Espiritual

Novena al Espíritu Santo

Espíritu Santo
Escrito por Redacción R+F

NOVENA AL
DIVINO ESPÍRITU SANTO

Efesios 6, 18:

«Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo según les inspire el Espíritu. Velen en común y perseveren en sus oraciones sin desanimarse nunca, intercediendo en favor de todos los santos, sus hermanos».

Lucas 21, 36:

«Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre».

Hechos 1, 14:

«Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos».


Lucas 11, 13:

«Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!».

Presentación

La Novena al Espíritu Santo es tal vez la más hermosa conocida, y la única oficialmente recomendada por la Iglesia para hacer no sólo con motivo de Pentecostés, sino en cualquier época del año. En ella se cumple el consejo dado por el apóstol Pablo y por Nuestro Señor Jesucristo, que nos insta a “orar en todo tiempo”, como se cita en los versículos precedentes.

A su infinito valor espiritual, suma una gran riqueza teológica y catequética. Las meditaciones que contiene, a pesar de ser tan breves, son profunda y exquisitamente conmovedoras; destacan por su belleza, claridad, profundidad y realismo y, en especial, nos ayudan a vernos a nosotros mismos tal como somos, sin máscaras ni presunciones.

La novena ha sido revisada en detalle. En ella se han corregido errores como el cambio de algunas palabras por otras que suenan parecido, y otros de tipo mecanográfico (de “digitación”), así como las ‘adaptaciones’ que –con la intención de modernizar el tono y el lenguaje– insertan oraciones extrañas o recortan las prescritas, con lo cual adulteran su contenido y tergiversan la auténtica doctrina. Las oraciones han sido tomadas de su fuente original y respetan la formulación oficial de la Iglesia.


La novena cuenta con aprobación otorgada en Marzo de 1931 por Mons. Manuel José Caicedo Martínez, entonces Arzobispo de Medellín (Colombia). Las meditaciones insertas en el original fueron tomadas del libro Oficios de la Iglesia: con la explicación de las ceremonias de la Santa Misa, impreso en Madrid, año de 1853, sin compilador conocido.

ORACIONES COMUNES

Señal de la Cruz

Por la señal de la Santa Cruz ,
de nuestros enemigos
líbranos, Señor, Dios Nuestro .

En el nombre del Padre
y del Hijo ()
y del Espíritu Santo. Amén.

Antífona: Ven, oh Santo Espíritu, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor.

V /.   Envía tu Espíritu, y las cosas serán creadas
R /.    Y renovarás la faz de la tierra.

Oración

Oh, Dios, que con la claridad del Espíritu Santo iluminaste los corazones de los fieles, concédenos este mismo Espíritu para obrar con prudencia y rectitud, y gozar siempre de sus consuelos inefables. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.

Veni, Creator Spiritus

Ven, creador Espíritu,
de los tuyos la mente a visitar;
a encender en tu amor los corazones
que de la nada plúgote crear.

Tú que eres el Paráclito
llamado, y don altísimo de Dios;
fuente viva, amor y fuego ardiente,
y espiritual unción.
 
Tú, septiforme en dádivas,
Tú, dedo de la diestra Paternal;
Tú, promesa magnífica del Padre,
que el torpe labio vienes a soltar.
  
Con tu luz ilumina los sentidos,
los afectos inflama con tu amor;
con tu fuerza invencible corrobora
la corpórea flaqueza y corrupción.
 
Lejos expulsa al pérfido enemigo,
envíanos tu paz;
siendo Tú nuestro guía,
toda culpa logremos evitar.
 
Denos tu influjo conocer al Padre,
denos también al Hijo conocer;
y del uno y del otro, oh Santo Espíritu,
en Ti creamos con sincera fe.
 
A Dios Padre alabanza, honor y gloria,
con el Hijo que un día resucitó
de entre los muertos; y al feliz Paráclito,
de siglos en la eterna sucesión. Amén.

