Cultura

El realismo del amor. Conocimiento e interpersonalidad.

 

La Modernidad, hija del racionalismo ilustrado, hizo un elogio de la inteligencia, de la capacidad racional en el hombre hasta el punto de consagrarla como la nueva diosa. Dicho encumbramiento de una legítima y valiosa capacidad humana fue denunciada con aire de decepción por algunos pensadores del siglo XX como, por ejemplo, los pertenecientes a la llamada Escuela de Frankfurt. En tiempos hodiernos, urge recordar con sensatez y realismo que la inteligencia no es el ser, que la razón no es el ser, que no basta con estar muy dotado intelectualmente si las capacidades que se tienen a ese nivel no contribuyen a una adecuación con la realidad y más bien cierran al hombre en el recinto de su yo, sumergiéndolo, no solo en un dañino solipsismo sino, peor todavía, en un venenoso egoísmo. San Bernardo de Claraval afirmaba que sabio es aquel a quien todas las cosas saben como realmente son y el escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe sentenciaba: “En el hacer y el obrar se trata precisamente de que los objetos sean comprendidos en puridad y tratados según su naturaleza”.

Con el fin de ilustrar lo anterior Ortega y Gasset usaba una de sus magistrales metáforas:

“La inteligencia no es el fondo de nuestro ser. Todo lo contrario. Es como una piel sensible, tentacular que cubre el resto de nuestro volumen íntimo, el cual por sí es sensu stricto ininteligente, irracional…Ahí está, extendida como un dintorno sobre nuestro ser más interior, dando cara a las cosas, al ser-porque su papel no es otro que pensar las cosas, el ser; su papel no es ser el ser, sino reflejarlo, espejarlo” (121).

El realismo gnoseológico, teoría del conocimiento coherente con la cosmovisión católica de la realidad, afirma la posibilidad de conocer la esencia de las cosas e invita al hombre a lanzarse como “comba de ballesta” (Ortega 162) hacia ellas, saliendo de sí, en un continuo éxtasis, así pues, la inteligencia no es introspección subjetivista carente de encuentro o prisión, sino piel que se deja tocar por el ser de las cosas y descubre en ello su mayor placer, sin embargo, esta salida de sí siempre le implica al hombre un cierto dominio de los propios caprichos de su voluntad y un paso del “yo quisiera que las cosas fueran” al “cómo son realmente las cosas”.

La docilitas en relación con la realidad

El filósofo alemán Josef Pieper, basándose en la obra de Santo Tomás de Aquino, señala que lo común a todos los requisitos que condicionan la perfección de la prudencia como conocimiento es la “silenciosa” expectación de la realidad y, entre ellos, uno de los más importantes es la virtud de la docilitas, entendida como aquel saber-dejarse-decir-algo que nace del deseo sincero del conocimiento real y que implica, a la vez, una auténtica humildad. La manía de tener siempre la razón o de entronar el propio entendimiento como autárquico y autónomo frente al ser de las cosas es el vicio opuesto a esta docilitas y es el defecto propio de quien cree poder vivir en un mundo inventado por él, en el que la verdad es una construcción individual y no la adecuación del intelecto con lo real, en la docilitas está lo que podría denominarse una ascesis que siempre trae consigo el conocimiento, una renuncia, una verdadera apertura sin reservas en la cual el sujeto cognoscente se deja permear por las cosas, dejando que por los poros de su inteligencia entre el aire de fuera.

Por consiguiente, si se acepta con Santo Tomás que la belleza y el amor del amado golpean en el amante y lo transforman, podría añadirse que en el amante debe haber una predisposición a dejarse tocar, afectar, a dejar que el amor penetre cortantemente en su intimidad, esta docilitas, entonces, no es solamente algo propio de la teoría del conocimiento o gnoseología sino también de las relaciones interpersonales y, más específicamente, del amor, pues la otra persona es una realidad, la más importante que me encuentro, no soy yo quién dicto quién es ni quién debe ser, más bien, me abro a su ser con la docilitas propia del amante.

Verdad en el Amor en tiempos de relativismo y deshumanización

El nominalismo de Guillermo Ockham propuesto en el siglo XIV planteó que los conceptos universales no eran más que flatus vocis, palabras vacías que no tenían ningún fundamento real. Para el monje franciscano y sus seguidores solo existen individuos particulares, no se puede hablar entonces de conceptos englobantes que reúnan la realidad de varios individuos; con ello, prepararon el advenimiento de un gran individualismo que se consumó con las ideologías liberales del siglo XIX y el capitalismo voraz del XX, traducciones político- económicas de una idea filosófica.

Sin embargo, dicho nominalismo no solo extendió sus influencias al ámbito de la política o de la economía, sus semillas echaron también profundas raíces en la Modernidad con la primacía de la razón subjetiva. Las ramas que se desprenden de dicho tronco son ahora las corrientes de relativismo, que, desconociendo la verdad objetiva, afirman que todas las opiniones son correctas per se y que hay tantas posturas y acciones morales válidas como personas y contextos haya.

