Espiritual Fe Iglesia Testimonios

La odisea de encontrar un confesor y poder asistir a la Santa Misa

Fieles oran afueran de los templos

Además de la entrevista lograda por R+F con un laico que asiste a una “Misa clandestina”, hemos tenido la oportunidad de dialogar con otras personas y de recoger lo que para ellas ha supuesto la búsqueda de una parroquia o de un templo dónde poder asistir a la Santa Misa, y poder confesarse para comulgar. Esta es la historia, en cabeza de una de ellas…

Pedro, un hombre normal y corriente, desempleado, mayor de 50 años, piadoso mas no “fanático”, de Misa diaria y confesión regular al menos una vez al mes, aprendió a llevar una vida de piedad disciplinada, entendiendo por ésta la asiduidad y frecuencia de algunos Sacramentos esenciales para preservar en él la Gracia Santificante, como la confesión, la Misa y la Comunión, y perseverar en una ascesis cristiana que le fortalece y le ayuda a cumplir cabalmente con los deberes propios de su estado, ofreciendo al Señor sus dificultades por la conversión de los pecadores.

Pedro, como todos los buenos católicos en el mundo entero, es un hombre respetuoso del orden, de las autoridades y de la ley, que acata las normas y se adecua al bien común. De modo que, movido por estas pautas, se sometió a las exigencias que trajo consigo la cuarentena con motivo de la pandemia del Covid19…

Pero lo que jamás se imaginó era que, además de verse privado de la Santa Comunión, tendría que someterse también al abuso de la disciplina litúrgica y de la autoridad que les compete a los clérigos, algunos de los cuales decidieron “olímpicamente” que sólo darían la comunión en la mano, a través de una reja y por fuera del templo, en contraposición a lo dictado por las normas Canónicas y Litúrgicas –que son vinculantes y obligan por lo tanto a consagrados y a seglares–, y ratificado por la Conferencia Episcopal de Colombia, de que no se puede obligar a nadie a comulgar en la mano ni impedirle o negarle la comunión de rodillas y en la boca.

Como lo pudo comprobar a lo largo de la Cuaresma, de la insólita Semana Santa televisada, y de la aún no sabe si agridulce o insípida Pascua en la que la gente enviaba mensajes como “Felices Pascuas de Resurrección”, aunque todo fuera lejano, extraño y virtual, la Vida Espiritual no era simplemente algo subjetivo, individual y reducido al ámbito privado de una casa, un apartamento, una finca e, incluso, la familia. Tuvo claro que esto no se trataba nada más de “su vida espiritual” –a la manera protestante–, de “una experiencia” ‘personal’ o de una inmersión subjetiva en alguna práctica piadosa facilitada virtualmente. Esa no es –y en eso no consiste– la Vida Espiritual.

Descubrió con horror cómo –mientras prestigiosos clérigos y jerarcas hablaban profusamente a través de los medios de la posibilidad de “vivir” cada uno “su” espiritualidad en la casa, con los suyos, acatando las disposiciones gubernamentales– “La Vida Espiritual”, la práctica de la fe y, por lo tanto, la auténtica expresión de la Piedad, estaban siendo constreñidas, y la Vida Sacramental había sido realmente secuestrada. Entonces vio y entendió con claridad la correspondencia que hay entre ambas.

Al recordar todas aquellas “rutinas” ascéticas cotidianas de revisión y examen de conciencia, de arrepentimiento y propósito de enmienda, de confesión, de penitencia, de desagravio, de reparación, de oración, de intercesión y, sobre todo, de encuentro y de contacto con Jesús recibiéndolo físicamente en la Sagrada Comunión, y escuchándole en la proclamación de la Palabra, participando en la renovación incruenta de su Santo Sacrificio Redentor en la Santa Misa, y adorándole en la Consagración, en la Elevación, en el “Agnus Dei” y en la Sagrada Comunión, se percató de que sin una verdadera y real Vida Sacramental, no podía haber una auténtica Vida Espiritual.