Oración para todos los días

Oh divino amor, oh lazo sagrado que unes al Padre y al Hijo, Espíritu Todopoderoso, consolador de los afligidos, penetra en los profundos abismos de mi corazón. Derrama tu refulgente luz sobre estos lugares incultos y tenebrosos, y envía tu dulce rocío a esta tierra desierta para reparar su larga aridez. Envía los rayos celestiales de tu amor hasta el fondo más misterioso del hombre interior, a fin de que penetrando en él, enciendan el vivísimo fuego que consume todas las debilidades y toda languidez. Ven, pues, ven, dulce consolador de las almas desoladas, refugio en los peligros y protector en las tribulaciones. Ven, tú que lavas las almas de sus manchas y curas sus heridas. Ven, fuerza del débil y apoyo del que cae. Ven, doctor de los humildes y vencedor de los orgullosos. Ven, padre de los huérfanos, esperanza del pobre y vida del que comenzaba a languidecer. Ven, estrella de los navegantes y puerto de los náufragos. Ven, fuerza de los vivos y última esperanza de los que van a morir. Ven, oh Espíritu Santo, ven y ten misericordia de mí. Dispón de tal suerte mi alma y condesciende con mi debilidad con tanta dulzura, que mi pequeñez encuentre gracia delante de tu grandeza infinita; mi impotencia delante de tu fuerza, y mis ofensas delante de la multitud de tus misericordias; por Nuestro Señor Jesucristo, mi Salvador, que con el Padre vive y reina en tu unidad por todos los siglos de los siglos. Amén.

(San Agustín, Meditaciones, cap. IX).

—Aquí se hace la meditación propia de cada día… Después, las siguientes oraciones:

Veni, Sancte Spiritus

Ven, oh Santo Espíritu,
y del alto empíreo
un rayo de tu luz dígnate enviar;
ven, dador de dádivas,
Padre de los míseros,
ven, nuestros corazones a inflamar.

Huésped de las almas,
dulce refrigerio,
óptimo y eficaz consolador;
bálsamo en el llanto,
tregua en la fatiga,
plácida sombra en estival ardor.

¡Oh, luz dichosísima!,
llena lo más íntimo
de las entrañas en tu pueblo fiel;
pues nada en el hombre,
sin tu excelso numen,
inculpable ni justo puede haber.

Lava allí lo sórdido;
riega lo que es árido;
sana lo que sufrió golpe mortal;
dobla ya lo rígido;
arda al fin lo gélido;
lo descarriado ven a gobernar.

Colma aquí a tus fieles,
los que en Ti confían,
de tu sagrado septenario don.
Dales gracias y mérito;
dales feliz éxito,
y el celestial eterno galardón.

Secuencia de Pentecostés

El himno más antiguo al Espíritu Santo

Ven, Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.

Magníficat

Proclama mi alma
la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios,
mi salvador;
porque ha mirado la humillación
de su esclava.

Desde ahora me felicitarán
todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho
obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
–como lo había prometido a nuestros padres–
en favor de Abrahán
y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Como era en el principio,
ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.
Amén.

Acordaos

Acordaos,
oh piadosísima Virgen María,
Hija de Dios Padre,
esposa de Dios Espíritu Santo
y Madre de Dios Hijo,
que jamás se ha oído decir
que ninguno de los que han acudido
a vuestra protección,
implorando vuestra asistencia
y reclamando vuestro socorro,
haya sido abandonado de Vos.
Animado con esta confianza,
a vos también acudo, oh Madre,
Virgen de las vírgenes,
y aunque gimiendo
bajo el peso de mis pecados,
me atrevo a comparecer
ante vuestra presencia soberana.
No desechéis mis humildes súplicas,
oh Madre del Verbo Divino,
antes bien, escuchadlas
y acogedlas benignamente. Amén.

Siete Padrenuestros con Avemarías y Gloria,
para alcanzar los Dones del Espíritu Santo.

Padre Nuestro

Padre nuestro que estás en el cielo, 
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu Reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy
nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal. Amén.

Ave María

Dios te salve, María,
llena eres de gracia;
el Señor es contigo.
Bendita Tú eres
entre todas las mujeres,
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén

Gloria al Padre

Gloria al Padre
y al Hijo
y al Espíritu Santo.
Como era en el principio,
ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.


