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Los mártires del conflicto colombiano

Padre Pedro María en una prédica. Foto cortesía de la familia
Escrito por Redacción R+F

Carlos Gustavo Pardo. Foto: cortesía del autor.

El filósofo, periodista e historiador Carlos Gustavo Pardo hace esta reflexión para comprender la trascendencia del acto que tendrá lugar en Villavicencio, la beatificación de dos víctimas de la violencia política, y el nuevo desafío que se presenta para el pueblo católico, frente al odio de la fe de buena parte de sus líderes. 

La visita del papa Francisco a Colombia traerá, en muchos sentidos, una nueva perspectiva de la realidad y la historia de Colombia. Esto no sólo porque viene en una coyuntura absolutamente decisiva para la proyección a futuro del ordenamiento político, social y económico de la nación[1], sino también porque las beatificaciones que realizará en Villavicencio invitan a una reflexión muy seria sobre el significado de nuestro larguísimo conflicto armado en el contexto del testimonio cristiano.

La razón es que declarará oficialmente mártires de la fe a dos relevantes y reconocidas víctimas del conflicto. Esto implica que el odium fidei, el odio a la fe, que es un criterio clave por el que se decide la proclamación de un mártir de la Iglesia, ha formado parte, junto a tantas otras, de las motivaciones de la violencia fratricida del conflicto.

El primero de ellos, Pedro María Ramírez, párroco de la hoy desaparecida ciudad de Armero, murió asesinado con sevicia en los lejanos albores del conflicto, cuando aún era bipartidista, por los miembros exaltados de un comité revolucionario liberal, durante los primeros coletazos de alteración del orden público en provincia que surgieron tras el 9 de abril de 1948. El jesuita Daniel Restrepo escribió hace años una biografía titulada El mártir de Armero, que da cuenta minuciosa de las circunstancias de este asesinato. El libro bien merece una nueva edición, por las perspectivas olvidadas que abre para una lectura actual de las causas, consecuencias y oportunismos político-revolucionarios que legó la muerte de Jorge Eliécer Gaitán a nuestra convulsionada historia reciente.

Sacerdotes guerrilleros: José Antonio Jiménez, Domingo Laín y Manuel Pérez.

El segundo es Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, obispo de Arauca, secuestrado, torturado y asesinado de manera cobarde por guerrilleros del frente Domingo Laín del Ejército de Liberación Nacional (ELN), el 2 de octubre de 1989, en zona rural del municipio de Arauquita. Fue miembro del Instituto de Misiones de Yarumal[2], pastor entregado a sus fieles, misionero promotor del desarrollo rural, la educación campesina y la dignificación de los pueblos indígenas; pero no era, sin embargo, cercano a la teología de la liberación que fungía con demasiada frecuencia, en los territorios controlados por los hombres al mando del Cura Pérez, como instrumento de radicalización ideológica y de reclutamiento de católicos sensibles a las evidentes injusticias y desigualdades sociales de nuestras olvidadas periferias.

No era lo mismo la teología de la liberación debatida asépticamente en las cátedras universitarias de Friburgo, Maguncia, Lima o Bogotá, ni siquiera entre los poetas eclesiásticos del sandinismo nicaragüense o entre los obispos-profetas del Brasil, que en las filas de una organización que históricamente ha mostrado un desprecio arrogante por la vida humana y por el medio ambiente, y que no tuvo reparos en vejar hasta la muerte a un obispo que juzgó incómodo porque fue capaz de trabajar por la promoción humana y cristiana de los pueblos olvidados, desde coordenadas distintas, por ejemplo, de las del Cura Laín, cuyo nombre y ejemplo inspiraba al grupo de los asesinos.

Pero hay que honrar también las complejidades del caso y la autoridad de la voz del pueblo, que se expresa en los espacios menos esperados: 800 guerrilleros del ELN abandonaron las filas tras el martirio del que también era su pastor, cuyo clamor de reconciliación, de sensatez, de justicia y de paz tuvieron innumerables ocasiones de escuchar.

Estos no son los únicos mártires del conflicto colombiano; sólo las primicias de una inmensa constelación de testigos de Jesucristo, cuya voz y cuyas circunstancias de vida y muerte darán la verdadera clave para la interpretación cristiana de nuestras tragedias. Colombia espera que la Iglesia honre pronto a los hombres y mujeres de Iglesia, laicos y consagrados, que dieron su vida por Cristo en el contexto de la persecución solapada, la violencia ciega y la injusticia que clama al cielo. Todos los actores de esta guerra sucia de más de medio siglo han causado martirios por odium fidei: revísese la historia del narcotráfico, del paramilitarismo, de los crímenes de Estado, de las guerrillas de todas las corrientes y partidos, antiguas y recientes, desmovilizadas o en activo, establecidas o reencauchadas, y a la sombra de su violencia irresponsable se encontrarán mártires que señalan con toda claridad la verdadera relación de estos actores con los valores profundos de la cultura del pueblo colombiano, al que por generaciones han despojado y martirizado impunemente.

El martirio de monseñor Oscar Romero, obispo de San Salvador, fue en su momento todo un signo de los tiempos para entender las complejidades en que la Iglesia latinoamericana debía insertarse tras las nuevas directrices del Concilio Vaticano II. Los mártires de Colombia, que empiezan ahora a conocerse, serán otro signo de complejidades aún mayores, resultantes de la deriva histórica de un país católico como pocos, pero cuyos poderes, legítimos o de facto, muy pocas veces en las últimas décadas han decidido en sintonía y respeto por los principios sagrados de la inmensa mayoría de sus habitantes.

[1] Debido a la comprensible polarización de la opinión pública en torno a los términos específicos en que se firmó el proceso de paz entre el gobierno Santos y la guerrilla de las Farc, y el preocupante horizonte de riesgos que éstos generan.

 

[2] Instituto fundado a su vez por el controvertido obispo conservador Miguel Ángel Builes, también en proceso de beatificación, y autor de la tesis más verosímil sobre los autores intelectuales del asesinato de Gaitán, con la que el mismísimo Fidel Castro, sin conocerla, concordaba. Cf. la pastoral de Builes sobre “Los verdaderos autores de la hecatombe del 9 de abril”, y las declaraciones del líder cubano a Arturo Alape en El Bogotazo, memorias del olvido.

 

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