Fe Razón

Una cruzada por la pureza: en la castidad, la caridad y la fe

Escrito por Sin Medida

Fueron la oración, la formación y la convicción en las verdades de la fe, las que motivaron a San Benito a lanzarse desnudo a las zarzas para preservar su pureza. Y es precisamente esa la cruzada que quiere encauzar este texto: “… una cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia”. Una cruzada que, desde la práctica de la caridad, la vida en castidad y la ortodoxia en la fe, logre una auténtica purificación dentro y fuera de la Iglesia.

“¿Pureza? – Preguntan. Y se sonríen.
– Son los mismos que van al matrimonio con el cuerpo marchito y el alma desencantada” [1].

Escrito por A.G.R., estudiante de 19 años, de la Universidad de los Andes y miembro del círculo de participación católico Sin Medida*.

Cuentan que alguna vez San Benito de Nursia, durante su exilio voluntario en el desierto, fue tentado directamente por el demonio, quien le insinuó de manera persistente que se dejase llevar por su apetito carnal y que abandonara su firme propósito de ser santo. No obstante, decidido por su aversión frente al pecado, San Benito resolvió lanzarse desnudo a un zarzal para preservar su pureza.

Ahora bien, de esta breve anécdota pareciera emerger una cuestión: ¿qué tanto puede representar la santa pureza para un hombre para que éste llegue a mortificarse de la manera como lo hizo San Benito?

Así pues, en el presente artículo, se busca hacer manifiesta una necesidad que en esta última década se ha hecho cada vez más evidente dentro y fuera de la Iglesia: la de buscar, vivir y formarse en la santa pureza.

En el evangelio según San Marcos, se relata que en alguna ocasión Jesús, estando con algunos fariseos y escribas venidos de Jerusalén, les dijo: “… nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre”[2]. Así pues, la interpretación que comúnmente se le ha hecho a este fragmento, sugiere que de las palabras de Cristo se puede colegir que no hay nada en la creación que sea en sí mismo malo u oscuro, sino que es del corazón del hombre mismo que provienen las malas intenciones, los adulterios, las injusticias, el desenfreno y el orgullo, entre otras cosas[3].

En este orden de ideas, la doctrina de la Iglesia ha entendido que el corazón es ‘la sede de la personalidad moral’, y que si bien de él pueden provenir aquellas maldades que hacen al hombre impuro[4], también es en él que se da el proceso de purificación de la persona, mediante el cual su inteligencia y voluntad se ajustan a las exigencias de la santidad de Dios[5]. Sin dicho proceso, no es posible que un católico entienda auténticamente aquello en lo que dice creer[6].  De este modo, se ha entendido que hay tres campos en los que, fundamentalmente, se da este ‘combate por la pureza’: la castidad, la vivencia de la caridad y ‘la ortodoxia en la fe’[7]. Así pues, se procederá a explicar ciertos puntos problemáticos que se han podido evidenciar en cada uno de estos campos y algunas posibles soluciones.

La castidad o rectitud sexual

Según la concepción cristiana de la sexualidad, esta no puede ser relegada a algo puramente biológico, sino que está relacionada con lo más íntimo del núcleo de la persona: “es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano”. Y es que incluso en la búsqueda de la propia realización, de la felicidad y, en definitiva, en el seguimiento de nuestra vocación específica, la sexualidad tiene también un carácter fundamental: pues el hombre es siempre llamado a donarse a sí mismo, ya sea a través del amor virginal o conyugal[8].

No obstante, nadie puede dar lo que no tiene y, si el hombre no es dueño de sí mismo, es entonces esclavo de sus propias pasiones, afectos y sentimientos, por lo que no podría llegar a donarse a sí mismo y, en consecuencia, le sería imposible alcanzar su propia realización. Es por eso por lo que la Iglesia promueve la vivencia de la castidad, que no es un fuerte yugo que les imponga a los cristianos la mera obligación de ‘aguantarse’, sino que es más bien “un aprendizaje del dominio de sí, una pedagogía de la libertad (para) que el hombre controle sus pasiones y obtenga la paz”. Con razón el Catecismo de la Iglesia Católica define a la castidad como “la integración lograda de la sexualidad de la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual”[9].