La privación de los Sacramentos le estaba, si no impidiendo el desarrollo de La Vida Espiritual, al menos sí rompiendo la proporcionada correlación y el necesario equilibrio que hay entre ambas. En su vida comenzaba a manifestarse de manera palpable aquello de “Sin Mí nada podéis hacer” (Juan 15, 5). Pedro notaba cómo el estar unido al Señor –como el sarmiento depende de la vid– era algo más que simplemente “portarse bien” y no pecar: al Señor hay que amarlo y permanecer íntimamente unidos a Él con toda la mente, el alma, el espíritu, el corazón, el cuerpo y la vida.

Como el primer apóstol, Pedro comprendió que la Vida Cristiana es una auténtica relación, en la que cabe la posibilidad de la negación, pero jamás por parte de Dios. También comenzó a percatarse y a tomar mayor conciencia de que ésta no es una relación cualquiera ni con cualquiera: está hecha y construida sobre una Presencia Real y permanente, íntima, en la que Dios restablece el vínculo, “religa”, y amorosamente pregunta: “¿Pedro, me amas?”. Y también insiste: “¿Me amas más que estos?”. En la que ese “¿más que estos?”, indica una forma de amor y de relación que va más allá de la resignación a las circunstancias y de la simple complacencia en una forma de piedad virtual; que exige una relación real, una sed y un hambre de Dios que, como María Magdalena, pregunta: “¿Dónde se han llevado a Mi Señor?” (Juan 20, 13-15).

Comprendido esto, Pedro quiso retomar su vida espiritual. Pero sabiendo que no era posible si no rehacía su tejido Sacramental, pensaba cómo podría hacerlo.

Recordó haber visto en su Whatsapp un mensaje en el que se decía que –pese a la disciplina, debida distancia y asepsia de los asistentes– la policía había fustigado a los escasos cinco fieles que iban a la única Misa que por entonces se celebraba en una parroquia. Decidió llamar y preguntar si podría asistir en algún momento a la Santa Misa, en qué horario, y si –guardando los debidos protocolos– el sacerdote podría atenderle en confesión aun cuando fuera de una esquina a otra de la sala o del templo.

Le contestó un hombre, quien amablemente le dijo que “de pronto” habría una Misa a las 6:00 p.m., pero que “no le podía asegurar que pudiera entrar”. Y, para lo de la confesión, le solicitó nombres y apellidos y un número telefónico, asegurándole que iba “a hablar con el padre para preguntarle si lo podía atender” y que lo llamaba para informarle. De eso hace más de un mes, y aún no recibe respuesta.

También procuró hacerlo en su parroquia, pero allí fueron aún más tajantes. Luego de varios días de llamar sin que le contestaran el teléfono, por fin un día, a eso de las 10:00 a.m., le contestó una señora encargada del aseo. Cuando preguntó por el padre la señora le pasó a otra mujer quien, bastante empoderada, aunque con mucha amabilidad, le informó que el párroco no podía atenderle. Pedro insistió cortésmente sobre si podía asistir a la Santa Misa inscribiéndose previamente, y a qué hora. La mujer le dijo que no, y le informó que podría seguir la Misa por Youtube, y que con gusto le enviaría el vínculo para que se uniera a la transmisión virtual. O que, si lo prefería, podía situarse afuera del templo (que permanece con las puertas cerradas) y escuchar allí la Misa.

Al preguntar por la posibilidad de la confesión, la respuesta fue aún más cortante: NO. Ninguna propuesta valió. Las razones: “fue una orden del señor arzobispo”, y “el párroco es obediente”, “y todos ‘debemos’ obedecer”. Además, el párroco tiene a su madre a quien “hace más de un mes que no la ve”, y él dice: “me muero donde yo me contagie y contagie a mi mamá”. Y así, una serie de “razones” personales, más allá de lo canónica, litúrgica y disciplinariamente estipulado. Finalmente, Pedro preguntó cómo daba el padre la comunión, y la mujer le informó que por una reja externa y en la mano.

Pedro se dio por vencido. Agradeció la información y todas las reconvenciones recibidas, pero la mujer no le dejó colgar sin que antes aceptara unirse al grupo de whatsapp de la parroquia, y recibir allí diariamente una meditación del padre y la invitación a la Misa Virtual. Después, cuando Pedro, aburrido con la imposición se dio de baja del grupo, la mujer le llamó a preguntarle por qué, ponderando las bondades del padre, e insistiéndole que permaneciera.

