Fe

El triple amor del Corazón de Cristo, según Pío XII

Escrito por Alejandro Usma

El 15 de mayo de 1856 el papa Pío IX extendía al orbe entero el culto al Sagrado Corazón de Jesús, estableciendo como universal la fiesta en su honor.  Cien años después, el 15 de mayo de 1956, el papa Pío XII regalaba al mundo la encíclica  Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón, a propósito de los cien años de que su predecesor Pío IX hubiera universalizado la fiesta en mención. Entre muchas otras, en  la encíclica centenaria, Pío XII nos ofrece varias metáforas para hablar del culto al Sagrado Corazón de Jesús:  Escalera mística por la que ascendemos para “abrazar a Dios nuestro Salvador”; Santuario preciosísimo que contiene los tesoros infinitos de sus méritos. La encíclica misma toma su nombre para otra metáfora más del corazón de Cristo en Isaías 12, 3: “Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la Salvación”

Las tres son imágenes que nos invitan a acercarnos y contemplar el Sagrado Corazón. Al hacerlo, se hace evidente que el Corazón de Cristo nos habla de su triple amor, como lo expresa el siervo de Dios Pío XII. Existe, ante todo, el amor trinitario entre Jesús, el Padre y el Espíritu Santo. Pero luego, también está el amor que Cristo, Dios hecho hombre, tiene para nosotros.

Este amor, a su vez, tiene dos aspectos. Debido a que Cristo es completamente Dios y completamente hombre, su corazón no solo es divino, sino también humano: El Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos , escribe Pío XII (No. 15) 

Amor trinitario

Todo el ministerio de Jesús puede verse como una expresión del amor trinitario, porque se lleva a cabo en obediencia a Dios Padre. Pero el amor de Cristo por el Padre es particularmente evidente en varios momentos distintos:

Uno es la santa ira con los cambistas del templo. Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el templo se hacía, e increpó a los violadores con estas palabras: «Escrito está: “Mi casa será llamada casa de oración”; mas vosotros hacéis de ella una cueva de ladrones», (No. 18). El Evangelio de Juan habla directamente de la pasión que Jesús tenía por el templo de su Padre cuando se nos dice que los discípulos recordaron este versículo del Antiguo Testamento: El celo por tu casa me devora (Sal. 69, 9). Tal dedicación es evidente también antes, cuando sin el conocimiento de María y José, se queda atrás en el templo, conversando con los maestros. (Cfr. Lc 2, 49)

El comienzo y el clímax de la vida pública de Jesús contienen dos momentos profundos de amor trinitario. Primero, en el capítulo tercero del Evangelio de san Mateo, después de que Jesús fue bautizado, somos testigos de un intercambio extraordinario:

Y cuando Jesús fue bautizado, luego salió del agua; y he aquí, se le abrieron los cielos; y vio al Espíritu de Dios que descendía como una paloma y que venía sobre él. Y he aquí una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.  (Mt. 3, 17)

Luego, en la cima de Su ministerio, mientras su Sagrado Corazón estaba dando su último golpe en la Cruz, Jesús cede el Espíritu de nuevo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. (Lc 23, 46)

Amor divino por los pecadores

Pío XII asocia específicamente el corazón divino con lo que él describe como tres de los mayores dones de Cristo: la Eucaristía, su Madre y el sacerdocio. De hecho, cada uno de esos tres dones es una forma diferente en la que recibimos el mejor regalo de todos: Cristo mismo.

Como católicos, entendemos cómo la Eucaristía constituye el don de Cristo de sí mismo para nosotros. Pero los otros dos regalos reflejan un espíritu similar de entrega sacrificada.

La existencia del sacerdocio es un ejemplo concreto de cómo Dios, en su plan para restaurar completamente al hombre, quiso que nos volviéramos cooperadores en nuestra propia salvación: no somos meros muñecos de trapo que reciben la gracia de Dios como golpeados por un rayo, como los protestantes reformados nos quieren hacer creer. Más bien, la Escritura y la Tradición enseñan que debemos ser partícipes activos en nuestra salvación, y que trabajamos en ello con “temor y temblor”. (Cfr. Flp 2, 12)

En el caso del sacerdocio específicamente, Cristo ha elegido “compartir” una de sus facetas con con nosotros. Esto se extiende no solo al sacerdocio ministerial, sino también al sacerdocio real, ejercido por todos los cristianos desde el bautismo. San Pedro en su primera carta explica: “Sed también vosotros como piedras vivientes edificadas, una casa espiritual, un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo”. (1 Pe, 2)

Y, por último, Jesús no ha dudado en compartir su propia madre  con nosotros. Como cristianos, entendemos que a través de Cristo nos convertimos en hijos adoptivos de Dios Padre. Pero el proceso de adopción es total: no solo obtenemos la filiación divina con el Padre, sino que también recibimos a María como nuestra Madre, como lo dejó claro Cristo al discípulo Juan en la Cruz. Así, no hay parte de sí mismo que Jesús no comparta con nosotros. (Cfr. Jn 17) 

Solo un amor divino puede ser tan fuerte cuando está en su máximo punto de ruptura. De hecho, fue en la Cruz que el Sagrado Corazón fue literalmente desgarrado por nosotros, cuando la lanza del soldado traspasó el costado de Cristo. Vertió sangre y agua, símbolos milagrosos del vino eucarístico y las aguas bautismales, y manifiestación prodigiosa del nacimiento de la Iglesia, recordando cómo Dios creó a Eva de la costilla de Adán.

Un amor completamente humano

El amor que brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano, escribe Pío XII (No. 11). Uno de los signos más claros de que Jesús nos amó con un corazón verdaderamente humano son aquellos relatos evangélicos donde aparece Jesús llorando.

Cuando se acerca a Jerusalén, Jesús se ve abrumado por la emoción: Y cuando se acercaba, viendo la ciudad, lloró sobre ella. (Lc 19, 41). Y luego está este versículo, que ha sido citado hasta el cansancio por innumerables santos y sabios: Y Jesús lloró. (Esta es la reacción de Jesús al saber que Lázaro murió, Juan 11.)

Tal vez la expresión más dramática de las emociones humanas de Jesús es también uno de los  pasajes donde se muestra su sincera obediencia a Dios: la agonía en el huerto de Getsemaní, tal como aparece en el capítulo 22 de san LucasY se apartó de ellos como una piedra; y arrodillándose, oraba diciendo: Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo, fortaleciéndolo. Y estando en agonía, rezó más. Y su sudor se convirtió en gotas de sangre, que caían sobre la tierra. 

Así no quedan dudas del insondable y total amor de Cristo por su Padre, y por los hombres. Amó con corazón de hombre, sin dejar de ser Dios. Tal vez solo nos es posible imaginar lo que Cristo sintió realmente en lo más profundo de su corazón, mientras estaba en la Cruz: las Escrituras indican que experimentó una tormenta de emociones. Así lo expresa el papa Pío XII:  Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan inolvidables como significativas: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen»; «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»; «En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso» ; «Tengo sed»; «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (No. 19).

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