ORACIÓN RECOMENDADA

Oración al Espíritu Santo

Cardenal Verdier

Oh Espíritu Santo,
Amor del Padre, y del Hijo,

Inspírame siempre
lo que debo pensar,
lo que debo decir,
cómo debo decirlo,
lo que debo callar,
cómo debo actuar,
lo que debo hacer,
para gloria de Dios,
bien de las almas
y mi propia Santificación.

Espíritu Santo,
Dame agudeza para entender,
capacidad para retener,
método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar,
gracia y eficacia para hablar.

Dame acierto al empezar
dirección al progresar
y perfección al acabar.
Amén.


Meditación del día Primero

“¿Qué debo hacer para hallarte, Dios mío?”.

¿Qué debo hacer para hallarte, oh Dios mío, a ti que eres mi verdadera vida? Buscarte a ti, es buscar la vida bienaventurada. ¡Plegue a tu misericordia inspirarme el deseo de buscarte siempre!, porque, así como mi alma es la vida de mi cuerpo, del mismo modo tú, Señor, eres la vida de mi alma.

Oh verdad, luz de mi corazón, sé tú la que me conduzca, y no mi propio espíritu, que no es más que tinieblas. Me he dejado arrastrar al torrente de las cosas que pasan, y pronto se halló mi inteligencia cubierta de una profunda noche. Mas en este estado de oscuridad no he dejado de amarte; en mi extravío me he acordado al fin de ti. He oído a lo lejos tu voz que me llamaba. Apenas ¡ay! la he oído, a causa del ruido que mis pecados hacían en mi corazón. Sin embargo, la seguí al fin, y heme que vuelvo fatigado, sediento y jadeando a la fuente vivificante que eres tú mismo, oh Dios mío. ¡Haz que nadie me impida apagar la sed en esas aguas celestiales! ¡Que beba en ellas, para recobrar la vida; porque cuando vivía mal, me di la muerte a mí mismo. Yo no puedo vivir sino en ti solo, oh Dios mío!

(San AgustínConfesiones, Libro 10 cap. XVII y XX; Libro 12, cap. X).

Meditación del Día Segundo

“Señor, abre mis ojos”.

¡Oh luz que veía Tobías, cuando con los ojos cerrados le enseñaba a su hijo el camino de la vida inmortal; luz que veía Isaac en su corazón cuando, oscurecidos los ojos del cuerpo, contaba a su hijo las cosas futuras; luz que veía Jacob cuando, instruido interiormente, predecía a sus hijos los secretos del porvenir; luz invisible para la que están descubiertos los abismos del corazón! Yo sé que las tinieblas se esparcen por las profundidades de mi inteligencia; pero tú eres luz; yo sé que espesa oscuridad se levanta sobre las aguas de mi corazón, pero Tú eres verdad.

Oh Verbo, por quien todo ha sido hecho y sin el cual nada recibe la vida; Verbo, que eres ante todo y sin el cual todo estaba en la nada; Verbo, que gobiernas todo y sin el cual todo vuelve a caer en la confusión; Verbo, que dijiste al principio: «Hágase la luz, y la luz fue hecha» (Génesis I, 3); dime a mí también «Hágase la luz», y la luz será hecha, y veré la luz, y reconoceré mis tinieblas; porque sin ti tomamos la luz por las tinieblas y las tinieblas por la luz. Sí, sin ti, no hay verdad, sino error; sin ti no hay orden ni prudencia, sino confusión; no hay ciencia sino ignorancia; no hay vista clara, sino ceguedad del corazón; no hay camino recto, sino extravío y emboscadas; no hay vida, sino muerte.

Oh luz venturosa, tú no puedes ser vista sino de los corazones puros. «¡Bienaventurados los corazones puros, porque verán a Dios!» (Mateo V, 8). Lávame, virtud purificante; cura mis ojos a fin de que puedan contemplarte. Esplendor inaccesible, haz que un rayo de tu luz eche abajo las escamas de mi antigua ceguedad. Te doy gracias, oh Dios, porque ya veo: ¡dilata mi vista, Señor, dilátala en ti! ¡Corre el velo a mis ojos para que considere las maravillas de tu ley! Gracias te sean dadas, ¡oh luz mía!, porque ya veo, aunque todavía como en un espejo y en enigma. ¿Cuándo te veré frente a frente? ¿Cuándo vendrá ese día de alegría y de gloria en que entre en tu admirable santuario, en que sea saciado mi deseo y vea al que siempre me ha visto?

