y cotidianas (como ‘el mundo del trabajo humano’).

Hacia el tramo final del siglo XX, Juan Pablo II escribió, entre otras encíclicas sociales y exhortaciones, la “Laborem Exercens” (“SOBRE EL TRABAJO HUMANO”: 14 de septiembre de 1981), la “Sollicitudo Rei Socialis” (“SOLICITUD SOCIAL”: 30 de septiembre de 1987) y la “Christifideles Laici” (“LOS FIELES LAICOS”: 30 de diciembre de 1988), de gran calado por su fundamentación teológica y antropológica, sociológica y moral.

Su gran impacto obedeció al hecho de que tocaba el nervio de la estructura de las relaciones humanas, productivas y sociales en las esferas del Trabajo Humano, de la Solidaridad Social y con respecto a la tensión entre las Realidades Temporales y el Testimonio de Vida Cristiana de los fieles en ámbitos de su competencia y desempeño así como en los ambientes humanos y sociales en los que todos los creyentes nos desenvolvemos.

Sus ideas fueron claras e iluminadoras, aportando razones y argumentos con los que rompió muchos mitos que mantenían a los cristianos o bien “mirando al cielo”, perplejos y sin saber qué hacer en el mundo de la participación social y de la política, o ya interviniendo en ellas sólo según su leal saber y entender, y en no pocos casos valiéndose de los vacíos doctrinales para actuar en su propio provecho.

Juan Pablo II aportó Criterios que dieron luz para orientar la participación eficaz de los fieles laicos en lo que él llamó “la animación cristiana del orden temporal”. Dio razones a los creyentes para no despreciar ámbitos de trabajo, de evangelización y de apostolado como lo público y la política, con el pretexto de la corrupción y de la suciedad “que hay en ellos”.

Nos instó a asumir un compromiso cabal, real y efectivo, que implica y exige también el liderazgo de los creyentes defendiendo las verdades fundamentales sobre el hombre y la creación (la “naturaleza”) así como de las interacciones entre estos; la vida y las instituciones que la hacen posible, como el matrimonio y la familia, anteriores al Estado y que dan lugar a éste, no al revés; y las que fundamentan y hacen posible el Orden Social, como el Derecho y las Leyes Justas (Humanas), el Gobierno y el Trabajo Humano.

Por su parte, el Papa Benedicto XVI, con su inteligencia y agudeza nos ha recordado que hay Principios No-negociables, como el Derecho a la Vida, la primacía de la Conciencia bien formada y la necesidad de una “Recta Ratio” (Una Recta Razón) que sustentan otros Derechos auténticos como el de los padres a elegir la educación cristiana para sus hijos sin la impostura de una moral de Estado ni de modelos educativos contrarios a dicha fe.

También nos ha enseñado a descubrir y a reconocer las falacias que esconden las ideologías, y las trampas que tienden para captar y distorsionar los ideales de cambio que prevalecen en las mentes y en los corazones de los jóvenes y de los creyentes. Nos ha instado una y otra vez a buscar, a vivir en y a cooperar con La Verdad, en un auténtico apostolado de la Razón, de la Conciencia y de la Inteligencia Humanas. Su lema, desde la Ordenación Episcopal, ha sido: “Cooperatores Veritatis” (“Cooperadores de la Verdad”), y los cristianos sabemos que la Verdad es una Persona.

El mundo debe recuperar la Razón y el Sentido Común, y esa es la tarea de nosotros, los creyentes. Como bien y bellamente lo dijo en su tiempo San Agustín:

“Dos amores fundaron dos ciudades: el amor a sí hasta el olvido de Dios, la ciudad del hombre; el amor a Dios hasta el olvido de sí, la Ciudad de Dios”.

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