Ciertamente, la problemática relacionada con la castidad se remonta a algunas ideas formuladas en la época de la Ilustración y que, ulteriormente, fueron detalladas por algunos pensadores como Frederich Nietzsche: se acusaba a la Iglesia de haber ‘envenenado’ al eros (amor de pareja) “con sus preceptos y sus prohibiciones, convirtiendo en amargo lo más hermoso de la vida”[10]. Sin embargo, estas proposiciones no se quedaron en el mundo de las ideas, sino que mutaron en una realidad palpable: en la promulgación de una cultura que aboga por la banalización de la sexualidad.

Lo anterior condujo a una paulatina divinización del placer: ya no había personas valiosas, sino “simples objetos con los cuales satisfacer los propios apetitos”. Paralelamente, tal como lo indicó el Pontificio Consejo para la Familia, varias instituciones educativas desarrollaron programas de educación sexual que poco se referían a la castidad, y que hacían uso de “fórmulas meramente informativas”. Esto ocasionó que una inmensa cantidad de jóvenes al no haber tenido la oportunidad de conocer aquella hermosa fundamentación de la castidad que se ha sintetizado previamente, y que tanto dignifica al hombre, sucumbieran ante el hedonismo organizado, la banalización de la sexualidad y, en definitiva, a la cosificación de la persona.[11]

Pero esta vergonzosa exaltación de un “eros ebrio e indisciplinado no es elevación o ‘éxtasis’ hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre”. Es por eso que se hace sumamente necesario hacer una cruzada que busque darle a la persona humana el valor que verdaderamente tiene: se debe procurar que en las instituciones educativas se enseñe, según la sana doctrina, una sexualidad que no cosifique al hombre, sino que lo dignifique. Debe también buscarse testimoniar la belleza de la castidad, y no solo con palabras. Por último, es necesario orar, pues, como lo dijo San Agustín:

«Creía que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí; siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: […] que nadie puede ser continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con interior gemido llamase a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado» [12].

La vivencia de la caridad

“Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”[13]. De este conocido fragmento de las Escrituras es posible inferir, en por lo menos dos aspectos, la centralidad que reviste para el cristianismo el concepto de la caridad: en primer lugar, al identificarse Dios mismo con ella, es posible colegir que la creación en su totalidad proviene de la caridad, que todo adquiere forma solo por ella, y que a ella todo tiende. En segundo lugar, que “… no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea”, sino por el encuentro con este amor de Dios, “que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.[14]

Pero existe otra realidad subyacente en la caridad, y es su carácter de mandamiento. Así pues, partiendo del hecho de que “amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él”, podemos entender que Cristo nos invita a fundamentar tanto nuestras micro-relaciones (como la familia), como aquellas ‘macro’ (como la economía o la política) en el compromiso por el trabajo y la vivencia de la justicia y la misericordia.[15]

Sin embargo, tal como lo señaló Benedicto XVI en su momento, la caridad ha sufrido un proceso de pérdida de su significación. En efecto, distintas corrientes filosóficas e ideológicas han intentado adueñarse de dicho concepto, dándole definiciones diversas, y a veces contrapuestas, buscando instrumentalizarlo según sus propios intereses. Esto ha ocasionado que el amor se convierta en una especie de ‘envoltorio vacío’ que puede ser rellenado según la opinión contingente de cada sujeto[16].

Así pues, la solución evidente a esta problemática pareciera ser el otorgamiento a este concepto de una definición precisa y sustentada en la verdad. Pero al haber distintas significaciones formuladas, cada una queriéndose hacer pasar como la verídica, la experiencia sugiere que la mejor forma de comunicar el contenido auténtico del amor es por medio del testimonio, del sacrificio vivo que permita a las otras personas comprender que, más que un mero sentimentalismo, la caridad es una decisión que trasciende. Ahora bien, al ser esta una virtud teologal que no puede ser alcanzada por esfuerzos humanos, es preciso también aclarar que, al solo poder ser concedida por Dios, lo único que puede hacer el hombre es acudir a la oración y de la vida en gracia, para disponer su corazón para recibirla.

