Por: Aarón Mariscal Zúñiga
Tener una religión no es malo, o al menos eso asumimos los católicos. En cambio, el progre niega que lo suyo sea una religión, una ideología incuestionable; y lo hace sin más respaldo que autores recientes que patean el tablero del conocimiento para fundar nuevas consignas. Para ellos, una Beauvoir, un Gramsci o un Žižek son superiores a un Santo Tomás, un San Agustín o un Juan Duns Scoto.
El progre está desesperado por reinventar la rueda: «Ya que ignoro el pasado y estudiarlo requiere de mucho esfuerzo y sacrificio, mejor reconstruyo el presente y el pasado a mi antojo». Ejerce un crear por crear: inventa nuevas formas de orden social arrancando las raíces de lo que forja una civilización.
Como decía Orwell: «Quien controla el presente, controla el pasado, y quien controla el pasado, controlará el futuro». No conocer las raíces de tu identidad te hace vulnerable al discurso progre.
Cabe destacar que, al igual que los progres, los católicos también tenemos dogma y doctrina: obedecemos al magisterio de la iglesia. La diferencia es que ellos no tienen respaldo histórico y que además, niegan estar adoctrinados; lo niegan con todo el orgullo del mundo.
Sin embargo, a fin de cuentas, para criticar coherentemente al progresismo tenemos que renunciar a nuestra vida tranquila, a las comodidades que nos ofrece la modernidad. Esas comodidades son el libertinaje, presente en cada uno de los vicios modernos: beber en exceso, tener sexo con quien sea, drogarse, etc.
De nada te sirve decir que las marchas feministas están mal si le pegás a tu mujer cada fin de semana. De nada te sirve decir que las marchas ecológicas son exageradas si botás tu basura en la calle.
Si no somos duros con nosotros mismos, no podemos ser duros con los progres. Para tener derecho a criticarlos, tenemos que empezar por criticarnos a nosotros; ese es el primer paso hacia una coherencia moral. Como decía Jesús: «Sean ustedes perfectos como su Padre celestial es perfecto» (Mateo 5:48).
Eso sí, debemos tener cuidado también con las tentaciones: todo el tiempo se presentan oportunidades de obtener el poder con facilidad para implantar las ideas propias. No es sensato sumarse a partidos políticos o colectivos de activistas con un claro historial de corrupción y escándalo.
El cristiano auténtico debe ser misionero, no politiquero. Si los partidos políticos o colectivos ciudadanos exigen que renunciemos a nuestra fe para militar en ellos, mejor es no sumarnos. El camino al cielo es estrecho y angosto, a Dios no le gustaría que vendamos nuestros principios a costa del poder.
Negar a Cristo para obtener la aprobación del público es lo peor que podemos hacer en cuanto a activismo. Callar tu fe para agradar a las masas es anticristiano y funcional al sistema.
Recordá a los grandes mártires del cristianismo: ¿renunciaron ellos a su fe para estar a salvo y viviendo cómodamente? No. Ellos estaban seguros de su fe y la anunciaron abiertamente hasta en sus últimas horas.
Es deber del católico recuperar la esencia de su doctrina: renunciar al mundo moderno implica no solo evadir los vicios, sino también ver qué se hizo antes. Explorar a los autores medievales, a los grandes santos y mártires de la fe.
Al nutrirse en conocimientos históricos y en apologética, el católico estará en condiciones de resistir cualquier embate intelectualoide de los progares. No basta con decirles que están equivocados: hay que decirles por qué lo están y demostrarles cuál es el camino correcto.