(San AgustínSoliloquios, cap. III y XXXIV).

Meditación del día Tercero

“Quiero conocerte, oh Dios mío”.

Quiero conocerte, oh Dios mío, a ti que me conoces hasta el fondo de mi corazón. Quiero conocerte, fuerza de mi alma. Muéstrate a mí, consolador mío; ven, plenitud de mi espíritu; quiero verte, luz de mis ojos, quiero hallarte, supremo objeto de mi deseo; ¡quiero poseerte, amor de mi vida, eterna belleza! ¡Consérvete siempre en el fondo de mi corazón, vida bienaventurada y soberana dulzura! Haz que te ame, Dios mío, Criador y refugio mío, dulce esperanza mía en todos mis males. Goce yo de ti, perfección divina, sin la cual nada hay perfecto. Abre las profundidades de mi oído a tu palabra, «más penetrante que una espada cortante» (Hebreos IV, 12), y haz que oiga tu voz. Alumbra mis ojos, luz incomprensible, a fin de que deslumbrados con el brillo de tu gloria, no puedan ver ya las vanidades.

Dame, Señor, un corazón que piense en ti, un alma que te ame, un espíritu que se acuerde de tus maravillas, una inteligencia que te comprenda, una razón que esté siempre adherida fuertemente a ti. Oh vida, por quien todo respira; vida que me das el ser; vida que eres mi vida, sin la cual yo muero, sin la cual caigo en la aflicción; vida dulce, vida suave, vida siempre presente a mi memoria, ¿dónde estás? ¿Dónde te hallaré, para que me deje a mí mismo, y no viva más que en ti?

(San AgustínSoliloquios, cap. I).

Meditación del día Cuarto

“Te he amado demasiado tarde”.

Te he amado demasiado tarde, belleza siempre antigua y siempre nueva: ¡Te he amado demasiado tarde! Tú estabas dentro y yo fuera, y aquí era donde te buscaba. Tú estabas conmigo, y no estaba contigo, y tus obras, que sin ti no habrían existido, me retenían lejos de ti. Daba vueltas alrededor de ellas buscándote; pero deslumbrado por ellas, me olvidaba a mí mismo. Pregunté a la tierra si era mi Dios, y me respondió que no, y todos los seres que están en ella me hicieron la misma confesión. Interrogué a todas las criaturas y me respondieron: “nosotros no somos tu Dios; búscale sobre nosotras”. Y yo volví a mí, entré dentro de mí mismo, y me dije: “¿y tú quién eres?”. Yo me respondí: “soy un hombre racional y mortal”.

Y comencé a discutir lo que esto significa. Profundicé desde más cerca la naturaleza del hombre, y dije: “¿de dónde viene tal ser? Señor mi Dios, ¿de dónde viene, sino es de Ti? Tú eres quien me ha formado, y yo no me he formado a mí mismo. ¿Quién eres tú, por quien todo vive? ¿Tú, por quien yo vivo? ¿Quién eres tú, mi Señor y mi Dios, único poderoso, único eterno, incomprensible, inmenso, que siempre vives, y en quien nada muere? ¿Quién eres tú, y qué eres para mí? Dilo, oh misericordia mía, dilo a tu pobre siervo. Dilo en nombre de tu bondad, ¿qué eres Tú para mí? Di a mi alma: Yo soy tu salud. No me ocultes tu rostro, no sea que muera. Déjame dirigirme a tu clemencia, a mí que no soy más que tierra y ceniza. Déjame hablar a tu misericordia, pues ella ha sido grande sobre mí. Dime, responde, oh misericordia mía, en nombre de tus bondades, ¿qué eres Tú para mí?”. Y he aquí que has hecho resonar hasta mí una gran voz en el fondo de mi corazón y has roto mi sordera. Me has iluminado y he visto tu luz, y he comprendido que eres mi Dios, he aquí por qué Te he conocido.