Pareciera, por ende, que en el mundo actual no se puede hablar de la humanidad sino de seres radicalmente distintos los unos de los otros, lo que en determinadas circunstancias culturales es humano, en otras puede no serlo. El relativismo moral amenaza al hombre actual enmascarado de tolerancia y pluralismo, no se puede hablar de hombres en sentido universal, ciudadanos de un mismo mundo, sino de universos aislados unos de otros que nada tienen en común. El mejor ejemplo es el de la ideología de género, en cuanto negadora de la naturaleza humana, proponiendo que el hombre cree o diseñe su identidad en materia sexual, como si esto fuera posible. La oscuridad de tal panorama ha generado enorme preocupación en el ámbito filosófico hasta el punto de que se llame a la construcción de una ética mundial, una ética de la humanidad que no dependa de aproximaciones particulares, como si este carácter universal de la ética no fuera obvio e inherente a la naturaleza del obrar moral del hombre.

En un contexto como el descrito es necesario referirse con claridad a la humanidad como realidad. La tradición fundadora de los Derechos Humanos reconocía, desde una base iusnaturalista posteriormente negada, que los hombres tienen unos derechos inalienables por el mismo hecho de ser hombres, del mismo modo, existen ciertas acciones inhumanas por atentar de manera directa contra lo que de acuerdo a la realidad, es lo humano.

La filósofa norteamericana Martha Nussbaum no duda en indicar que “la confrontación con lo diferente de ninguna manera supone que no existan estándares morales interculturales y que las únicas normas sean aquellas establecidas por cada tradición local” (56). Más allá de cualquier contexto existe una realidad que se antepone y que es prioritaria, la realidad de lo humano. La persona debe ser educada para pensar y juzgar el mundo y sus circunstancias desde el criterio de la humanidad incluso cuando eso implica romper paradigmas y renunciar a intereses personales.

En la posmodernidad, la máxima del sofista Protágoras según la cual el hombre es la medida de todas las cosas corre el riesgo de convertirse en una excusa para conceder cualquier capricho subjetivo y egoísta, la humanidad debe ser protegida, incluso, de los caprichos del hombre. Un niño puede desear mucho introducir su dedo en un tomacorriente, pero no por eso se le va a permitir hacerlo. En contra de sus deseos hay que cuidarlo y retenerlo. La humanidad, lo humano, entendiendo por esto la naturaleza humana como realidad objetiva e innegable es el criterio de juicio para el hombre contemporáneo, que cada vez se parece más a un niño malcriado, “su majestad el baby” lo ha descrito el sociólogo francés Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia.

Toda época necesita revaluar sus tradiciones, cuestionarlas, no es otra la invitación que hacía Sócrates a los jóvenes de la Antigua Grecia. En tiempos de relativismo, cuando buena parte de los llamados intelectuales ha dejado de mirar a la realidad y de buscar la verdad, hoy que el subjetivismo es casi que tradición en Occidente, es fundamental hacerle una crítica desde el realismo gnoseológico y la educación debe contribuir en esta noble tarea, formando para la caridad, para el amor, en apertura a la totalidad que es el mundo y que son los otros, no para un egoísmo y solipsismo que aleja a las personas unas de otras. No hay que tener miedo de cuestionar porque “lo bueno de nuestras tradiciones sobrevivirá al escrutinio de la argumentación socrática” (Nussbaum 56).

Una sociedad sin amor, en la que no hay renuncia a los propios deseos, en la que la templanza es una virtud olvidada, cuando no desacreditada y hasta fuertemente criticada, es una sociedad donde lo más parecido a la interpersonalidad y el encuentro con el otro es el mundanal ruido ya descrito por Fray Luis de León, en el que los demás no son valorados en toda su riqueza y de acuerdo a lo que son, sino que se convierten en partes de un yo encerrado dentro de sí, en autómatas de mi mundo privado que manejo y manipulo a mi antojo. La preferencia de muchos por relaciones virtuales y no personales demuestra ya una inclinación a crear mundos paralelos donde no se comunican las realidades sino las invenciones que cada cual hace de sí mismo y del otro, son comunicaciones entre fantasmas y no entre seres de carne y hueso dispuestos a abrir su intimidad y mostrarse originalmente, pareciera que cada quién puede renunciar a lo que es y, dimitiendo de su identidad, presentar rostros falsos que son aceptados por otro enajenado en un diabólico contrato de egoísmos.

Conclusión

La solución a la crisis del tiempo actual se encuentra en un retorno a conceptos fundamentales de la metafísica clásica como ser, verdad, bien y realidad. Abrirse a la verdad equivale a abrirse a los demás y, por lo tanto, no puede darse amor auténtico en medio del relativismo o el escepticismo. Tal vez, y a manera de conclusión, sea un gran intelectual contemporáneo, el papa emérito Benedicto XVI, quien pueda expresarlo mejor:

“Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario” (No. 3).

Bibliografía

Benedicto XVI. Carta Encíclica Caritas in Veritate. Bogotá: San Pablo, 2009.

Nussbaum, Martha. El cultivo de la humanidad. Una defensa clásica de la reforma en la educación liberal. Trad. Juana Pailaya. Barcelona: Paidós, 2006

Ortega y Gasset, José. ¿Qué es Filosofía? Madrid. Espasa, 2007.

Pieper, Josef. Las Virtudes Fundamentales. Trad. Carlos Melches y otros. Madrid: RIALP, 2017.

 

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