Después de ello, Pedro recordó que había recibido otro mensaje en el que le decían que “había un padre, el padre D…, que celebraba la Misa con unas pocas personas, y que tenía casi todas las del mes siguiente para inscribir las intenciones”. Pedro se decidió, llamó al Padre “D…”, y éste contestó. Entonces lo saludó, se identificó, y fue directo: ¿podría confesarlo y permitirle asistir a la Santa Misa? Renuente, el padre finalmente accedió, indicándole la hora y por cuál puerta tocar.

Pedro se llenó de alegría y de entusiasmo, se organizó y salió para allá, caminando, con su cubre boca. Al llegar, la secretaria le dijo que no, que el padre no estaba, pero él insistió en que había concertado una cita. Entonces ella lo dirigió hacia otra entrada, y allí un hombre que barría por fin accedió a abrirle y dejarlo pasar. Manteniendo una gran distancia, y esperando un buen rato a que otras personas se confesaran, por fin pudo hacerlo.

Para su sorpresa, el sacerdote alargó la confesión, proponiéndole un falso dilema: “¿Usted qué prefiere: ser bueno o ser feliz?”. Pedro entonces le planteó claramente que él era un hombre feliz, quizás no “bueno”, porque era consciente de sus debilidades y pecados, y luchaba por agradar al Señor… Por fin el sacerdote le dio la absolución. Y Pedro, emocionado después de un mes y medio sin los sacramentos, decidió quedarse en la Misa.

Pero allí recibió una “cátedra” de relativismo, según la cual prácticamente no hay pecado y el hombre debe luchar por realizarse y ser feliz… Además de esto, Pedro debió soportar una “homilía”, que más bien fue una ‘prédica’ al estilo protestante, con gritos y preguntas, bastante estridente, de la cual el sacerdote, al verle, pareció leer la inquietud en sus ojos, y entonces dijo: “el mío es un estilo muy pastoral”. Pedro concluyó la Misa, comulgó, dio gracias a Dios, y volvió a su casa contento pero inquieto: ¿Qué había sido todo aquello? Al día siguiente quiso volver, pero algo muy dentro se lo impidió.

Hoy Pedro sigue buscando un buen sacerdote que celebre santamente y con dignidad los Sacramentos y la Santa Misa. No sabemos si lo ha encontrado. Pero sí que este desierto que ha supuesto la cuarentena le ha abierto los ojos, y le ha permitido percatarse mejor de la realidad de los hechos y de la situación por la que pasa la Iglesia.

Ha seguido fielmente las transmisiones de una comunidad en la que diariamente celebran varias Misas, recitan la Coronilla de la Misericordia, y hacen Adoración Eucarística a las 8:00 p.m. Son sobrios y exponen las verdades de la Fe y de la Vida Cristiana respetando el Magisterio y la Sana Doctrina. Piden por el Papa, por la Iglesia, y claman a Dios para que se reabran los templos y los fieles puedan volver a recibir los Sacramentos y a reiniciar una auténtica Vida Espiritual.

Pero, La Santa Misa, así, con las constantes “caídas” del internet, frecuentes interrupciones justo en el momento de la Consagración o de la Bendición Final, y sin poder asistir ni comulgar, es un sufrimiento físico, moral y espiritual muy grande.

Y como a Pedro, esto les está ocurriendo a todos los fieles justo cuando, después de dos meses de larga cuarentena, privados de los Sacramentos y de la Gracia, han querido encontrar una solución, pero muchos no han recibido más que un palmo de narices, como hace unos días lo denunció el Cardenal y Arzobispo Emérito de Guadalajara, México, Juan Sandoval Íñiguez.


Fotografía del encabezado: Periódico Correo, de México.


[mks_col][mks_one_half]Apoya el periodismo católico con una donación en DÓLARES con tu tarjeta de crédito:[/mks_one_half][mks_one_half]O con tu tarjeta débito a través de PSE: [/mks_one_half][/mks_col]

Leave a Comment

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.