Sí, Te he conocido, y he sabido que eres mi Dios. He creído que eres el verdadero Dios, y que el que has enviado es el Cristo. Mal haya el tiempo en que no te conocí, mal haya esa ceguedad que me impedía verte; mal haya esa sordera en la que no te oía. Te he amado demasiado tarde, belleza siempre antigua y siempre nueva. ¡Te he amado demasiado tarde!

(San AgustínSoliloquios, cap. XXXI y Confesiones, Libro 10 cap. VI).

Meditación del día Quinto

“Mora con nosotros, Señor”.

Sí, «quédate con nosotros, Señor, porque el día baja y se hace ya tarde» (Lucas XXIV, 29). Las olas de las tribulaciones han subido hasta nosotros; las alegrías del fervor se han cambiado en suspiros, y el soplo de las tentaciones ha removido nuestra alma hasta en sus íntimos pliegues. «Quédate con nosotros», oh tú, paz, refugio y consuelo de los corazones atribulados. Nuestros ojos te imploran, y nuestra alma alterada suspira por ti. «Quédate con nosotros», no sea que nuestra caridad se entibie y nuestra luz se extinga en la noche; porque «el día baja y se hace ya tarde».

Ya ha llegado la tarde de mi vida: ya mi cuerpo cede a la violencia de los dolores; la muerte me cerca, mi conciencia se turba, tiemblo al pensamiento de tu juicio, Señor. «Se hace tarde, el día declina; quédate con nosotros». «En tus manos entrego mi espíritu» (Lucas XXIII, 46). En ti solo está mi salud; hacia ti solo sé levantar mis miradas. «Quédate con nosotros», a fin de que emancipándose el alma en la tarde de la vida por medio del fervor del yugo de las tribulaciones, le preparen la oración y el amor una dulce hospitalidad en el seno de Dios.

(San Bernardo, en Tesoro de los Santos).

Meditación del día Sexto

“Dios mío, ten misericordia de los que no la tienen de sí mismos”.

Oh Señor y Dios mío, cuán grande es la petición que te hago cuando te pido que ames a los que no te aman; que abras a los que no llaman a tu divina puerta, y que sanes a los que no solamente tienen gusto en estar enfermos, sino que trabajan por aumentar sus enfermedades. Tú has dicho, Dios mío, que viniste al mundo a buscar a los pecadores: estos son, Señor, los verdaderos pecadores. No consideres su ceguedad; considera solamente la sangre que tu Hijo derramó por nuestra salvación. Ten misericordia de los que no la tienen de sí mismos, y puesto que no quieren ir a ti, ve tú mismo a ellos, oh Dios mío.

Oh verdaderos cristianos, llorad con vuestro Dios; las lágrimas que derramó no fueron solamente por Lázaro, sino también por todos aquellos de quienes Él sabía que no querían resucitar cuando los llamase en voz alta para que saliesen de sus sepulcros.

Oh Jesús, ¡cuán presentes tenías entonces todos los pecados que he cometido contra ti! Mas haz que cesen, Dios mío, haz que cesen, así como los de todo el mundo. Salvador mío, sean tus gritos tan poderosos que den la vida a estos desgraciados, aunque no te la pidan, y los hagan salir del abismo tan profundo de sus funestas delicias. Lázaro no te pidió que lo resucitaras; tú hiciste ese milagro en favor de una mujer pecadora. Aquí tienes una, Señor, que lo es mucho más. Muestra, pues, la grandeza de tu misericordia; yo te la pido, aunque miserable, para los que no quieren pedírtela. Yo te la pido en su nombre con la seguridad de que esos muertos resucitarán tan pronto como comiencen a volver en sí mismos, a conocer su miseria y a volver a tu gracia.

(Santa TeresaMeditaciones 8, 9 y 10 después de la Comunión).

Meditación del día Séptimo

“Yo no veo en mí más que imperfección”.

Oh Dios de mi alma, vos que tanta compasión y amor tenéis por ella, habéis dicho: «Venid a mí, venid vosotros que estáis abrumados de trabajo y de pena, y yo os aliviaré; venid todos los que tenéis sed, y yo os la apagaré». Oh vida que dais la vida a todos, fuente celestial de la gracia, no me neguéis esa agua tan dulce que prometéis a todos los que la desean. Yo la deseo, Salvador mío, yo la pido, y acudo a vos para recibirla de vos.

