Familia

La exclusividad como bien del matrimonio

Escrito por Ser Fraterno

El dolor, la desilusión y la decepción son solo algunos de los sentimientos que invaden a la persona que ha sido engañada; mientras que la culpa, el remordimiento y el miedo hacen parte del compendio de emociones que se apoderan del protagonista del engaño.

Por: Claudia Patricia Melo Arévalo*

La infidelidad en los matrimonios se ha convertido, desafortunadamente, en una práctica común y constante. No es extraño enterarse, con cierta frecuencia, del caso de alguna pareja conocida o allegada que esté atravesando por esta situación. Además, los comentarios que naturalizan este hecho y lo colocan como un suceso “normal” en esta época, de una u otra forma respaldan estos actos, sin siquiera entender el gran daño y dolor que una infidelidad causa en una pareja, y más aún, en un “matrimonio sacramentado”.

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Determinar cuál de las dos personas en la historia sufre más, con la situación, es casi imposible. No podemos medir el dolor de una persona y mucho menos comparar la dimensión del mismo entre la pareja. Sin embargo, se presume que quien sufre más es la persona víctima del engaño. Aun así, y desde mi experiencia, he atendido casos puntuales en donde el sufrimiento mayor es para quien protagonizó el engaño.

Algunos pensarán que es absurdo creer que “quien engaña” pueda llegar a sentir un dolor más profundo que “quien es engañado”, pero sucede. Cuando no se realiza un adecuado proceso de sanación, la persona infiel puede llegar a someterse libremente al maltrato y abuso de su cónyuge, justificado por su culpabilidad.

Cuando un acto de infidelidad es descubierto, suscita reacciones inesperadas en los cónyuges y un choque de sentimientos que limitan el proceder. La negación de la acción aparece como mecanismo de defensa y tras el dolor inmenso que cubre la situación, empieza la etapa de aceptación;  es allí donde la pareja decide: utilizar este acontecimiento como escalón de aprendizaje para mejorar su matrimonio a través del perdón o resuelve terminar la relación.

Cuando se abre un camino al perdón y a la reconciliación, y el matrimonio se propone trabajar para salvar la relación, la pregunta más frecuente de quien ha sido engañado es ¿por qué me hizo esto? Además, surgen millones de ideas como: “tal vez ella/él es mejor que yo”, “se enamoró y no le importó”, “ya no me ama”… y muchas frases más que solo tratan de encontrar una respuesta a tanto dolor. Pero realmente el mayor motivo de esta situación se encuentra en el egoísmo y el creciente individualismo de nuestra sociedad contemporánea.

Von Hildebrand explica que el amor conyugal, no solo el verdadero matrimonio, excluye cualquier tipo de poligamia, ya que forma parte de la esencia del amor conyugal entregarse solo a uno[1].

Para llegar a una infidelidad matrimonial existe un compendio de ingredientes que van conduciendo hacia esa situación. La falta de comunicación, la pérdida de espacios juntos, el desinterés en la pareja, la desidia, el trabajo y demás ocupaciones, muchas veces hacen que el esposo o la esposa ocupe el último lugar en las prioridades, ahondando las brechas que puedan existir en la relación y llevando a que alguno contemple la infidelidad como una opción.

La naturaleza individualista inherente en cada persona le puede conducir a tomar decisiones equívocas, sin llegar a entender que cuando se compromete en matrimonio, las decisiones que pueda tomar irremediablemente afectarán de manera positiva o negativa a la pareja. Por tanto, se debe renunciar al egoísmo. El matrimonio implica renuncia, perdón, donación y sacrificio cuando sea necesario.

Cuando se olvida el compromiso con el otro y no se trabaja diariamente por fortalecer la relación, así como poner a Dios en el centro de esta, dejar la individualidad y trabajar en equipo con la pareja, se abren puertas que pueden atacar y dañar el matrimonio.

Lo cierto es que no se puede seguir naturalizando el acto de infidelidad en nuestra sociedad. Estamos llamados a defender la pareja, a hablar y dar testimonio sobre la base de fidelidad. Es necesario reconocer las condiciones reales del matrimonio como esta entrega total e irrevocable de la conyugalidad, que exige la exclusividad como uno de sus componentes esenciales e implícitos.

Si generamos conciencia de la importancia de la exclusividad como un valor del matrimonio en nuestros hijos, amigos, conocidos y todas las personas que llegan a nosotros desde nuestras diferentes labores, podremos apostar a unas relaciones afectivas sólidas que sean espejo del amor verdadero y la entrega total como real naturaleza del amor humano.

[1]              D. Von Hildebrand, Il Matrimonio, Brescia 1931, p. 41.

*Trabajadora social, especialista en Desarrollo Personal y Familiar, de la Universidad de La Sabana. Esposa y mamá. Consultora de la Fundación Ser Fraterno.

Más información: www.fundacionserfraterno.org


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