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Corría la década de los 70’s, y un «nuevo mundo» parecía insinuarse después de la fuerte sacudida de los 60 con su Mayo del 68, la eclosión del movimiento ‘hippie’, el «Prohibido Prohibir», «La Imaginación al Poder», «Haz el Amor y no la Guerra»…, que fueron la reacción ante el desencanto que supuso el fracaso de la humanidad con la Segunda Guerra Mundial.
El siglo XIX había erigido una auténtica «Edad de Oro» en cuanto a las promesas del desarrollo científico y, con ellas, de orden social y de prosperidad. Pero la Primera Guerra Mundial cortó abruptamente la senda del desarrollo, luego vinieron La Gran Depresión y la nueva guerra, y la humanidad de pronto se vio a sí misma sumida en un marasmo de medio siglo, en el que lo único que parecía tener sentido era –paradójicamente– el absurdo.
Así terminó –al menos para los sociólogos y los filósofos– la Edad Moderna, dando paso a una difusa postmodernidad caracterizada por el sombrío existencialismo y la exaltación de la psicodelia, en la que, en nombre de la Libertad, la humanidad se sumió en la mayor de las esclavitudes: el desenfreno liberticida en todos los ámbitos y en todos los frentes.
Europa apenas se reponía de las heridas de las guerras, y España venía del cataclismo de la Guerra Civil. La «Guerra Fría» había dividido ideológicamente al mundo en un nuevo Oriente y Occidente, a los cuales se veía como Comunismo y Capitalismo, el primero con su cortina de hierro, y el segundo con su promesa de libertad. La «Alianza para el Progreso» supuso un alivio, y entonces surgieron nuevas promesas: el evidente progreso de América y la consolidación de la llamada «Comunidad Económica Europea», que después fue la Unión Europea.
El renacimiento del Japón impactó en las economías cercanas, y de su experiencia aprendieron y emergieron como nuevas potencias económicas y tecnológicas los llamados «Tigres Asiáticos» o también «Dragones»: Corea, Taiwán, Singapur y Hong Kong. Pero, entre tanto, el comunismo chino se consolidaba, y las tensiones entre Rusia y Estados Unidos dieron hasta para una «Crisis de los Misiles» que nos tuvo ad portas de una tercera guerra mundial en la que sólo la intervención divina y la disuasión nuclear pudieron aclimatar los ánimos.
En medio de todo ello, una nueva generación ingenua y bonachona se abría paso, cimentada en valores como la Familia, el Trabajo y la Religión. Los padres cuidaban a sus hijos, infundiendo en ellos el deseo de «ser alguien» y servir a la sociedad. Entonces, en países como el nuestro, luego de una confrontación política armada de diez años, comenzaron a abrirse paso estas generaciones idealistas. Y lo hicieron «mediatizadas» por la «magia» de la radio, la prensa y la televisión.
Pero…, dejemos ahí la historia, o abreviémosla, porque con la televisión llegó una nueva forma de regular y de distribuir los horarios familiares. Baste decir que el aparato de TV se encendía cuando el papá llegaba del trabajo o, con permiso de éste, un poco antes, a las cuatro de la tarde, para ver «Plaza Sésamo». Pero los sábados y sus tardes estaban marcados por las magníficas historias de Disney, en las que aún no hablaban los animales pero expresaban unos sentimientos que eran interpretados con maestría por el narrador de las aventuras que estos vivían. Y en las mañanas…, los dibujos animados.
Veamos este tributo al verdadero mundo mágico de Disney, que ayudó a forjar a varias generaciones de personas fuertes, con carácter y virtudes definidas. Recordemos un poco de aquella infancia feliz que presagiaba una auténtica y fructífera edad adulta.
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