La ortodoxia en la fe

El catecismo busca, con este concepto, designar la necesidad de permanecer con santa intransigencia en las verdades de la fe, que no son otra cosa que “… una serie de preceptos, de dogmas (…) que fueron revelados por Dios al hombre, primero a través de los profetas; y después de Cristo Señor nuestro”. Es así como la Iglesia, nuestra madre, guarda en depósito todas aquellas enseñanzas que, por venir del Redentor mismo, son inalterables. Y por eso nuestra fe “ahora es, como era hace veinte siglos; y en veinte siglos será como es ahora”.[17]

Sin embargo, no basta con la memorización de dogmas y de preceptos para una auténtica ortodoxia en la fe: es necesario vivir de acuerdo con ellos. Sostenía Juan Pablo II que en “la experiencia de fe con el Señor, se descubre el rostro de quien por ser nuestro Maestro es el único que puede exigir sin límites”[18]. No obstante, es común en la actualidad que países en los que estadísticamente el catolicismo es mayoritario, algunas personas hagan de la religión un amuleto, o la utilicen como fuente de supersticiones. Por lo anterior, resulta necesario crear espacios (como retiros espirituales) en instituciones religiosas para que, a partir de una convocatoria activa, se invite a sus integrantes a interiorizar las verdades que nos han sido reveladas por Dios.

Consideraciones finales

Fueron la oración, la formación y la convicción en las verdades de la fe, las que motivaron a San Benito a lanzarse desnudo a las zarzas para preservar su pureza. Y es precisamente esa la cruzada que quiere encausar este texto: “… una cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia”[19]. Una cruzada que, desde la práctica de la caridad, la vida en castidad y la ortodoxia en la fe, logre una auténtica purificación dentro y fuera de la Iglesia.

*El autor escogió esa temática por la coyuntura histórica de la Iglesia en este momento. Porque desde la última década es manifiesta la necesidad para la Iglesia de formarse cada vez más en ello y evidentemente también por los jóvenes, que son los actuales evangelizadores de la fe católica.

Qué es Sin Medida

Sin Medida es un grupo inter-universitario católico que nació en la Universidad de Los Andes y se ha expandido a otras universidades como el Rosario y la Nacional. Es un grupo de jóvenes llamados a vivir la fe dentro de la realidad universitaria para formar identidad católica a través del servicio y el amor, además de brindar espacios de formación en la fe para los jóvenes universitarios.

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Bibliografía:

  • Benedicto XVI (2009). Caritas in Veritate La caridad en la verdad. Madrid: San Pablo.
  • Sexualidad humana, verdad y significado: Orientaciones educativas en familia; consejo Pontificio para la familia. (1996). Madrid: Ediciones Palabra.
  • Balaguer, J. E. (2002). Camino. Madrid: Rialp Ediciones.
  • (2002). Las confesiones de San Agustín: Textos escogidos. Mostoles, Madrid: Gaia.
  • Catecismo de la Iglesia Católica. (2016). S.l.: Asociación de Editores del Catecismo.
  • , & Ratzinger, J. (2005). Carta encíclica: Deus caritas est. Bogotá: Librerías Paulinas.
  • (1988). Escritos varios. Madrid: La Editorial Católica.
  • Viaje apostólico a Chile: A los jóvenes de Santiago (2 de abril de 1987) | Juan Pablo II. (n.d.). Retrieved from https://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/speeches/1987/april/documents/hf_jp-ii_spe_19870402_giovani-santiago.html

Notas:

[1] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino

[2] Mc 7, 15

[3] Reflexión del Santo Evangelio por Fray José Rafael González

[4] Mc 7, 23

[5] Catecismo de la Iglesia pt. 2518

[6] San Agustín. De Fide et Symbolo, 10, 25

[7] Ibidem 5

[8] Pontificio Consejo para la Familia. Sexualidad Humana: Verdad y Significado

[9] Catecismo de la Iglesia Católica pt. 2339ss

[10] Benedicto XVI Caritas in Veritate

[11] Ibidem 8

[12] San Agustín. Confesiones 6, 11, 20

[13] 1 Jn 4, 1

[14] Benedicto XVI Deus Caritas Est

[15] Ibidem 9

[16] Ibidem 10

[17] San Josemaría Escrivá de Balaguer. Encuentro en Brasil

[18] San Juan Pablo II. Discurso del Santo Padre a los Jóvenes Chilenos

[19] Ibidem 1

**Imagen principal: tomada de www.libertaddigital.com en su artículo: “Pedro III el Grande, ‘el rey que frenó a los franceses y cambió el rumbo de Europa'”

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