Pero, oh Señor y Dios mío, ¿cómo la que tan mal os ha servido y no ha sabido conservar lo que le habéis dado, puede tener el atrevimiento de pediros favores? ¿Quién puede fiarse de una persona que tantas veces le ha vendido? ¿Qué puede pediros una criatura tan miserable como yo?

¡Bendito sea eternamente el que me da tanto y a quien doy tan poco! Porque, ¿qué os da, Señor, una persona que no renuncia a todo por vuestro amor? ¿Y no estoy infinitamente distante de haberlo hecho? Yo no veo en mí más que imperfección, ni más que cobardía por tu servicio, y a veces quisiera ver perdido el sentimiento para no saber hasta dónde llega el exceso de mi miseria. Vos solo, Señor, sois capaz de remediarla; así os lo suplico; no me neguéis esta gracia, oh Dios mío.

(Santa TeresaMeditaciones 2, 8 y 5 después de la Comunión).

Meditación del día Octavo

“Oh Dios, cuán pobre es mi alma”.

Oh Dios, ¡cuán pobre es mi alma! Es una verdadera nada de donde sacas poco a poco el bien que quieres derramar en ella: no es más que un caos antes de que tú comiences a poner en claro todos sus pensamientos. Tú comienzas por la fe a introducir en ella la luz, la cual, sin embargo, es imperfecta hasta que la has formado por la caridad, y hasta que Tú, verdadero sol de justicia, tan ardiente como luminoso, la abrasas con tu amor. Oh Dios, loado seas siempre por tus propias obras. No basta haberme iluminado una vez: sin tu socorro vuelvo a caer en mis primeras tinieblas; porque el sol mismo es siempre necesario al aire que ilumina, a fin de que permanezca iluminado. ¿Cuánta mayor necesidad no tendré yo de que no ceses de iluminare, y digas siempre «Hágase la luz»?

Luz eterna, yo te adoro, yo abro a tus rayos mis ojos ciegos: los abro y los cierro al mismo tiempo, no atreviéndome ni a apartar mis miradas de ti, por temor de caer en el error ni en las tinieblas; ni tampoco a fijarlos demasiado sobre ese brillo infinito, por temor de que «escrutador» temerario de la majestad, no sea yo «deslumbrado por la gloria» (Proverbios 25, 27).

(Santiago Benigno BossuetElevaciones del alma a Dios sobre todos los Misterios de la Religión cristiana, Tercera Semana, Meditaciones 6 y 7).

Meditación del día Noveno

“Oh Espíritu, Tú no puedes hallar nada más pobre ni más abandonado que mi corazón”.

Señor, ¿dónde está tu Espíritu, que debe ser el alma de mi alma? No lo siento, no lo encuentro. Yo no experimento en mis sentidos más que fragilidad, ni en mi espíritu más que disipación y mentira, ni en mi voluntad más que inconstancia, repartida entre tu amor y mil vanas diversiones. ¿Dónde, pues, está tu Espíritu? ¿Por qué no vienes a crear en mí un corazón nuevo según el tuyo? Oh Dios mío, comprendo que tu Espíritu se digne habitar en esta alma empobrecida, siempre que se abra a ti sin tasa y sin medida. Ven, pues, ¡oh Espíritu!; Tú no puedes hallar nada más pobre, más despojado, más desnudo, abandonado y débil que mi corazón. ¡Oh Espíritu! ¡Oh amor! ¡Oh verdad, que eres mi Dios!, ámame, glorifícate a ti mismo en mí.

(Francisco FénelonPláticas de afecto, plática 15).


LOS SIETE DONES DEL ESPÍRITU SANTO

1. Sabiduría
2. Entendimiento
3. Consejo
4. Fortaleza
5. Ciencia
6. Piedad
7. Temor de Dios

LOS DOCE FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO

  1. Amor
  2. Alegría
  3. Paz
  4. Paciencia
  5. Longanimidad
  6. Bondad
  7. Benignidad
  8. Mansedumbre
  9. Fe
  10. Modestia
  11. Continencia
  12. Castidad

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